1Re 17,10-16; Sal 145; Heb 9,25-28; Mc 12,38-44
Como hemos podido observar, las protagonistas de la historia que nos cuenta el profeta Elías y luego Jesús son dos viudas. En la Biblia, la viuda junto con el huérfano son la representación del ser humano pobre, desvalido, abandonado. En esta situación Dios aparece como el defensor del huérfano y de la viuda.
La primera viuda, a la doble petición del profeta Elías: “Tráeme un poco de agua” y luego “Tráeme, por favor, un trozo de pan”, responde: “No me queda pan… Estoy recogiendo un par de palos, entraré y prepararé el pan para mí y mi hijo, lo comeremos y luego moriremos”. Pues bien, a pesar de no tener más que un bocado para ella y su hijo, confiando en la palabra del profeta que le dice de parte de Dios: “La orza [vasija de barro] de harina no se vaciará, la alcuza [vasija de hojalata] de aceite no se agotará”, lo compartió y se realizó el milagro: “Ella se fue y obró según la palabra de Elías, y comieron él, ella y su familia”. Aquella pobre mujer confió en la palabra del profeta y compartió con él su pobreza cuyo premio lo pudo comprobar enseguida: “Por mucho tiempo la orza de harina no se vació ni la alcuza de aceite se agotó”. ¡Cuántas veces se ha repetido este milagro a lo largo de los siglos! Compartir lo poco que se tiene con los que no tienen nada no deja indiferente al Señor que bendice este gesto con la superabundancia de sus dones.
La segunda viuda aparece en el evangelio mientras echaba su pequeño donativo en la caja de las ofrendas del templo. Como la viuda anterior, ésta también es pobre, pasa necesidad, por eso su donativo es pequeño: “dos monedillas”. Pero el comentario de Jesús es muy ilustrativo: “En verdad os digo que esta viuda pobre ha echado en el arca de las ofrendas más que nadie”. A primera vista este comentario de Jesús parece un despropósito, porque él mismo estaba viendo como “muchos ricos echaban mucho”. Pero éstos, dice el Señor, “echaban de lo que les sobra, pero esta, que pasa necesidad, ha echado todo lo que tenía para vivir”. Porque Dios no juzga ni valora la cantidad que damos, en este caso para el sostenimiento del templo, sino con qué corazón lo damos. Aquella viuda pobre con el profeta Elías como esta que suscita la admiración de Jesús, se dieron a sí mismas al compartir lo poco que tenían, cosa que no sucede si damos de lo que nos sobra. Porque “Dios no es un Dios de cantidades, sino de calidades. No calibra el exterior. Quiere corazones y voluntades”.
El otro protagonista de la Palabra de Dios de este domingo es Jesús que la Carta a los hebreos nos lo presenta como Sumo Sacerdote. Un título poco corriente, pero muy apropiado para explicar la obra de Jesús. Porque lo propio del sacerdote es ofrecer sacrificios e interceder ante Dios por el pueblo. Pues bien, este oficio lo realizó a la perfección Jesús:
- Él, con la ofrenda de su vida en la cruz, ha penetrado en el santuario del cielo “para ponerse ante Dios, intercediendo por nosotros”.
- Con su sacrificio, realizado una sola vez, nos ha alcanzado el perdón de los pecados. En efecto, “Cristo se ofreció una sola vez para quitar los pecados de todos”. Esta ofrenda suya en la cruz es la que se actualiza incesantemente en cada eucaristía.
- Esta es nuestra confianza, pues “el destino de los hombres es morir una sola vez; y después de la muerte, el juicio”. Y ¿quién nos juzgará? El mismo que ha muerto por nosotros: Jesucristo. Si tanto nos amó en vida que no dudó en entregarse a la muerte por nosotros, esperamos que nos juzgue con misericordia el día de nuestra muerte.
El ejemplo de Jesús durante su vida mortal eleva a lo alto el ejemplo de las dos viudas: Él compartió con nosotros todo lo que tenía hasta la entrega de su vida para que nosotros tuviéramos vida y vida eterna. Así pues, la enseñanza de la Palabra de Dios de este domingo se resume en la capacidad de compartir lo que el Señor nos ha dado antes sin ningún mérito de nuestra parte. Pero sólo podremos hacerlo si desterramos de nosotros el egoísmo que nos mantiene encerrados en nosotros mismos y nos impide salir al encuentro de los demás que son tan hijos de Dios como cada uno de nosotros.
José María de Miguel González, osst