Dt 4,1-2.6-8; Sal 14; Sant 1,16ss; Mc 7,1-8.14-15.21-23
Después de haber leído durante los últimos domingos el capítulo sexto del evangelio de san Juan que contiene la catequesis más importante y detallada sobre la Eucaristía de todo el Nuevo Testamento, catequesis hecha por el mismo Jesús, hoy volvemos al evangelio de Marcos que es el que toca leer este año. Y en el texto que hemos escuchado Jesús hace una denuncia seguida de una invitación. La denuncia o el reproche que Dios hace a su pueblo aparece con toda crudeza en labios de Jesús: «Bien profetizó Isaías de vosotros, hipócritas… Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí. El culto que me dan está vacío… Dejáis a un lado el mandamiento de Dios para aferraros a la tradición de los hombres». Estas duras palabras del Señor no pretenden otra cosa que poner al descubierto uno de los peores y más odiosos pecados del hombre que se cree y pasa por ser religioso: el pecado de la hipocresía. Ahora bien, si ya entre los hombres produce una impresión triste y penosa la actitud y el comportamiento del hipócrita, ¿qué será delante de Dios que penetra hasta el fondo de nuestro corazón, que conoce nuestras intenciones y los móviles de nuestras acciones? La hipocresía en religión es infinitamente algo más rechazable que en las relaciones sociales, porque pretende nada menos que enmendar la plana a Dios: «Dejáis a un lado el mandamiento de Dios para aferraros a la tradición de los hombres». Que traducido significa: ‘No os importa Dios, sino vuestra reputación; con toda vuestra religiosidad no buscáis a Dios, sino a vosotros mismos’. Son muchos los inscritos en las cofradías para las procesiones que luego no pisan la iglesia en todo el año. Por eso las palabras más duras de los profetas y del mismo Jesús van dirigidas contra los hipócritas religiosos. Es que ¿cómo se puede ser falso delante de Dios? ¿cómo se puede pretender engañar a Dios que sondea hasta lo más íntimo y oculto del corazón humano? «Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí. El culto que me dan está vacío». Esta es la hipocresía que denuncia Jesús: venir a la presencia de Dios y creer que con esto ya se cumple, que le tributamos el culto que merece. Pero si hay algo claro en toda la Sagrada Escritura es que Dios no acepta ningún acto de culto que no esté sostenido y acompañado por una vida honrada y justa.
Por eso en la carta de Santiago que hoy hemos empezamos a leer, se nos ha dicho que «la religiosidad auténtica e intachable a los ojos de Dios Padre es esta: atender a los huérfanos y viudas en su aflicción y mantenerse incontaminado del mundo». Para presentarse ante Dios y ser recibidos por él, hay que proceder en la vida honradamente, hay que ser honestos con el prójimo evitando a toda costa la difamación y la calumnia, el engaño y la explotación. Pero presentarse ante Dios como quien le hace un favor, venir a la iglesia, pero sin escuchar ni recibir con respeto y atención la palabra que el mismo Señor nos dirige; actuar en la vida de cada día sin hacer el menor caso de sus mandamientos, sin procurar ajustar nuestra conducta a la voluntad de Dios… Todo esto es lo que denuncia Jesús: «Este pueblo me honra con los labios, pero su corazón está lejos de mí». Y lo que a Dios le interesa es el corazón del hombre, su buena voluntad, su buena intención: aquí es donde mira el Señor, porque el hombre es bueno o malo según su corazón sea sincero o hipócrita, noble o malo.
Pero para orientar nuestra conducta conforme a la voluntad de Dios, el Apóstol Santiago nos invita a «acoger con docilidad la Palabra, que ha sido injertada en vosotros y es capaz de salvar vuestras vidas”. ¿Y cómo realizar concretamente esta invitación? Con más claridad no puede expresarse el Apóstol: “Poned en práctica la palabra y no os contentéis con oírla, engañándoos a vosotros mismos”. No pensemos que agradamos a Dios con nuestro culto dominical, si luego nos comportamos como si Él no existiera. A Dios jamás podremos engañar, en todo caso engañaremos a los hombres y nos engañaremos a nosotros mismos. El Señor nos invita a seguir y poner por obra sus mandamientos, aquellos que nos dio por boca de Moisés: «Escucha los mandatos y decretos que yo os enseño, para que, cumpliéndolos, viváis y entréis a tomar posesión de la tierra que el Señor, Dios de vuestros padres, os va a dar», la tierra prometida, que para nosotros es la entrada en el reino de Dios. La invitación que Dios nos dirige no puede ser más positiva: se trata de acoger la palabra que es capaz de salvarnos; se trata de poner en práctica los mandamientos para vivir. Que el Señor nos conceda escuchar con fe su palabra y ponerla en práctica.
José María de Miguel González, osst