Dan 12,1-3; Sal 15; Heb 10,11-14.18; Mc 13,24-32
Nos estamos acercando ya al término del año litúrgico, y el final de un año anuncia el fin de todos los años, es decir, de la vida en este mundo. Por eso, la Palabra de Dios de este domingo nos enfrenta con las realidades últimas: el encuentro definitivo con Dios en el que habremos de dar cuenta de nuestra vida, de lo que hemos hecho, y dejado de hacer, con ella. Conviene recordar estas cosas, pues en aquel día no podremos alegar ignorancia.
El Evangelio que acabamos de proclamar habla del final de la historia que, a cada hombre y a cada mujer, le llega con su muerte. Para describir este final, Jesús alude a grandes perturbaciones y cataclismos en el universo. «En aquellos días, después de una gran angustia, el sol se oscurecerá, la luna no dará su resplandor, las estrellas caerán del cielo, los astros se tambalearán». Es un modo de hablar propio de la época y fácil de entender e imaginar. Pero Jesús no habla simplemente de catástrofes cósmicas, sino de la venida del Hijo del hombre «con gran poder y gloria». Ante la presencia de Dios que viene a juzgar a vivos y muertos, la creación entera se estremece. De manera que esos fenómenos cósmicos de que habla Jesús sólo intentan hacernos comprender el estremecimiento que atravesará el universo el día de la segunda venida del Señor. Pues ésta no será como la primera, en la debilidad de la carne, en la condición de esclavo, sino que vendrá como Señor y Juez universal. Puede ser que a alguno le parezca que estas cosas son difíciles de creer. Según las encuestas que periódicamente se hacen por ahí, resulta que hay muchos que afirman creer en Dios, pero no creen en el juicio final y mucho menos en la posibilidad de una condenación eterna. Pero las encuestas sociológicas sobre asuntos de fe no pueden tranquilizarnos en absoluto.
El profeta Daniel nos anunciaba: «Los que duermen en el polvo de la tierra despertarán: unos para vida eterna, otros para vergüenza e ignominia perpetua». Pertenece, por tanto, a la fe que profesamos la afirmación de que todo hombre ha de responder ante Dios de su vida, de lo que con ella ha hecho. Decir que hay un juicio después de la muerte significa que Dios hace justicia, que la verdad triunfa sobre la mentira, el amor sobre el odio. Dios no sería Dios si le diera igual lo que hacen los hombres, bueno o malo que hagan. No merecería la pena creer en un Dios que al final pagara lo mismo a la víctima que a su verdugo, a los oprimidos que, a los opresores, a los que se esfuerzan por amarle y a los que le odian y blasfeman de él. El juicio es la esperanza en el triunfo final de la justicia: ¡a cada uno según sus obras! Si no fuera así, poco importaría ser o no bueno, honrado, veraz, caritativo, justo, fiel. Los pillos y sinvergüenzas tendrían todas las de ganar, aquí primero y luego además la gloria eterna… Pero eso no es digno de Dios que es la Justicia y la Verdad.
El juicio es el desenmascaramiento de toda mentira, de toda injusticia, de todo pecado, que tendrá lugar ante el tribunal de Jesucristo. Él es el Juez universal precisamente porque es el Salvador universal. Para los que creemos en Él, esta confesión de fe nos llena de confianza, pues el juicio, para los que aman a Cristo, no puede ser motivo de temor o de angustia, pues el mismo que es nuestro Salvador y nuestro Hermano será también un día nuestro Juez misericordioso. Así lo creemos y lo esperamos. La confianza en la misericordia de Dios que borrará nuestros pecados para poder contemplarle un día cara a cara se funda en el amor que nos mostró en su Hijo. “Cristo –nos asegura el autor de la Carta a los hebreos- con una sola ofrenda ha perfeccionado definitivamente a los que van siendo santificados”. Esta ofrenda, este único sacrificio es el contenido de nuestra celebración eucarística. Participando en ella con fe viva, participamos de él, del sacrificio de nuestra redención.
José María de Miguel González, osst