Sab 2,12.17-20; Sal 53; Sant 3,16-4,3; Mc 9,30-37
“Donde hay envidia y rivalidad, hay turbulencia y todo tipo de malas acciones”, nos advierte el apóstol Santiago en su carta. Esto puede aplicarse a un grupo, a una familia, o a una comunidad reunida en torno al altar. La envidia todo lo envenena, las relaciones familiares, las relaciones sociales; la envidia arruina la confianza mutua y falsifica y amarga las expresiones de religiosidad. Con razón dice Santiago que con ella entran en el corazón humano “toda clase de males”. Lo contrario de la envidia es la caridad, y si la primera es fuente de conflictos, la segunda lo es de reconciliación. Aquel que ha erradicado de su corazón la envidia “es amante de la paz”, y por eso “los que procuran la paz están sembrando la paz; y su fruto es la justicia”. Porque no puede haber paz verdadera que no se asiente sobre la justicia, de modo que si no hay justicia no puede haber paz.
Dice el Evangelio que Jesús “iba instruyendo a sus discípulos”. Los discípulos somos nosotros que, como todos los domingos, nos reunimos para escuchar su Palabra y celebrar la Eucaristía. ¿Cuál es la enseñanza que el Señor quiere transmitirnos hoy? Desde luego no se trata de una doctrina puramente teórica, sino que habla de la vida, del fatal desenlace de la vida de Jesús: “El Hijo del hombre va a ser entregado en manos de los hombres y lo matarán; y después de muerto, a los tres días resucitará”. Este es el segundo anuncio de la Pasión que hace Jesús a sus discípulos y en él destaca la responsabilidad de los hombres en la muerte del Señor. No se habla aquí de los judíos o de los romanos como autores materiales de la muerte de Jesús, sino de los hombres, para indicar que cada uno ha contribuido con sus pecados a la pasión de Cristo. No vale decir que aquellos lo mataron, como si yo tuviera las manos completamente limpias de culpa. El Hijo del hombre fue rechazado por los hombres, y aquí estamos incluidos todos, porque también nosotros, a veces, con nuestra forma de pensar y actuar, le rechazamos prácticamente, cuando no le permitimos que él sea Señor de nuestras vidas, cuando no aceptamos su invitación a convertirnos para entrar en el Reino, cuando rehusamos o no estimamos el don de su gracia y de su perdón. Como esto resulta duro de admitir, preferimos no darnos por enterados, preferimos discutir de otras cosas. También a nosotros, como a los apóstoles, nos da miedo preguntarle por su pasión, por las causas que le condujeron a ella y por nuestra parte de responsabilidad en su muerte.
El caso es que, mientras Jesús intentaba hacerles comprender el significado de su pasión y de su entrega a la muerte por todos, los discípulos se entretenían discutiendo sobre “quién era el más importante”. Es difícil encontrar en el Evangelio una incomprensión mayor: Jesús habla de su entrega, de su humillación hasta la muerte, y a los discípulos les preocupa el ascenso social, la promoción a los primeros puestos. Da la impresión de que no han entendido una palabra del mensaje del Señor. Lo que Jesús es, dice y hace no ha penetrado todavía en el corazón de los discípulos. Por eso, “se sentó, llamó a los Doce y les dijo: Quien quiera ser el primero, que sea el último de todos y el servidor de todos”. Esta es la lógica del Reino de Dios, que nada tiene que ver con el juego de poder de este mundo donde lo que se persigue son los primeros puestos sin importar el modo de conseguirlo, cumpliendo lo que Santiago denuncia: “Donde hay envidia y rivalidad, hay turbulencia y todo tipo de malas acciones”.
Jesús, como el primer servidor de todos, nos invita a los discípulos a tener una actitud semejante a la suya. Él se hizo nuestro servidor, él se puso en nuestras manos, él se entregó a nosotros. Por eso difícilmente puede llamarse discípulo de Cristo aquel que oprime a prójimo o se aprovecha de él o lo explota de cualquier forma. Desde su propio ejemplo, Jesús nos invita a ser serviciales, siempre dispuestos a echar una mano cada uno en la medida de sus posibilidades. No creo que sea exagerado decir que en nuestras iglesias y comunidades parroquiales a veces se ven demasiados señores y pocos servidores; muchos exigen que todo funcione bien, pero pocos son los dispuestos a arrimar el hombro. Y, sin embargo, el discípulo de Jesús ha de caracterizarse, si quiere ser fiel a su Maestro, por su disponibilidad para el servicio y la ayuda a los demás. Porque servir a los necesitados es servir a Cristo mismo. Es lo que él quiso decirnos al abrazar a aquel niño como símbolo de todos los necesitados, desamparados y oprimidos de este mundo: “El que acoge a un niño como éste en ni nombre, me acoge a mí” y, en última instancia, acoge al Padre que me ha enviado. Esta es, pues, la enseñanza de Jesús a nosotros, sus discípulos: él se entrega por nosotros, para que nosotros sigamos sus pasos y así participemos de su mismo destino de gloria en la resurrección.
José Mª de Miguel González, osst