Vivimos en una época caracterizada por una creciente polarización: se afirman posiciones extremadas, tantas veces de forma agresiva, y las vías de diálogo pacífico parecen perder terreno. Las guerras mediáticas, que ocupan masivamente los medios de información hasta generar la saturación de nuestros sentidos –y, como consecuencia, nuestra progresiva indiferencia–, más que un fenómeno aislado y circunscrito a determinadas geografías, son la manifestación más visible y trágica de muchas guerras sordas alojadas en el corazón humano.
En el ámbito de los principios, probablemente todos estamos de acuerdo en que la fraternidad es nuestra vocación común, sin embargo, verificando la realidad, podemos pasarnos la vida encontrando adversarios por todas partes. ¿Cuál es el “lugar” donde podremos encontrarnos como hermanos y hermanas, haciendo de nuestras diferencias elementos originales para enriquecer la vida común y no instrumentos de violencia? Sin bajar a la tierra común de nuestra vulnerabilidad, la fraternidad no es más que una quimera.
Todos los seres humanos somos tremendamente frágiles, heridos por la propia historia, capaces de lo mejor, pero también de lo peor. Muchos de nosotros idealizamos una vida de bondad, de amor y de servicio, incluso en nombre de Dios, pero, tarde o temprano, acabamos por verificar que, mezcladas con nuestras buenas intenciones, aparecieron brotes de otras realidades menos bellas que subsistieron anidadas detrás de nuestras idealizaciones. En el campo de todas las vidas trigo y cizaña crecen juntos (cf. Mt 13, 24-30), y Jesús advirtió a sus discípulos de que no tuvieran la tentación de arrancar la cizaña, porque podrían fácilmente engañarse y arrancar también el trigo. Por difícil que nos sea aceptar su presencia, la cizaña, que en un primer momento aparece como una mancha que amenaza la buena cosecha de una vida, puede tener un papel fundamental en la comprensión y la acogida del otro, un ser débil como nosotros, igualmente necesitado de compasión.
Lo que nos hace humanos (y hermanos) no nace de la falsa alegría que surge al mirarnos en el espejo de la impecabilidad, sino de la capacidad para reconocernos frágiles y necesitados de la compasión de Dios y de la de los demás. Cuando no aceptamos la dimensión sombría de nuestra existencia, vivimos en guerra con nosotros mismos, que proyectamos hacia fuera, responsabilizando a los demás por nuestro malestar, quejándonos de todo y de todos, dejando que la amargura se adueñe de nuestro corazón. Si, al revés, aceptamos humildemente los límites de nuestra biografía y nos reconocemos como seres necesitados de salvación, abrimos un espacio donde Dios puede acampar como nuestro libertador.
El Verbo de Dios, como venimos de celebrar en la Navidad, acampa en la tierra de la fragilidad humana, tierra donde hay sombra, dolor, pecado, tierra nocturna, sedienta de luz. Nuestro Salvador acampa en la tierra sagrada de nuestra vulnerabilidad, ayer y hoy, buscando encuentro e intimidad, ofreciendo compasión, transformando, a través de su presencia amorosa, nuestras “guerras” en lugares de paz. «Venid a mí todos los que estáis cansados y agobiados, y yo os aliviaré. Tomad mi yugo sobre vosotros y aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón, y encontraréis descanso para vuestras almas» (Mt 11, 28-29).
Todos necesitamos de un amor incondicional que nos permita abrazar muestra realidad con confianza, sin miedo, por más dura que se nos presente. La cizaña, bajo la mirada del amor de Dios, puede transformarse en un lugar de reconciliación con nosotros mismos y con los demás, un lugar pascual, que pone de manifiesto que es en nuestra debilidad donde Dios manifiesta su fuerza (cf. 2 Cor 12, 9). Bajo la mirada amorosa de Dios, caen los juicios, desaparecen los adversarios, y nos damos cuenta de que todos somos gente necesitada de compasión. Solo desde “abajo”, desde la verdad de nuestro ser vulnerable, podemos vivir como hermanos. Desde “abajo” es el lugar elegido por Jesús para habitar esta tierra, porque Él vino para reunir a todos los hijos de Dios dispersos, sin ninguna excepción, anunciando la Buena Noticia de la fraternidad.
Cuando nos permitimos ser amados en estado de absoluta carencia –es lo que experimentamos en el encuentro con Jesús, que vino para los pecadores y enfermos (cf. Mc 2, 17)–, delante del don inmerecido, la vida se expande, transformándose en gratitud y canto de alabanza. Se trata de algo así como si anduviéramos desencontrados de nosotros mismos, perdidos, y casi de golpe nos encontráramos en casa, celebrando la vida, tal y como es, vida amada en su desnudez. De esta experiencia nace un corazón compasivo, abierto a sí y al mundo, donde el pobre, el más perdido o marginado, aquella persona con quien siempre nos ha costado convivir, tiene ahora un lugar. Descubro que el otro no es un adversario, sino un ser tan vulnerable como yo, amado por Dios como yo, y que, en el campo de su vida, tal como en el mío, trigo y cizaña crecen juntos. Solo desde mi experiencia de vulnerabilidad puedo acoger la vulnerabilidad de los demás, y celebrar la alegría de ser hermanos.
Nuestra identidad no está en la fuerza, en el poder o en el prestigio, donde a menudo se esconde muchísimo dolor y que tantos enfrentamientos puede generar. Nuestra verdadera identidad la encontramos en la paz interior generada por la reconciliación con la vida, que hace de nuestro ser una casa de fraternidad, donde todos, empezando por los más pobres (pobres de tantas clases de pobreza), se sienten a gusto. Cuando yo puedo ser yo, con toda la verdad de mi vida, en ese mismo espacio, el otro, necesariamente diverso, puede ser quien es, sin necesidad de disimulaciones. Este es el espacio de la fraternidad y de la paz.
«Muchas veces es muy necesario negociar y así desarrollar cauces concretos para la paz. Pero los procesos efectivos de una paz duradera son ante todo transformaciones artesanales obradas por los pueblos, donde cada ser humano puede ser un fermento eficaz con su estilo de vida cotidiana. (…) Hay una “arquitectura” de la paz, donde intervienen las diversas instituciones de la sociedad, cada una desde su competencia, pero hay también una “artesanía” de la paz que nos involucra a todos.» (Francisco, Fratelli tutti, nro. 231)
Del mismo modo que el artesano, día tras día en su taller, se dedica pacientemente a una labor lenta y delicada, creando una relación original con cada una de sus “piezas”, así también el Espíritu de Dios, que hace nuevas todas las cosas, día tras día trabaja el corazón humano en el taller del silencio y de la escucha. Amorosamente, nos va enseñando a acoger con confianza y alegría nuestra vulnerabilidad y la de los demás, haciendo de nuestro corazón un lugar de paz en medio del mundo.
Carlos María Antunes
Monje de Monasterio de Sobrado de los Monjes