Num 11,25-29; Sal 18; Sant 5,1-6; Mc 9,38-43.45.47-48
En el relato evangélico del domingo pasado, los discípulos discutían sobre quién era el más importante dentro del grupo; en el de hoy, se nos informa del intento de los discípulos de reservarse en exclusiva el privilegio de actuar en nombre de Jesús, como si la gracia de Dios no pudiera manifestarse y comunicarse también fuera del grupo de los discípulos.
¿Cómo reaccionó Moisés ante el celo inmoderado de su fiel ayudante Josué? Pues alegrándose de que el Espíritu del Señor se hubiera derramado también sobre aquellos dos que se habían descolgado del grupo; es más, el gozo mayor hubiera sido que el Espíritu se hubiera posado sobre todo el pueblo y no sólo sobre los setenta ancianos.
Y ¿cuál fue la reacción de Jesús ante la queja de Juan? Pues, como Moisés, alegrándose de que hubiera uno de fuera que invocara su nombre para expulsar demonios: “No se lo impidáis, porque quien hace un milagro en mi nombre no puede luego hablar mal de mí. El que no está contra nosotros está a favor nuestro”. Jesús ensancha las fronteras: a él le pertenecen no sólo los que le siguen de cerca, sino también los que no se oponen a él, los que, sin ser de los nuestros, le miran con simpatía hasta el punto de invocar su nombre para hacer el bien. En la respuesta de Moisés y en la de Jesús hay un rechazo del integrismo religioso, o sea, del intento de controlar a Dios en nombre de la religión.
En la segunda parte del evangelio de este domingo hay una dura advertencia contra los provocadores de escándalos. Por desgracia, de éstos los hay en todas partes, pero si los que escandalizan a los pequeños son además discípulos del Señor la advertencia se convierte en una clara amenaza de perdición eterna: “donde el gusano no muere y el fuego no se apaga”. Jesús se refiere al escándalo que conduce a la pérdida de la fe. Un niño no tiene todavía una fe madura capaz de resistir los embates de los malos ejemplos. ¿Cómo va a madurar en él la fe si ve que sus padres no van a misa, si nunca le hablan de Dios, si no le enseñan a rezar ni rezan con él jamás? Unos padres que bautizan a sus hijos y les mandan a la catequesis para la primera comunión, pero ellos no dan testimonio de la fe porque raramente pisan la iglesia, están escandalizando a sus hijos, es decir, les están induciendo a no tomar en serio la fe. Se escandaliza a uno de estos pequeños que creen cuando se blasfema delante de ellos en casa o en la calle como la cosa más normal del mundo. Hay otras muchas formas de escandalizar a los pequeños como los malos tratos o el abuso del alcohol o el uso indiscriminado de la televisión.
A los escandalizadores Jesús les advierte de la gravedad de sus actos con esa referencia a la piedra de molino, o al cortarse los miembros o arrancarse los ojos. Evidentemente, con ese lenguaje simbólico Jesús trata de destacar la gravedad del escándalo y de sus consecuencias para el que lo provoca.
Pero no cabe duda de que entre las principales causas de escándalo está la ambición del dinero que no repara en medios para acumular fortuna. La diatriba de la carta de Santiago contra los ricos da que pensar: “Vuestra riqueza está podrida… Vuestro oro y vuestra plata están oxidados… El jornal de los obreros que segaron vuestros campos está gritando, y los gritos de los segadores han llegado a los oídos del Señor del universo”. ¡Cuánto escándalo no ha provocado la visión de los que se han enriquecido explotando a los pobres sentándose luego en los primeros bancos de la iglesia! Un escándalo que ha tenido como triste consecuencia el alejamiento de la iglesia y de la fe de una parte considerable del movimiento obrero. No debería caer en saco roto aquella grave advertencia del Concilio cuando hace ya más de medio siglo afirmó que, en el origen del ateísmo contemporáneo, “pueden tener parte no pequeña los propios creyentes, en cuanto que… con los defectos de su vida religiosa, moral y social, han velado más bien que revelado el genuino rostro de Dios y de la religión” (GS 19).
Pidamos al Espíritu Santo que abra nuestros corazones para que seamos capaces de acoger el mensaje de las lecturas que hemos proclamado, y la fuerza necesaria para ponerlo en práctica.
José Mª de Miguel González, osst