La memoria no es un ancla al pasado, aunque tantas veces nos relegue a ese mirar atrás que impide avanzar y aprisiona nuestros sentimientos. Hacer memoria de los difuntos rescata mucho más que el valor y su presencia tuvieron para cada uno de nosotros, es un hoy agradecido y es reconocimiento del amor que perdura. La memoria supone, por tanto, levar anclas, no lanzarlas para regresar y conservar lo que fue, es reencuentro en este camino que se nos ha encomendado continuar.
La memoria de nuestros difuntos tampoco es cosa de un día al año, esto lo sabemos, porque para aquellos que hemos querido, para quienes recordamos con cariño, no hay ecos que se van apagando poco a poco en la amplitud de los espacios, sino una permanente y constante cercanía, una voz, una imagen que no se extingue.
Nos dicen que la muerte es un ingrediente más de la vida, tal vez el más importante, pero bien sabemos que también el más amargo. Desde que nacemos nuestra vida cambia y se transforma, en acumulación sucesiva de pequeñas muertes, tejida de éxitos y fracasos, de encuentros y desencuentros. Nos define lo que somos, lo que construimos, pero en muchas ocasiones nos define más lo que no llegamos a ser. Y es así como vamos aprendiendo que la vida no es el ser, ni es lo inmóvil, como afirmaba Parménides, sino que es más un movimiento desigual e irregular, y por eso mismo lleno de nuevas formas y tonalidades, como el fluir de un río, el que imaginó Heráclito. En ese aprendizaje vamos aceptando que nuestra condición humana no cesa en su devenir, es permanente transformación. Esta es nuestra grandeza y nuestra miseria como seres finitos, el desafío es irlo comprendiendo.
Hacer memoria de quienes nos han precedido nos permite también sentirnos parte de la Iglesia que aguarda la resurrección. Participamos de la Pascua, y en el acontecimiento central de nuestra fe nos unimos a la vida plena de Cristo. Por eso mismo no se trata de un simple recuerdo, porque el recuerdo es un gesto de nostalgia, es más bien actualización y sacramento. Actualizamos los gestos, las palabras y la vida de aquellos que murieron, los seguimos reconociendo en cuanto gestos, palabras y vida que son sagrados para nosotros, como lo es la presencia resucitada de Jesucristo. No basta con el recuerdo, necesitamos hacer memoria de los difuntos para sabernos reconciliados con la vida que se transforma y que nos transforma.
Es cierto que nunca olvidamos a los difuntos que nos han sido más queridos, pero no podemos convertir esta memoria en un simple recordatorio, no basta con llevar flores a sus tumbas o con hacer una oración por su eterno descanso, porque aunque estos gestos sencillos nos ayuden a tenerlos presentes, lo que realmente nos pide nuestra fe es agradecer todas las tonalidades con las que vivieron su existencia, y saber descubrir en nosotros su reflejo.
Pero, aunque no olvidamos a nuestros difuntos, sabemos que hay muchos que yacen en lugares de olvido y desmemoria. Son los muertos que han siguen haciendo del Mediterráneo el mayor cementerio del planeta, los que mueren a bordo de cayucos intentando llegar al paraíso prometido, los que dejan la vida en Río Grande, los que mueren bajo las bombas en Ucrania, en Tierra Santa y en tantas otras guerras, olvidadas también. Sus seres queridos los lloran, a veces sin saber aún si han muerto, mientras nosotros parecemos habernos acostumbrado a coleccionar sus muertes en noticieros y diarios. También de todos ellos debemos hacer memoria, porque no podemos ser cómplices de este fracaso de la humanidad que es diferenciar clases, incluso en la muerte.
P. Pedro J. Huerta Nuño, OSST