Is 50,5-10; Sal 114; Sant 2,14-18; Mc 8,27-35
«¿Quién dice la gente que soy yo?» En ninguna otra página del evangelio aparece de forma tan directa y personal la pregunta por la identidad del Señor. Jesús mismo nos enfrenta hoy con ella, invitándonos a cada uno a responder no con definiciones aprendidas de memoria, sino desde la sinceridad del corazón. ‘¿Qué se oye decir por ahí de mí? ¿Quién dice la gente que soy yo?’. De ti por ahí, Señor, para decirte la verdad, no se oye hablar mucho. Te hemos ido desplazando poco a poco de la familia, de la convivencia social, de la escuela. Después de casi veinte siglos de haber estado con nosotros, de haber informado y conformado nuestro modo de ser, nuestra cultura, nuestra historia, ahora -en poco tiempo- has dejado de interesarnos; ya no eres aquella fuente de luz y de vida que nos ha sostenido y confortado y guiado a lo largo de innumerables generaciones. Para muchos eres un estorbo que frena la liberalización de las costumbres, un obstáculo para el progreso; para otros un recuerdo de tiempos ya definitivamente pasados, una pieza de museo catedralicio o de folclore popular. En todo caso, tu palabra, tu evangelio ya no es buena noticia para los que quieren construir un mundo cerrado sobre sí mismo, donde Dios no tiene cabida, donde los pobres molestan porque son muchos y ponen en peligro el bienestar de los ricos. Tu anuncio del reino de Dios choca de frente con los intereses del reino de este mundo.
«Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?». Aquí ya no vale responder con lo que otros dicen. A esta pregunta fundamental de Jesús tenemos que responder cada uno en primera persona y desde dentro. En el evangelio, Pedro, en nombre de todos los discípulos, confiesa que Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios. Esta es también nuestra propia confesión, nuestra fe: nosotros creemos, con Pedro, que Cristo es el Señor. A nosotros nos interesa Jesús no porque lo consideremos un gran hombre, sino porque en él Dios mismo se ha hecho presente y nos ha salido al encuentro. Para nosotros Jesús es importante, lo más importante, porque es el Hijo de Dios, porque es real y verdaderamente Dios uno con el Padre y el Espíritu Santo; para nosotros Jesús es importante, lo más importante, porque es verdaderamente hombre, nacido de la Virgen María, y por eso, porque es Dios y hombre es nuestro Salvador y Redentor. Pero no es suficiente hacer esta declaración verbal, ni siquiera en un arranque de buena voluntad. También Pedro confesó a Cristo como el Mesías de Dios y al poco tiempo mereció oír de labios de Jesús las palabras más duras por él pronunciadas: «¡Ponte detrás de mí, Satanás! ¡Tú piensas como los hombres, no como Dios!». Pedro tuvo la osadía de increpar a Jesús, de llamarle la atención porque les había anticipado su destino final, el camino de la cruz. Pedro confesó a Jesús como el Mesías con los labios, pero sus pensamientos no concordaban con la profesión de fe que acababa de hacer. Por eso le reprendió Jesús: «Tú piensas como los hombres, no como Dios». Lo que al Señor le decimos con los labios no es lo más importante, sino lo que le expresamos silenciosamente con la propia vida, con la propia conducta. Lo que agrada a Dios es la consonancia de pensamientos, palabras y obras, es la coherencia entre la fe y la vida. Hacia este programa de vida cristiana nos quiere llevar el Señor a todos los discípulos: «Si alguno quiere venir en pos de mí, que se niegue a sí mismo, tome su cruz y me siga». Esta es la verdadera confesión que de nosotros espera el Señor: que le sigamos más que con las palabras con la vida. «Negarse a sí mismo»: ésta es la raíz y el cimiento de la identidad cristiana, este es el primer paso que ha de dar el que quiera ser discípulo de Cristo. Porque «negarse a sí mismo» es renunciar a organizar la vida desde los propios intereses egoístas; es no seguir la corriente que impone hacer lo que a cada cual le viene en gana sin ninguna consideración moral; es someter mi vida entera, mi voluntad, mi libertad, mi amor, en una palabra, todo mi ser, a Dios; es -como dice Pablo- morir yo para que Cristo viva en mí. Solamente cuando, junto con nuestras palabras, sometemos a Dios nuestro corazón, nuestras actitudes y acciones, sólo entonces podemos responder con verdad a Jesús: «Tú eres el Mesías».
Esta es la fe que va acompañada, certificada -diríamos- por las obras. Pues como nos ha dicho Santiago, «¿de qué le sirve a uno decir que tiene fe, si no tiene obras? ¿Es que esa fe lo podrá salvar?… La fe si no tiene obras, está muerta por dentro». Y la principal obra de la fe, la primera prueba de nuestra fe en Jesucristo, es la que él mismo nos indicó: el amor a los hermanos como expresión de nuestra fe y de nuestro amor a Dios. Pues para eso celebramos cada domingo la eucaristía, para mantener viva la fe por la práctica de la caridad.
José María de Miguel González, osst