Hace unos días se han clausurado los XXXIII Juegos Olímpicos celebrados en París. A pesar de que amo el deporte e intento mantener una práctica más o menos periódica, la apabullante oferta informativa unida al descanso estival ha conseguido que incluso retome temporalmente el seguimiento televisivo de disciplinas que no despertaban en mí demasiado interés.
Sin lugar a duda, ha sido un momento privilegiado para vivir momentos únicos alrededor de ese “mundo paralelo” en el que habitan los deportistas de élite. ¿Quién no se ha conmovido, entre otros muchos ejemplos, con el regreso de Simone Biles, la valentía de Kimia, la velocista afgana, pidiendo el derecho a la educación, la lesión de Carolina Marín, la paz provocada por una canción en una disputa de un partido de vóley, la retirada del luchador cubano Mijain López o del maratoniano keniata Eliud Kipchoge esperando ser adelantado por el último corredor en competición, ofreciendo así una muestra de su humildad y respeto por todos los participantes del evento?
A pesar de determinadas, evitables e innecesarias controversias, el deporte y el cristianismo están profundamente interrelacionados a través de los valores que promueven. Ambos no solo buscan el desarrollo integral del ser humano, sino que también comparten principios esenciales que guían la conducta de quienes los practican y/o siguen.
Un valor compartido es la solidaridad. En el cristianismo, Jesús enseña a amar al prójimo y a servir a los demás, especialmente a los más necesitados. El deporte, por su parte, fomenta el trabajo en equipo, la cooperación y el apoyo mutuo, donde el éxito colectivo es más importante que el logro individual. Los deportistas aprenden a confiar en sus compañeros, a celebrar sus victorias y a sobrellevar juntos las derrotas.
El respeto también es un pilar común. El cristianismo apuesta por el respeto por la dignidad de cada persona, como imagen de Dios, lo que se traduce en actos de justicia y trato equitativo hacia los demás. En el ámbito deportivo, el respeto se muestra en el juego limpio, en la aceptación de las reglas y en el reconocimiento del valor del adversario, sabiendo que la competencia es una oportunidad para el crecimiento mutuo. Además, necesitamos un adversario (que no enemigo) para poder ser capaces de poner en valor nuestras propias metas, ya sea para mostrarnos su superación o no. Y ahí aparece el esfuerzo, sacrificio, en la idea de superar el propio límite trabajando duro, sin trampas, persiguiendo la victoria – pero no a toda costa- y al mismo tiempo, aprendiendo a gestionar la derrota sin dejarse abatir.
La humildad es otra virtud que une al deporte y al cristianismo. Ser humilde, en términos cristianos, significa reconocer las propias limitaciones y la necesidad de la gracia divina. En el deporte, la humildad se manifiesta al reconocer que siempre hay espacio para mejorar, que el éxito no es solo resultado del esfuerzo personal sino también del apoyo recibido, y en la capacidad de aceptar la derrota con dignidad, reconociendo el éxito del contrincante.
Por último, aunque podríamos incluir muchos otras, me gustaría destacar que la esperanza es un valor que se vive tanto en la fe cristiana como en el deporte. El cristianismo enseña la esperanza en la vida eterna y en las promesas de Dios, lo que motiva a los creyentes a seguir adelante a pesar de las adversidades. En el deporte, la esperanza es lo que impulsa a los atletas a superar sus límites, a no rendirse cuando enfrentan desafíos y a creer en la posibilidad de mejorar y alcanzar sus metas.
En el documento publicado en junio de 2018: “Dar lo mejor de uno mismo” sobre la perspectiva cristiana del deporte y la persona humana del Dicasterio para los Laicos, la Familia y la Vida, se incide de una manera especial en poner en el centro al ser humano, en su unicidad hecha de cuerpo y espíritu.
Para concluir me gustaría dejar alguna reflexión en voz baja:
- A través de estas virtudes, se puede lograr no solo una vida plena y equilibrada, sino también una sociedad más justa y compasiva. Me encantaría que se multiplicaran los deportistas que influyen positiva y respetuosamente con su testimonio en los jóvenes.
- El deporte no debe ser nunca un lugar para la discriminación. Especialmente, los responsables de los eventos deben cuidar que todos los involucrados en la preparación y celebración sean respetados íntegramente y en sus condiciones de vida e intereses legítimos.
- Es muy cuestionable el gasto ingente (en muchos casos injustificado y sin proyección) que supone la organización de tal evento. Las ciudades o países que los acogen (véase Río o Tokio) se ven inmersos en un gran sufrimiento económico que repercute directamente en sus habitantes.
- El mandato de “amarás al prójimo como a ti mismo” quiero unirlo a “mens sana in corpore sano”, pero utilizando la cita completa de Juvenal: “orandum est ut sit mens sana in corpore sano”. Para ser solidarios, respetuosos, humildes o llenos de esperanza, debemos estar bien personalmente, porque amaremos al prójimo en la medida en la que nos amemos a nosotros mismos, y para ello “Se debe orar para que se nos conceda una mente sana en un cuerpo sano.” Simone Biles ha manifestado: “Cuidar de una misma es más importante que el reconocimiento ajeno” porque “sin salud mental no tiene sentido tener éxito”. En definitiva, si yo no estoy bien interiormente, por muy bello y atlético que sea mi cuerpo (o no), difícilmente podré amar en gran medida a los demás.
- Ojalá todos los valores que se viven durante la celebración de las olimpiadas permanecieran al finalizar esta (con todo el respeto: tremendo parecido con nuestra celebración eucarística).
En nuestra vida familiar, comunitaria o laboral “coexiste otro mundo paralelo que es toda una olimpiada” donde debemos saber encajar golpes directos, nadar contra corriente o en aguas poco saludables. Nos levantaremos del tatami tras una y otra caída. Habrá días que nos parezcan una carrera de 100 metros lisos y otros serán auténticos maratones. Habrá equilibrios y piruetas que desafíen la fuerza de nuestra mente y corazón. Habrá días con viento a favor y otros en los que la marea nos arrastra, pero también habrá una esponja de agua fresca, un grito de ánimo, un abrazo entre lágrimas o una sencilla celebración de la vida que nos impulsaran a seguir adelante o a colgar nuestras zapatillas sobre el ring y dejar sitio a otras experiencias vitales. Todos quisiéramos poder decir un día, con San Pablo: “He peleado hasta el fin el buen combate, he concluido mi carrera, he conservado la fe”. (2Tim 4,7)
Juanjo de la Torre Bellido
Director ESO Colegio Santísima Trinidad – Trinitarios
Córdoba FEST