Prov 9,1-6; Sal 33; Ef 15-20; Jn 6,51-58
Para comenzar nuestra reflexión dominical sobre la Palabra de Dios que se nos ha proclamado, escuchemos la invitación de la Sabiduría que nos hace en el libro de los Proverbios: “Venid a comer de mi pan, a beber el vino que he mezclado; dejad la inexperiencia y viviréis, seguid el camino de la inteligencia”. La Sabiduría en el Antiguo Testamento es una personificación del Hijo, la Palabra del Eterno Padre. La invitación a comer el pan y a beber el vino que la Sabiduría nos ha preparado es, pues, una anticipación a participar en el banquete de la Eucaristía que Jesús ha instituido para nosotros.
Tres ideas principales sobresalen en el texto evangélico que acabamos de leer. Jesús repite una y otra vez que es necesario comer su carne y beber su sangre para alcanzar la vida eterna. A nuestros oídos, como a los oídos de los contemporáneos de Jesús, estas expresiones resultan duras: “¿Cómo puede éste darnos a comer su carne?”, se preguntaban asombrados, o mejor, escandalizados, los judíos, quizá sospechando que se les invitaba a comer carne humana. Jesús, al hablar de la Eucaristía, utiliza deliberadamente este lenguaje chocante para llevar al oyente hacia donde él quiere: para tener en nosotros la vida de Dios hemos de participar de la Eucaristía, hemos de alimentarnos del Pan vivo bajado del cielo, que es Jesucristo. Comer la carne de Cristo es comulgar del Pan que él nos dejó como signo o sacramento de su propia persona. Durante la última cena, en la noche de su pasión, Jesús, antes de entregarse voluntariamente a la muerte por nuestra salvación, se entregó a los Apóstoles en los dones del pan y del vino: ellos son el sacramento de su cuerpo crucificado y de su sangre derramada. Acercarse a la Eucaristía es participar de la muerte redentora de Cristo; es beber en las mismas fuentes de la Vida. En la cruz está la Vida del mundo; por ella nos reconcilió Dios consigo, nos devolvió su gracia y amistad. La Eucaristía es la celebración actualizada de la muerte salvadora de Cristo. Él dio su carne, es decir, entregó su vida para que nosotros viviésemos. Por eso, “el que come de este pan vivirá para siempre”; por eso el que se acerca a la Eucaristía, participa de la vida que brota de la muerte de Cristo en la cruz. Y al revés: “Si no coméis la carne del Hijo del hombre y no bebéis su sangre, no tenéis vida en vosotros”. Y es que toda gracia, todo don, toda vida de Dios tiene su fuente en la muerte redentora de Cristo, que celebramos en cada Eucaristía.
Jesús nos invita a comulgar de su cuerpo durante nuestra peregrinación por este mundo, si queremos vivir con él para siempre. Efectivamente, la Eucaristía es el Pan de la vida, porque en ella está realmente presente Cristo, el Autor de la Vida. Por eso, si nos alimentamos ya desde ahora de este Pan, el fruto de esta siembra será, sin duda, la vida que no acaba, la vida de la resurrección. Pues “el que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día”. La Eucaristía es garantía de resurrección, es prenda de vida eterna: ¿cómo no lo va a ser si contiene al mismo Cristo glorioso y resucitado? Por eso Jesús insiste repetidas veces en la necesidad de acercarnos con fe a la mesa eucarística: está en juego nuestra propia salvación.
Una tercera idea que aparece en este Evangelio la expresa el Señor con estas palabras: “El que come mi carne y bebe mi sangre habita en mí y yo en él”. Por medio de la Eucaristía nos unimos a Cristo. Esta es la verdadera comunión: Cristo en nosotros y nosotros en él. El signo que hace real esta íntima unión es la participación en la mesa eucarística: ser comensales de Cristo, sentarnos a su mesa en la que él mismo se nos da como alimento, “porque mi carne es verdadera comida y mi sangre es verdadera bebida”. Convendría escuchar estas palabras de Jesús y tenerlas siempre en cuenta, para valorar como es debido la Eucaristía dominical, que el Señor nos dejó para nuestro bien, para alimento de nuestra fe y garantía de resurrección. Alejarnos de la Eucaristía es despreciar la Vida que ella contiene y da a los que la reciben con fe. Siendo la Eucaristía el manantial de tan grandes dones, ¿cómo es que los cristianos la apreciamos tan poco, cómo es que muchos la abandonan por cualquier motivo? Sin ella no tenemos a Cristo, pero tampoco al Espíritu que él nos da, y en última instancia, sin la Eucaristía no tenemos acceso al Padre, pues sólo Jesús es el camino que nos lleva hasta él.
José Mª de Miguel González, osst