Dt 6,2-6; Sal 17; Heb 7,23-28; Mc 12,28-34
Con frecuencia se tiene una idea errónea de los mandamientos de Dios, como si fueran causa y raíz de nuestra infelicidad, como si Dios los hubiera dictado para tenernos sometidos y controlados. Nada más lejos de la realidad. Los mandamientos son fuente de vida, no de muerte. Así aparecen en boca de Moisés: “Observa todos sus mandatos y preceptos, que yo te mando, todos los días de tu vida, a fin de que se prolonguen tus días”. ¿Cómo nos va a mandar el Señor algo que nos perjudique? Dios quiere siempre nuestro bien, nuestra felicidad, pues somos hijos suyos, hechura suya, obra de sus manos. Por medio de los mandamientos Dios quiere hacernos verdaderamente felices, conducirnos hacia la vida que es él mismo.
Después de escuchar las palabras de Moisés, en la primera lectura, y de Jesús, en el Evangelio, podemos preguntarnos: ¿Por qué tenemos que amar nosotros a Dios?; ¿por qué tenemos que amar al prójimo? Como se trata de preguntas importantes, vamos a dedicar esta breve reflexión a buscar una respuesta, siguiendo los textos bíblicos que se nos han proclamado. En primer lugar, ¿por qué tenemos que amar nosotros a Dios? Más aún, ¿por qué se nos manda amarlo “con todo tu corazón, con toda tu alma y con todas tus fuerzas”? El amor que nos pide Dios es total y exclusivo; no nos manda que le demos ‘algo’ de nuestro amor, sino que le amemos con todo nuestro ser. La razón o motivo que da la Sagrada Escritura para exigir de nosotros una entrega semejante es este: “Porque el Señor, nuestro Dios, es el único Señor”. Un solo Dios, uno solo Señor: esta es la afirmación central de nuestra fe. Para el que cree, Dios es el único valor verdaderamente absoluto. Ahora bien, el amor es lo más grande que tiene el hombre, es aquella fuerza interior que mueve nuestra existencia, que nos eleva por encima de todo lo creado, que nos asemeja a Dios, que es Amor. ¿A quién entregará el hombre su amor, que es lo mismo que decir su persona, su existencia, el sentido de su vida y de su muerte? ¿A quién confiará su ansia –nunca satisfecha plenamente– de felicidad y de sentido? ¿A quién? Nada ni nadie de este mundo puede colmar el corazón humano, salvo Dios, porque –como bien sabía san Agustín– “nos hiciste, Señor, para ti y nuestro corazón anda inquieto hasta que no descanse en ti”. Nadie, ni el esposo, ni la esposa, ni los hijos, ni los padres, puede reclamar la entrega radical y sin reservas de todo nuestro ser; sólo Dios puede exigirnos que le amemos con toda el alma, con todas nuestras fuerzas, porque él es el único Señor. No hay otros ‘señores’ que puedan reclamar nuestro amor, nuestra entrega incondicional.
La segunda cuestión que plantean las lecturas de hoy suena así: ¿por qué tenemos que amar al prójimo? A la vista de lo que hemos dicho, parecería que el amor a Dios con todo nuestro ser excluye el amor al prójimo. Para evitar este malentendido, Jesús insiste una y otra vez en que el camino hacia Dios pasa por el prójimo, puesto que “nadie puede decir que ama a Dios, a quien no ve, si no ama al prójimo a quien ve”. Esta es la prueba de la autenticidad de nuestro amor a Dios. Por eso los dos mandamientos principales de la Ley son inseparables, en realidad, son un único mandamiento: “No hay mandamiento mayor que éstos”, dice Jesús; y por eso el culto litúrgico a Dios carece de valor si no va precedido y acompañado por un auténtico servicio de caridad hacia el prójimo necesitado, pues “amar al prójimo como a uno mismo vale más que todos los holocaustos y sacrificios”. En el prójimo amamos a Dios, y esto es amarse a sí mismo, porque buscamos nuestro bien y nuestra felicidad cuando amamos a Dios en el enfermo, en el pobre, en los que carecen de techo y pan. Si esto lo tenemos claro y lo practicamos, también nosotros podremos escuchar aquella respuesta de Jesús al letrado: “No estás lejos del Reino de Dios”.
El amor a Dios e inseparablemente el amor al prójimo sólo es posible si nos apoyamos en Jesús, porque “por medio de él podemos acercarnos a Dios, pues vive siempre para interceder en nuestro favor”. En la Eucaristía él, sumo y único sacerdote “santo, inocente, sin mancha, separado de los pecadores y encumbrado sobre el cielo”, actualiza su sacrificio ofrecido una vez para siempre sobre el altar de la cruz. En la Eucaristía él intercede por nosotros y nos acerca a Dios.
José María de Miguel González, osst