Is 35,4-7; Sal 145; Sant 2,1-5; Mc 7,31-37
El relato evangélico que acabamos de leer aparece como sumamente apropiado para describir la situación de muchos cristianos ante Dios, ante su Palabra y su Amor misericordioso. Pues ¿quién de nosotros no está sordo o se hace el sordo muchas veces ante la palabra que Dios nos dirige? ¿En qué sentido o en qué se nota que estamos sordos para las cosas de Dios y que, por tanto, necesitamos acudir a Él para que nos abra los oídos del alma para sentir su presencia y conocer lo que Él quiere de nosotros? Pero ¿dónde podemos nosotros escuchar la voz de Dios? Según las enseñanzas del Concilio Vaticano II: «La conciencia es el núcleo más secreto y el sagrario del hombre, en el que éste se siente a solas con Dios, cuya voz resuena en el recinto más íntimo de aquella»(GS 16). Dios habla al hombre, a todos los hombres, en la profundidad de la conciencia. Allí donde el hombre se encuentra consigo mismo a solas, allí donde nadie puede penetrar, allí de donde brota y arraiga la bondad o la maldad del hombre, allí resuena la voz de Dios. ¿Escuchamos nosotros esta voz? ¿Será que Dios ha dejado de hablar? ¿Será que se ha quedado mudo y nosotros nos hemos vuelto charlatanes? Más bien lo que sucede es otra cosa: nosotros nos hemos quedado sordos para Dios porque casi sólo atendemos a los ruidos y voces que nos llegan del mundo. ¿Cómo vamos a escuchar la voz de Dios sin hacer el esfuerzo por cerrar nuestros oídos a las voces del mundo que insistentemente nos machacan y perturban de día y de noche, dentro de casa y en la calle? En todas partes resuenan con fuerza voces que sólo persiguen una cosa: alejar al hombre de sí mismo, despojarlo de su propia conciencia, para poder así manejarlo y manipularlo mejor en beneficio de poderosos intereses económicos o políticos. No por casualidad la fe cristiana protege y defiende al hombre contra este expolio de sí mismo al insistir en la necesidad de prestar atención a la conciencia, de vivir según la conciencia. «Porque el hombre tiene una ley escrita por Dios en su corazón, en cuya obediencia consiste la dignidad humana y por la cual será juzgado personalmente»(GS 16). La dignidad humana, el ser y vivir conforme a nuestra condición humana, se salva si salvamos la conciencia, si no nos dejamos manipular desde fuera, si somos libres desde la hondura del corazón, si somos capaces de cerrar alguna vez los oídos a los cantos de sirena de los explotadores y manipuladores de turno para escuchar la voz, casi imperceptible, de Dios que resuena allí, en lo secreto de nuestro corazón. Es la voz de Dios que salvaguarda nuestra dignidad y la del prójimo, por eso el apóstol Santiago nos ha recomendado enérgicamente: “No mezcléis la fe en nuestro Señor Jesucristo glorioso con la acepción de personas”. ¿Qué significa eso? Que los cristianos no podemos valorar al prójimo por lo que tiene o puede, sino por lo que es, hijo de Dios, hermano nuestro en Jesucristo. Aquí reside la verdadera dignidad de todo ser humano que la conciencia recta nos hace percibir.
Ahora bien, en mayor o menor medida todos padecemos de sordera ante Dios. La voz de Dios es muy difícil de escuchar, si no cerramos antes los oídos del alma a los gritos y seducciones del materialismo dominante. Necesitamos acudir a Jesús para que cure nuestra sordera. Bien poco se nos pide: que queramos oír, que deseemos de verdad ser curados, que lo pidamos ardientemente. Dios no dejará de hablar a nuestro corazón, es decir, no dejará de salvarnos si nos ponemos en sus manos como somos, pobres y necesitados de Él. Como aquel sordo que apenas podía hablar, también nosotros nos atrevemos a pedir la curación de nuestra sordera espiritual, con la confianza de que Jesús pronunciará de nuevo aquella palabra misteriosa: Effetá, ábrete; sí, ábrete a la bondad de Dios, a su amor misericordioso; ábrete a ti mismo, a tu conciencia, a tu dignidad humana, recupérala; no te la dejes arrebatar por los dominadores de este mundo. Únicamente se nos pide que nos dejemos salvar, que acudamos confiadamente a Jesús, de quien, llenos de asombro por las obras que realizaba, decían aquellas gentes: «Todo lo ha hecho bien: hace oír a los sordos y hablar a los mudos». Esta fue y sigue siendo su obra: hacernos oír la voz de Dios, abrir nuestros oídos a su palabra, para que luego podamos nosotros hablar de él, hablar bien de él con nuestras palabras y sobre todo con nuestras vidas.
José María de Miguel González, osst