Jos 24,1-2.15-17s; Sal 33; Ef 5,21-32; Jn 60-69
Hoy concluimos el capítulo sexto del evangelio de san Juan, que hemos venido leyendo durante estos domingos de agosto. Todo el capítulo gira en torno a dos temas principales: ante todo, Jesús exige del discípulo, de nosotros, una fe plena, una confianza total, una adhesión incondicional a su palabra, a sus promesas. Para alcanzar un día la vida eterna, que Cristo nos promete y nos da, debemos fiarnos enteramente de Él, debemos creer en Él. La fe en Jesús nos abre las puertas de la vida. El segundo tema del capítulo, que hoy concluimos, es igualmente importante: la fe en Cristo, que es condición imprescindible para alcanzar la salvación, no puede mantenerse en pie si no la alimentamos frecuentemente con el Pan de la vida, que es Cristo mismo: «Yo soy el Pan de la vida… Este es el Pan que baja del cielo, para que los hombres lo coman y no mueran. Yo soy el Pan vivo bajado del cielo. El que coma de este Pan vivirá para siempre». No se puede mantener viva y operante la fe, si no se participa con frecuencia del sacramento de la fe, que es la Eucaristía. Y, viceversa, acercarse a la Mesa del Señor sin fe, sin meditar bien a quién y cómo vamos a recibir a Cristo; comulgar sin las debidas disposiciones no sólo no nos aprovecha para crecer y madurar en la fe, sino que lleva inexorablemente a la incredulidad.
Pues bien, ante estas palabras sumamente serias y exigentes de Jesús, dice el Evangelio que algunos discípulos comenzaron a murmurar. No daban crédito a lo que estaban oyendo de labios del Señor; comenzaron a dudar de Él pensando que estaba loco, que no sabía lo que se decía; y le dieron la espalda marchándose en busca de profetas menos exigentes, más complacientes. Así es la reacción de muchos discípulos de Jesús: cuando sus palabras, o las de la Iglesia, no nos comprometen, cuando no nos afectan directamente, las aceptamos, decimos amén. Pero cuando nos tocan en nuestro egoísmo, cuando denuncian nuestro pecado, cuando nos exigen salir de nuestras posturas poco cristianas o paganas, entonces muchos le dan la espalda, y corren en busca de aquellos oradores y de aquellas ideologías que halagan los oídos y no comprometen la vida. Es la tentación del abandono y de la deserción.
¿Cuál es la reacción de Jesús ante esta huida, ante aquella incredulidad de algunos discípulos? No lanza condena alguna, no amenaza con la excomunión. Más bien se dirige a nosotros para preguntarnos: «¿También vosotros queréis marcharos?» ¿Tampoco vosotros aceptáis mi palabra ni os fiais de mí? Mis palabras no son ruido que lleva el viento; mis palabras son vida para el que las acepta, para el que cree. ¿También vosotros queréis marcharos? Dios nunca hace violencia al hombre, nunca lo retiene contra su voluntad. Dios no se nos impone por encima de nuestra libertad. Nos ofrece su amistad, su amor y su benevolencia; nos promete la vida eterna. El hombre es soberanamente libre para aceptarla o rechazarla, para quedarse o marcharse. «Si os resulta duro servir al Señor, elegid hoy a quién queréis servir…Yo y mi casa serviremos al Señor», dijo Josué al pueblo. Pero no todos los discípulos abandonaron a Jesús: «Señor -responde Pedro en nombre de todos los discípulos fieles- ¿a quién vamos a acudir? Tú tienes palabras de vida eterna; nosotros creemos y sabemos que tú eres el Santo de Dios». ¿A quién vamos a acudir? Entre tanta palabrería vana y huera, ante tantos charlatanes que nos prometen un paraíso feliz aquí en la tierra, ante tanta confusión de la verdad y la mentira, nosotros, Señor, acudimos a ti, creemos sólo en ti, porque sólo tú tienes palabras de vida eterna, porque sólo tú eres la misma y única verdad. Sólo en ti creemos, sólo de ti nos alimentamos, de tu palabra que es luz y verdad, y de tu santo cuerpo, que es gracia y vida, ya desde ahora y para siempre.
Han sido cinco domingos los que la liturgia de la palabra ha dedicado al capítulo sexto de san Juan; no existe ningún otro caso en todo el año litúrgico. Con ello se nos quiere poner de relieve la importancia que tiene la Eucaristía en la vida de la Iglesia; sin ella no hay Iglesia, como nos advirtió San Juan Pablo II en su última encíclica que no sin razón la titula “La Iglesia vive de la Eucaristía”. Hay demasiada superficialidad en el modo como los cristianos tratamos a la Eucaristía, habiendo en ella tantos valores en juego y entre ellos, la propia supervivencia de la comunidad cristiana. Que el Señor nos ayude a acoger con fe y agradecimiento el don supremo de su presencia real en medio de nosotros por medio de la cual nos hace partícipes de su muerte y resurrección.
José Mª de Miguel González, osst