Dios Trinidad es misterio. Por mucho que nos empeñemos en explicarlo teológicamente nuestra inteligencia lógico-matemática es incapaz de sentirse satisfecha con los razonamientos que, desde hace siglos, el ser humano procura elaborar en un intento por encontrar “la solución al enigma”.
Los misterios se hacen realidad, se hacen certeza, incluso se resuelven, cuando se convierten en experiencia. Lo mismo sucede con el amor o el dolor; imposible definirlos o entenderlos si no se ha pasado por el laboratorio procesual de las entrañas.
Estas palabras parten de la experiencia y de la reflexión sencilla y vivida de nuestra comunidad. Nuestra experiencia de Dios Trinidad en la liturgia brota, efectivamente, de la expresión de nuestro carisma trinitario. En nuestra casa pensamos, vivimos, oramos “en tres”, así que el “enigma” de la Trinidad lo vamos resolviendo a medida que lo vamos viviendo. No hay otra.
El Papa Francisco ha pedido a la vida monástica femenina “verificar el ritmo de la propia jornada para evaluar si el Señor es su centro”; y también “evaluar las celebraciones comunitarias, preguntándose si son realmente un encuentro vivo con el Señor”.
Esto es lo realmente importante para cualquier persona que participa en la liturgia cristiana el “encuentro del orante con la Trinidad Santa” y descubrir de forma experiencial que el Señor es “nuestro único centro”.
Somos una comunidad monástica que distribuye su tiempo cronológico al ritmo de la liturgia de las Horas. Esto nos ayuda a transformar este tiempo cronos en un tiempo kairos, lo cual es mucho más creativo, comprometido y estimulante.
La liturgia, tanto las de las Horas, como la liturgia eucarística (hablamos de las liturgias que vivimos en nuestra casa cotidianamente) nos reúne en asamblea invitándonos a construirnos como Trinidad encarnada, todos con la misma dignidad, desde el recién bautizado hasta el presbítero con mayor experiencia, pasando por la humilde religiosa o el anónimo joven. Y aquí nos hacemos eco de las palabras de Dolores Aleixandre, RSCJ., biblista: “el Evangelio habla de una comunidad circular en la que alguien tiene la presidencia, pero en las que todos somos hermanos y hermanas. Me pregunto por qué tenemos tanto miedo al sueño circular y fraterno de Jesús y creo que tenemos mucha confusión entre autoridad y poder”.
Comenzar la celebración con el signo de la cruz trazado conscientemente sobre nuestro cuerpo, nos ayuda a renovar nuestra vocación cristiana, nos identifica con Hermanas y Hermanos que celebran en otros lugares y en otras situaciones, nos acerca a quienes son perseguidos porque se identifican con este signo, mártires de ayer y de hoy, nos despierta a la consciencia de que estamos haciendo presente y reposando sobre nuestro cuerpo toda la fuerza de la presencia de la Trinidad Santa: en el nombre del Padre, y del Hijo y del Espíritu Santo, dejando que fluya la energía-gracia de ese gesto en el “nosotros” comunitario que celebra. Cómo no traer al corazón que se dispone a celebrar las palabras del salmo 108, 2: “mi corazón está dispuesto, oh Dios; voy a cantar y a tocar para ti: ¡Despierta gloria mía!
Celebrar necesita, pues, conectar con ese “centro” que somos y que está habitado por la Trinidad-Amor. Jesús se expresa en la Palabra que se proclama y es el Espíritu Santo quien abre nuestro “lugar de vida” para dejarnos abrazar por la presencia amorosa y envolvente del Padre. Dar comienzo a la Liturgia sin tomar conciencia de que nos habita un Dios, que como dice el Papa Francisco “es un Padre que solo sabe conjugar el verbo amar”, es perder lo nuclear de una liturgia cristiana.
Necesitamos conectar nuestros corazones con el Cristo de la Pascua, el Cristo vivo; acoger las ascuas, como expresa un canto de invocación al Espíritu: “arroja en nuestras manos las ascuas encendidas del Espíritu” para que vivamos un nuevo Pentecostés, nuestro Pentecostés personal y comunitario, para que celebremos “permaneciendo” y recreándonos una y otra vez en esa “presencia” que está especialmente en la asamblea celebrante y en cada una de las personas celebrantes.
Comenzar sin esta preparación, despreciando la invitación a bajar a lo profundo, al interior, tiene muchas, todas las posibilidades de que pasemos por encima sin darnos cuenta de la vida que se nos ofrece, se puede decir que nos disponemos al “fracaso”. Seamos sinceras/os, no cabe la superficialidad en una celebración litúrgica para que sea tal. Un buen comienzo nos prepara a una gran celebración, que no tiene nada que ver con la seriedad ni con la suntuosidad, sino con la vida sencilla y profunda que somos, y que estamos llamados a recuperar en el comienzo de la liturgia, en cualquiera de sus manifestaciones. Tomar conciencia de que somos cuerpo y espíritu y que necesitamos “despertar” ambas realidades, pues formamos un todo, “lugar sagrado” donde habita todo Dios, toda la Santa Trinidad que se abre al silencio del corazón.
En el evangelio de Juan nos encontramos con ese bellísimo e impactante texto (Jn.20, 19ss) en el que Jesús se coloca en medio de una comunidad de hombres y mujeres asustados y, regalándoles su paz, sopla sobre ellos su Espíritu. ¿Qué pretende contarnos Juan? Muchas cosas, ciertamente, pero entre ellas, podemos acoger esta: si retrocedemos hasta el libro del Génesis también hallamos un pasaje con muchas coincidencias, sobre todo en fuerza y creatividad. En el capítulo 2, versículo 7, Dios sopla sobre la vulnerabilidad de la “no criatura” (aún no vive) dotándola de vida. Jesús, lo ha dicho en otras ocasiones, hace lo que ve hacer a su Padre, por eso él sopla sobre el grupo, sobre la “no comunidad” (aún no es tal) transformándola en comunidad trinitaria. En ese gesto de Cristo resucitado está clara la manifestación trinitaria, las tres personas empujando a los creyentes a convertirse en comunidad, y esta trinitaria.
De ahí nacen nuestras asambleas, nuestras comunidades y por ello nuestra liturgia. Hablar de liturgia es hablar de presencia inequívoca de Dios Trinidad.
No celebro sola, la celebración es comunitaria. Soy invitada a participar activamente con la comunidad que celebra. No entra en el esquema de la celebración el estar de forma pasiva. ¡Soy celebrante! Y pide actitudes interiores y exteriores. Ser con otras y otros asamblea santa, que está unida reunida, animada desde el corazón por la energía-gracia del Dios Comunión, desde el Dios Trinitario.
Actitud celebrante que acoge a la Trinidad Redentora, que tiene entrañas de misericordia. Por lo que en la comunidad que celebra no pueden estar ausentes ni en el corazón, ni en la oración, ni en la generosidad las personas necesitadas, las marginadas de nuestro mundo, las preferidas de la Trini- dad Redentora.
Desde el trazo de la cruz que “cruz-a” nuestro cuerpo (Dios en sí, Dios con nosotros, Dios para nosotros) hasta el amén final que nos compromete a continuar lo celebrado en lo cotidiano de la vida, pasando por las oraciones o las doxologías, todo, todo, con su carácter de pluralidad y de diversidad está teñido de Dios Trinidad.
La liturgia no es el espacio para empezar a creer sino el espacio para celebrar aquello en lo que ya creemos. Y si hablamos de celebración necesariamente hemos de hablar de comunión y de comunidad. Bien triste es aquella fiesta en la que solo está presente el anfitrión, ¿se le podría llamar fiesta o celebración a algo así?
Aquí podríamos hablar sobre el movimiento en nuestras liturgias. Dios Trinidad, que es movimiento constante, danza inclusiva, nos invita a celebrar en “cuerpo y espíritu”. Estar inmóviles en una celebración cristiana es hacer aquello que Jesús reprobó a las gentes: “Hemos tocado la flauta y no bailaron, hemos entonado cantos fúnebres y no hicieron duelo” (Mt 11, 17). Es no dejarnos invitar por la Escritura: “Alábenlo con tambores y danzas, alábenlo con cuerdas y flautas” (Sal 150, 4); o como dice David: “yo he danzado ante el Señor” (2Sam 6, 21). A veces cantamos sin convicción y decimos: “Bendice al Señor, alma mía, y todo mi ser su santo nombre” (Sal 103, 1) de manera rutinaria. Hemos desgastado las palabras y es necesario renovarla, también con gestos físicos para que recuperen toda su vitalidad.
Es la Santa Ruah quien guía e ilumina el corazón de la persona orante que celebra la liturgia. Nos movemos en la fe. Esa persona, o mejor, esa comunidad que celebra la liturgia, que celebra en VERDAD sentirá la necesidad de descubrir que no puede alejarse
de la Trinidad Santa que la habita para que la celebración sea una fiesta comunitaria en la fe. Dios, Dios Trinidad, atraviesa la vida de cada una de las personas que celebran porque el Espíritu de Jesús está dando vida. Todo lo que se proclama puede revitalizarnos. La Palabra de Dios que se proclama, o se canta, es el vehículo a través del cual la asamblea es renovada como “aquellos huesos secos” de la visión del capítulo 37 de Ezequiel.
La liturgia también es misterio de fe, por eso se hace realidad y se explicita en la experiencia trinitaria de orar y celebrar en comunidad.
La Liturgia de las Horas santifica nuestro tiempo terreno, este tiempo que compartimos con otras Hermanas y Hermanos, diferentes, únicos, diversos,… trinitarios.
La Eucaristía celebra la resurrección de Cristo, no la última cena de Jesús antes de resucitar (recordemos que los textos evangélicos nos presentan a Jesús resucitado cenando en diversos momentos) y eso expresa el amor del Padre, el compromiso del Hijo y la dinamicidad del Espíritu.
La epíclesis de la consagración es también expresión de la Trinidad: se pide al Padre que envíe la Ruah santa sobre el pan y el vino para ser transformados en el mismo Cristo. Y, ¿qué otra cosa es sino la epíclesis sobre la asamblea? ¿No le pedimos al Padre eso mismo, que envíe el Espíritu sobre los y las celebrantes para ser transformados en el mismo Cristo? ¿Se cumple la primera epíclesis y no la segunda? Lamentablemente esta segunda petición del Espíritu queda mucho más velada, pasa desapercibida, generalmente el presbítero ni tan siquiera hace el menor gesto. ¿No le estamos quitando valor a esa primera invocación si miramos hacia otro lado en la segunda? Para la primera epíclesis necesitamos fe, para la segunda, además, compromiso. Es en ese segundo momento cuando nos transformamos en sacramento de comunidad.
La liturgia celebrada es un movernos por el espacio trinitario, espacio de comunión. La Santa Trinidad nos ha convocado, nos ha reunido, cuando quienes celebran están en comunión. La comunión es el misterio que recrea la comunidad que celebra. La comunidad celebrante se manifiesta “trinitaria” en cuanto es una comunidad que celebra en comunión. Se impide, con toda la fuerza que esta palabra tiene, que Dios Trinidad esté en el corazón de la asamblea que celebra cuando está “manchado” por los juicios, las críticas, odios; cuando no se puede mirar, escuchar, acoger… a Hermanas y Hermanos presentes o ausentes. Haremos ritos, cantaremos, rezaremos con los labios, nos moveremos pero, si nos falta la comunión, no celebramos la Liturgia cristiana. La Liturgia cristiana necesita corazones que se dejen “comunionar”.
Invitación final
Preguntarnos y observar cómo celebramos. ¿Qué es la Liturgia? Según la etimología griega, la palabra liturgia significa obra (ergon) del pueblo (leiton, adjetivo derivado de laos, que significa pueblo). Si es la obra que el pueblo dedica a Dios Trinidad, pues, la liturgia es también “obra de la Trinidad”, no podemos perdernos la gran vitalidad que tiene para nuestra vida humana.
Por tanto, aclamemos a Dios Trinidad con gritos de júbilo, o con el salmo 149, 3 “alabemos su nombre con danzas, toquemos para Él el arpa y el pandero” y que nuestro corazón rebose de júbilo y comunión para que nuestra celebración sea una fiesta. La fiesta de la Comunión, la fiesta de la Trinidad.
Monjas Trinitarias de Suesa
Fuente:: httpps://comuni.clar.org/public/magazine/1711049775.pdf