Una reflexión en solidaridad con nuestros hermanos que han sufrido el fenómeno de la ADANA
Si Dios es en el algún sentido una persona libre y todopoderosa, ¿por qué permite tanto sufrimiento, tantas y tan crueles injusticias y tantas catástrofes naturales como los terremotos, los tsunamis, las sequías, las inundaciones y los huracanes? Esto es lo que hace tan difícil creer en un Dios personal. A lo largo de la historia hombres y mujeres que han creído en un Dios personal o en dioses personales se han esforzado por encontrar un sentido al mal.
El filósofo Epicuro planteó ya antes de la venida de Jesucristo el siguiente dilema: “O Dios quiere suprimir los males y no puede, o puede y no quiere, o ni quiere ni puede, o quiere y puede. Si quiere y no puede es débil, lo que no corresponde a Dios; si puede y no quiere es envidioso, lo que también es ajeno a Dios; si ni quiere ni puede, es a la vez débil y envidioso y, por tanto, no es Dios; si quiere y puede lo único que conviene a Dios, ¿cuál es entonces el origen de los males y por qué no los suprime?
Este dilema pronto adquirió una formulación más sencilla, con la que se transmitió habitualmente y es generalmente conocido: o Dios no puede evitar el mal y entonces no es todopoderoso, o no quiere y entonces no es bueno.
Lo que viene a cuestionar Epicuro es el compromiso de la divinidad con el mundo y, por lo tanto, la providencia divina. Pero no sólo niega la providencia divina, sino que alcanza la negación de la misma existencia de la divinidad.
¿Qué tiene que decir el creyente cristiano a este dilema?
Creemos que la respuesta a este dilema es que Dios puede y quiere acabar con el sufrimiento. Pero no quiere acabar con él de cualquier manera. Lo hace sólo de una forma: compadeciéndolo; es decir, dejándose afectar por el dolor. La imagen de Dios revelada en Jesucristo muestra el compromiso de Dios para acabar con el sufrimiento. Pero muestra también el modo utilizado por Dios para acabar con él: superarlo desde dentro. El discurso de la cruz pone de manifiesto la estrategia de la actuación divina. Dios asume el sufrimiento porque es la única forma en que puede superarlo. Su libre decisión de compartir el sufrimiento humano es expresión de su propia esencia (Karl Rahner).
Ante esta respuesta surgen otras dos preguntas que nos ayudará a comprender con mayor profundidad el Dios revelado en Jesucristo: ¿Es el mal y el sufrimiento roca del ateísmo o es ámbito de la revelación divina? ¿Qué Dios se revela en la cruz?
En la tradición bíblica, la muerte y el sufrimiento no son vistos como algo querido por Dios, ni tampoco como criaturas suyas. La Sabiduría de Salomón afirma que “Dios no hizo la muerte ni se goza en la perdición de los vivos” (Sab 1, 13), porque “Dios es amigo de la vida” (Sab 11, 26).
Si vamos a la vida de Jesús vemos que fue capaz de comprender que el amor de Dios no era incompatible con el sufrimiento, sino que se podía hacer presente también en el dolor de la muerte. Y fue capaz, precisamente porque su forma de concebir a Dios era la del amor gratuito. No se puede hacer compatible a Dios con el sufrimiento, si no se le concibe como amor gratuito. Porque Jesús sentía a Dios como Padre, fue capaz de percibir su amor presente en su abandono aparente.
Desde el punto de vista cristiano, el sufrimiento –como ya hemos recordado anteriormente- se combate sufriéndolo, porque así fue como Dios hizo presente su Reino en Jesucristo. ¿No se manifiesta el poder de Dios en el amor? Su poder salvador lo ejerce dándose.
El Dios que se revela en la cruz es el Dios que sale de sí. Por eso san Juan afirma que “Dios es amor”. Ese Dios que se nos revela en el Hijo y que nos dice que en la muerte está la vida, es escándalo para los judíos y locura para los griegos. Para estos Dios se hace accesible en la racionalidad. Merece la pena dar culto a Dios, cuando se es capaz de comprenderlo. Pero quien anuncia que en la muerte se encuentra la vida, no puede razonarlo demasiado; más bien ha de testimoniarlo. Por eso la predicación aparece como locura y escándalo.
A su vez el misterio de Cristo es misterio de muerte y resurrección, de dolor y de gloria. Y ese es también el misterio del cristiano. Ser cristiano consiste en seguir a Jesús en su fidelidad al Padre y, por tanto, seguirle también en el sufrimiento y en la cruz. El resultado definitivo, sólo al final, será reproducir la imagen gloriosa del Hijo. Así lo afirma san Pablo:
“Siempre llevando en el cuerpo, de acá para allá, los sufrimientos de muerte de Jesús, para que la vida de Jesús se manifieste también en nosotros” (2 Cor 4, 10).
A mi modo de ver el sufrimiento, a pesar de todo su sinsentido y su opacidad, no tiene capacidad para vaciar la experiencia religiosa, aunque pueda sacudirla hasta hacerle tambalearse. Al contrario, contribuye como, quizá, ninguna otra realidad a configurarla, convirtiéndose así en lugar teológico privilegiado. Resulta entonces que el sufrimiento no necesariamente es la roca donde fundamentar la negación de Dios, sino que puede convertirse en el punto de apoyo desde el que atisbar una nueva imagen de Dios no accesible desde otras atalayas.
¿No queda Dios siempre bien ante el problema del mal y el sufrimiento?
Cuando se dialoga sobre el problema del mal existen personas no creyentes e incluso también creyentes, que manifiestan un cierto malestar pues critican que trabajamos con teodiceas débiles en donde Dios queda siempre bien. Nunca se cuestiona la actuación de Dios en ciertos lugares en donde hay tanta injusticia y dolor. Al final los únicos culpables son las estructuras injustas o el Imperio de turno. Dios parece que siempre queda bien.
Si los Padres de la Iglesia se preguntaban por qué llegó tan tarde el Mesías, o W. Solowjew se cuestionaba por qué llegó tan pronto, sin embargo, creo que el interrogante a los ojos de mucha gente inocente la pregunta sigue siendo: ¿Por qué se retrasa tanto su venida? ¿Hasta cuándo esta historia?
No he podido consolarme, y nunca podré hacerlo, de todos los sufrimientos que oprimen a la humanidad desde su origen. Recientemente he conocido el cálculo según el cual unos ochenta mil millones de seres humanos han vivido sobre el planeta. ¿Cuántos de ellos habrán tenido una existencia dolorosa? ¿Cuántos habrán pasado fatigas y sufrimientos? ¿Y por qué? Sí, Dios mío, ¿por qué? Dios mío, ¿hasta cuándo va a durar esta tragedia? Los catecismos de todas las religiones nos dicen que la vida tiene sentido. Pero ¿cuántos hombres y mujeres de estas decenas de miles de millones habrán podido descubrir ese sentido? ¿Cuántos habrán llevado una vida de animales, sumidos en el miedo, en la necesidad de sobrevivir, en la precariedad, en el dolor de la enfermedad? ¿Cuántos habrán tenido la oportunidad de meditar sobre el sentido de la existencia?
Llevamos años afrontando esta difícil cuestión y desde la fe cada vez nos hacemos esta pregunta: ¿Por qué nuestra finitud ha costado un precio tan caro?
Quizá desde nuestra débil fe tan solo habría que responder que la finalidad de la vida es aprender amar. Amar consiste en que cuando tú, el otro, eres feliz, entonces yo también lo soy. Es tan simple como eso. La vida sería de ese modo un poco de tiempo ofrecido a unas libertades para aprender a amar, con la tarea, siempre inacabada, de luchar contra el mal. Y el sentido de la creación es que el amor responda al amor. Si no existiera ese punto culminante, en el que de pronto dos libertades pueden consagrarse y amarse, toda la creación sería absurda.
Juan Pablo García Maestro, osst
Universidad Pontificia de Salamanca