1 Re 19,4-8; Sal 33; Ef 30-5,2; Jn 6,41-51
“No pongáis triste al Espíritu Santo”. Entre las muchas recomendaciones del Apóstol San Pablo a lo largo de sus cartas ésta es la más impresionante. Hemos sido ‘marcados’ con el Espíritu Santo, es decir, hemos sido hechos templos suyos por el bautismo y la confirmación: él habita en nosotros. Pero nosotros con frecuencia no somos conscientes de tan gran don, no volvemos los ojos de la fe y del amor hacia dentro de nosotros donde habita el Espíritu de Dios. A veces incluso con nuestro comportamiento poco evangélico ponemos triste al Espíritu Santo, porque nos dejamos llevar de “la amargura, la ira, los enfados e insultos y toda maldad”. Pero sobre todo ponemos triste al Espíritu Santo, cuya huella llevamos impresa en el corazón, cuando decae nuestra fe, cuando nos alejamos de la fuente de la Vida que es la Eucaristía.
Comienza el relato evangélico diciendo que “los judíos murmuraban de Jesús porque había dicho: Yo soy el pan que ha bajado del cielo”. La murmuración es siempre signo de incomprensión y de falta de amor para con las víctimas de las malas lenguas; con frecuencia brota de la envidia que todo lo desfigura y enturbia. Murmurar, en el evangelio de san Juan, tiene mucho que ver con la incredulidad, con la falta de fe. Los judíos, es decir, los dirigentes religiosos del pueblo, no se fían de Jesús, lo consideran un embustero, por eso todo lo que él hace y dice lo interpretan torcidamente. Jesús les ha dicho claramente que él viene de Dios, que su origen está junto a Dios. Esto es afirmar su propia condición divina: él viene de Dios, sólo él ha visto al Padre, por tanto, hay que aceptar su testimonio, hay que dar fe a su palabra. Pero los judíos no le creen, por eso murmuran despectivamente de Jesús: ¿cómo va a venir éste de Dios si conocemos dónde ha nacido y quiénes son sus padres? Aquellos hombres ilustrados y aparentemente religiosos no podían aceptar que Jesús, el hijo de un humilde carpintero, el hijo de María de Nazaret, fuese el enviado de Dios. Por eso murmuran sembrando la desconfianza a su alrededor, por eso le desprecian, porque no creen en él, porque no le aceptan.
Pero Jesús les enfrenta directamente con su propio pecado: no creen en él porque en realidad está cerrados a la gracia de Dios. Sólo la fe nos abre el camino hacia el misterio de Cristo. Son muchos los que admiran a Jesús, los que lo estiman y respetan como un gran hombre, como un modelo de libertad y de humanidad. Pero nada más, no pasan de ahí; porque son incapaces de ver en él a Dios, de confesarle Hijo de Dios. Por eso dice Jesús: “Nadie puede venir a mí –es decir, nadie puede creer en mí- si el Padre que me ha enviado no le trae… Todo el que escucha al Padre y aprende, viene a mí”. Esto significa que la fe en Jesús es un don de Dios, no una conquista nuestra, no un mérito propio. Dios nos empuja –como quien dice- interiormente, nos abre los ojos del espíritu parra ver en el humilde Profeta de Nazaret al Hijo de Dios. Creemos en Cristo por la gracia de Dios, por eso nuestra fe en él será tanto más firme, cuanto más correspondamos a la gracia, cuanto más escuchemos al Padre y nos dejemos instruir por él. Pero ¿cómo y dónde nos habla y enseña Dios? En la Sagrada Escritura. Toda la Escritura es la Palabra de Dios que nos habla de Cristo. Por eso la lectura asidua y meditada de la Biblia es el mejor alimento de nuestra fe: a través de ella Dios mismo nos habla de su Hijo, aumentando en nosotros la fe y el amor por él.
La fe es el camino hacia Cristo y hacia la Eucaristía que es el don de su presencia entre nosotros; por eso el Señor ha insistido sobre este punto antes de referirse explícitamente al Pan de vida eterna. Y con toda razón, porque es imposible penetrar en el misterio de la Eucaristía, si no damos crédito a su palabra, si no creemos firmemente que él puede hacer lo que dice y promete. La Eucaristía es Jesucristo mismo que se nos da en forma de alimento, fruto de su sacrificio por nosotros: “Yo soy el pan de vida que ha bajado del cielo; el que coma de este pan vivirá para siempre… Este pan es mi carne para la vida del mundo”. La Eucaristía es el cuerpo del Señor que él mismo nos lo entrega como prenda de vida eterna. El cuerpo de Cristo resucitado que recibimos en la comunión, es la garantía más firme de nuestra propia resurrección. Por eso Jesús nos urge a participar en la Eucaristía, por eso nos invita a alimentarnos de su cuerpo y de su sangre, porque así se asegura nuestra resurrección, la vida parar siempre. Este es el misterio de nuestra fe: ojalá sepamos apreciarlo en todo su valor. La Eucaristía es el don supremo de Cristo a los hombres: la entrega de sí mismo como alimento de la fe y garantía de nuestra futura inmortalidad.
Por eso, cuanto más recibimos al Hijo único del Eterno Padre en la comunión eucarística más aumenta en nosotros la conciencia de hijos de Dios y la confianza de ser merecedores de la herencia eterna.
José Mª de Miguel González, osst