"Alegraos y regocijaos, porque vuestra recompensa será grande en los cielos"
TODOS LOS SANTOS
Evangelio
San Mateo (5,1-12):
Viendo la muchedumbre, subió al monte, se sentó, y sus discípulos se le acercaron. Y tomando la palabra, les enseñaba diciendo: «Bienaventurados los pobres de espíritu, porque de ellos es el Reino de los Cielos. Bienaventurados los mansos, porque ellos poseerán en herencia la tierra. Bienaventurados los que lloran, porque ellos serán consolados. Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia, porque ellos serán saciados. Bienaventurados los misericordiosos, porque ellos alcanzarán misericordia. Bienaventurados los limpios de corazón, porque ellos verán a Dios. Bienaventurados los que trabajan por la paz, porque ellos serán llamados hijos de Dios. Bienaventurados los perseguidos por causa de la justicia, porque de ellos es el Reino de los Cielos. Bienaventurados seréis cuando os injurien, y os persigan y digan con mentira toda clase de mal contra vosotros por mi causa. Alegraos y regocijaos, porque vuestra recompensa será grande en los cielos; pues de la misma manera persiguieron a los profetas anteriores a vosotros.»
HOMILIA-1
Hoy celebramos la fiesta de Todos los Santos, la fiesta de esa "muchedumbre inmensa que nadie podría contar, de toda nación, razas, pueblos y lenguas", la fiesta de esa multitud que San Juan, en la visión del Apocalipsis, contemplaba "de pie delante del trono y del Cordero, vestidos con vestiduras blancas y con palmas en sus manos", para simbolizar el triunfo de su fidelidad a Cristo, pues ellos son "los que han lavado y blanqueado sus mantos en la sangre del Cordero".
Los santos son los que han unido su vida y su muerte a Cristo, y por eso participan ya de su mismo destino de gloria en el cielo. Ellos son los que, habiendo seguido a Cristo por el camino de las bienaventuranzas, han sido admitidos a la presencia y compañía de Dios mismo en la Jerusalén celeste; por eso en este día celebramos con alegría "la gloria de los mejores hijos de la Iglesia".
Hoy, al hacer memoria de todos los santos, reavivamos en nosotros la esperanza de la vida eterna y nos animamos y consolamos con ella en las dificultades y pruebas de esta vida. Porque en los santos "encontramos ejemplo y ayuda para nuestra debilidad". Ellos, con su estilo de vida evangélico y con sus obras llenas de amor a Dios y al prójimo, nos muestran el camino que conduce a la Patria; los santos además nos acompa¬ñan a nosotros en nuestro camino hacia la misma meta con su poderosa intercesión; es lo que hemos pedido en la oración: "concédenos, Señor, por esta multitud de intercesores la deseada abundancia de tu misericordia y tu perdón".
Hoy, en este día de Todos los Santos, celebramos con la Igle¬sia entera la fiesta del gozo y de la esperanza cristiana, esa esperanza de la que ya participan por la misericordia de Dios los santos, todos aquellos hermanos nuestros que han sido fieles al Señor durante su peregrinación por este mundo.
He aquí, en palabras de San Juan, el futuro y la esperanza de los cristianos: "Queridos hermanos: ahora somos ya hijos de Dios, pero aún no se ha manifestado lo que seremos. Sabemos que, cuando se manifieste, seremos semejantes a él, porque le veremos tal cual es". Nuestro destino es 'ver' a Dios que significa: entrar en el fondo inagotable de su misterio, participar de su misma vida inmortal, ser admitidos a su divina presencia en calidad de hijos. La visión de Dios es la meta de nuestra fe y el fin de nuestra esperanza. Entonces veremos con los ojos de Dios, seremos felices con la felicidad de Dios, viviremos por siempre en la luz y el gozo de la Trinidad eterna. Entonces "seremos semejantes a él, porque el veremos tal cual es". Ser semejantes a Dios: este es el final de nuestro camino, para eso fuimos creados, para vivir en Dios, para vivir de Dios por toda la eternidad. Esta es la vida de los Santos, la vida que nos aguarda al término de nuestra peregrinación por este mundo. "Ahora somos ya hijos de Dios, pero aún no se ha manifestado lo que seremos".
Pero el premio de esta esperanza que hoy celebramos, no se alcanza sin es¬fuerzo, sin lucha, sin compromiso. El Reino de Dios, meta y consumación de nuestra esperanza, no lo alcanzarán sino sólo aquellos que trabajan día a día por la paz, que son misericordiosos, que tienen hambre y sed de justicia, que hacen lo posible por aminorar los sufrimientos de los hermanos, que denuncian sin miedo las injusticias de los poderosos, que son fieles a Jesucristo a pesar de los desprecios y persecuciones.
En medio de un mundo sin apenas esperanza, marcado por el derrotismo y la resignación, la fiesta de Todos los Santos nos recuerda que el cristianismo es ante todo una gran esperanza: la esperanza de vivir para siempre junto a Dios en compañía de los santos, si es que en esta vida somos fieles al Evangelio de Jesús, expresado resumidamente en las bienaventuranzas, que son la Carta Magna del Reino de Dios, la Ley, con mayúscula, de todo cristiano que aspire a entrar un día, con todos los Santos, en la Patria del cielo.
José María de Miguel
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HOMILÍA-2
EXÉGESIS
Con este texto abre Mateo la enseñanza de Jesús a sus discípulos. El versículo inicial describe la situación, diferenciando cada uno de los momentos: Multitud, monte. Jesús sentado y discípulos. El resultado es un cuadro influenciado por el recuadro del Sermón, momento constituyente del Pueblo de Dios, monte por antonomasia. Jesús emerge en el papel de Yahvé confiriendo a Moisés las tablas de la Ley. Todas las bienaventuranzas, excepto la última, están en tercera persona: Así se abren a los discípulos de todos los tiempos. Mateo se fija más en las actitudes que Lucas: Bienaventurados los que tienen talante de pobre; bienaventurados los que tienen hambre de justicia. Mateo ahonda en el sentido literal. Estas bienaventuranzas no tienen su origen en las penalidades de la vida, sino en ser discípulo de Jesús. Este hecho lleva a adoptar unos comportamientos y unas actitudes de los que derivarán unas dificultades. La fuente es Dios que toma partido por el discípulo de Jesús.
Se habla de multitud, de gentío: Es la totalidad del reino de Israel. Auditorio de excepción, enseñanza de excepción y marco de excepción. Jesús sube al monte como Moisés: A éste le habló Dios, aquí es Jesús el que habla. El hombre –Dios va a formular la nueva alianza a los discípulos en presencia de la totalidad humana. Con Jesús todo es más cercano: La nueva montaña no está rodeada de un ambiente distante y temeroso. Todos suben con Él: Enfermos de todo tipo, endemoniados… gentes venidas de muchas partes, Galilea, la Decápolis… con ellos, “lo mejorcito de la casa”, Jesús está decidido a poner en marcha un nuevo pueblo.
HOMILÍA
• En la Solemnidad de todos los Santos se nos propone la reflexión sobre las bienaventuranzas. Son las felicitaciones de Jesús, que sirvieron de guía a los que ahora ya están plenificados por Dios en Cristo. Verdaderas felicitaciones gozosas. A los que optan por ellas, Jesús los felicita, porque previamente han aceptado el corazón nuevo que les ha dado el Padre. Han elegido el camino que permite el logro de la felicidad definitiva. A pesar de las dificultades, persecuciones serán –son– felices en esta tierra y recibirán la herencia eterna. Aunque parezca paradójico también son felices en esta tierra.
• Es una alternativa a la escala valores de hoy día: Contraste entre el tener –poder–placer y el ser –sufrir– servir. Amor contra egoísmo; realidad profunda frente a apariencia en lo exterior. Las bienaventuranzas traslucen las auténticas señas de identidad de quienes se han decidido por la fraternidad de los hijos y hermanos del Reino.
• “Dichosos los pobres de Espíritu”: Prioridad sobre el resto. Resumen y da el tono a las demás. Los que en los repliegues más íntimos de su conciencia se muestran religados a Dios y se apoyan en su gracia. Acogen los dones del Reino; estos dones son su tarjeta de visita. Las otras bienaventuranzas concretan su contenido. Son los que sufren, sin perder la alegría; lloran por oponerse a los poderes anti divinos del mundo y reciben el consuelo de Dios. Misericordiosos como su Padre Dios y de mirada limpia. Construyen la paz y no se arredran ante las persecuciones.
• Comentar las “bienaventuranzas” me produce “pudor”, “vergüenza”; porque no las entiendo prácticamente. No quiero ser de los que Cristo llama bienaventurados. Por eso me desconcierto, ¿Cómo es posible que Cristo dijera esto?
Todos los Santos: Las bienaventuranzas son la marca del Reino. A los que Jesús felicita, nos señalan el Norte, ahora y siempre.
Manuel Sendín García, osst.
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LOS DIFUNTOS
Evangelio
San Juan (14,1-6):
"No se turbe vuestro corazón: creed en Dios, creed también en Mí. En la casa de mi Padre hay muchas moradas; y si no, os lo habría dicho, puesto que voy a preparar lugar para vosotros. Y cuando me haya ido y os haya preparado el lugar, vendré otra vez y os tomaré junto a Mí, a fin de que donde Yo estoy, estéis vosotros también. Y del lugar adonde Yo voy, vosotros sabéis el camino". Díjole Tomás: "Señor, no sabemos adónde vas, ¿cómo, pues, sabremos el camino?" Jesús le replicó: "Soy Yo el camino, y la verdad, y la vida; nadie va al Padre, sino por Mí.
HOMILIA
"Hermanos: No queremos que ignoréis la suerte de los difuntos para que no os aflijáis como los hombres sin esperanza". Así empezaba el fragmento de la carta de san Pablo que hemos escuchado. "La suerte de los difuntos", ¿qué pasa con ellos? Esta es una pregunta fundamental que se hacen todos los hom¬bres. La experiencia de la muerte está ahí; es una realidad de cada día, de la que no podemos sustraernos. Todos sabemos que tenemos que morir, que la muerte es el destino final de la vida humana. A pesar de eso, es decir, a pesar de que la muerte es la certeza más segura, vivimos como si la muerte no nos hubiera de visitar nunca, como si los que han de morir fueran los demás. A la vera del camino van quedando otros, mientras nosotros continuamos viviendo y preguntándonos de vez en cuando por los que ya han muerto.
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A la pregunta por "la suerte de los difuntos" no hay más que dos clases de respuestas: o bien no hay ninguna "suerte", es decir, los muertos están bien muertos y punto; o bien su destino es la vida junto a Dios, si fueron fieles a El mien¬tras vivieron en este mundo. El pensamiento acerca de "la suerte de los difuntos" está íntimamente ligado a la fe en Dios, que la S. Escritura llama "Dios de vivos, no de muer¬tos". Para el que no cree en Dios, la cosa está resuelta de antemano: si Dios no existe, mucho menos existirá una vida después de la muerte, por tanto, de lo que se trata es de vivir esta vida, la única que hay, lo mejor posible y sacándo¬le el mayor provecho posible: "comamos y bebamos, que mañana moriremos", así caracteriza san Pablo la "filosofía" materia¬lista de los que se apuntan únicamente a esta vida: "su dios, el vientre; su gloria, sus vergüenzas. Sólo aspiran a cosas terrenas"(Fil 3,19). Ciertamente, también hay otros que, sin esperar otra vida, porque no han recibido el don de la fe, viven esta vida de una manera digna, más digna a veces que los que "esperamos la resurrección de los muertos y la vida del mundo futuro".
Sin embargo, el misterio de la muerte y la "suerte de los difuntos" sólo halla una respuesta adecuada desde la fe. Así nos enseña el Concilio Vaticano II: "Mientras toda imaginación fracasa ante la muer¬te, la Iglesia, aleccionada por la Revela¬ción divina, afirma que el hombre ha sido creado por Dios para un destino feliz situado más allá de las fronteras de la miseria terres¬tre. La fe cristiana enseña que la muerte corpo¬ral… será vencida cuando el omnipotente y misericordioso Salvador resti-tuya al hombre en la salvación perdida por el pecado… Ha sido Cristo resucitado el que ha ganado esta victoria para el hombre, liberándolo de la muerte con su propia muerte"(GS 18).
Los hombres sin esperanza, es decir, sin fe se afligen ante la muerte, porque todo termina irremisiblemente. Los que dicen que ellos se conforman con la nada proclaman a las claras el sinsentido de su vida. Y esto es todavía más triste. El Apóstol Pablo, en cambio, quiere que los creyentes miremos a la muerte con otros ojos, con otra cara: "Pues si creemos que Jesús ha muerto y resucitado, del mismo modo a los que han muerto en Jesús, Dios los llevará con El". El punto principal es la resurrección de Cristo, ella es la garantía de la resurrección de todos los demás, que hayan muerto en Jesús. Pablo no olvida este dato: morir todos tenemos que morir, lo importante es morir en Cristo Jesús, es decir, en su gracia y amistad.
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"La suerte de los difuntos" está en Dios; por la muerte tempo¬ral han entrado en la vida eterna de Dios. Como el grano de trigo que para dar fruto ha de ser enterrado y morir, así también nosotros, para alcanzar la vida sin fin hemos de pasar por el doloroso trance de la muerte: a la vida verdadera se pasa por la frontera del sepulcro. Pero lo verdaderamente impor¬tante es que cuando llamemos a su puerta, El nos abra; lo decisivo es que cuando venga el Esposo para invitarnos a entrar con El al banquete del Reino, nos encuentre preparados, con las lámparas encendidas, es decir, con la llama de la fe, la esperanza y la caridad iluminando nuestra vida y nuestra muerte.
Precisamente porque nosotros confiamos en que "la suerte de los difuntos" está en Dios, por eso mismo no sólo los recorda¬mos, sino que entramos en comunión con ellos, rezamos a Dios por ellos y ellos interceden por nosotros. Como nos enseña el Concilio Vaticano II: "la fe… ofrece la posibilidad de una comunión con nuestros queridos hermanos arrebatados por la muerte, dándonos la esperanza de que poseen ya en Dios la vida verdadera"(GS 18).
Esta comunión con nuestros difuntos alcanza su momento culmi¬nante cuando oramos a Dios por ellos en la Eucaristía; enton¬ces la Iglesia, mientras ofrece al Padre el sacrificio de Cristo presente sobre el altar, recuerda a los difuntos y reza especialmente por ellos. Y hay que decir que este rezar por los difuntos es un verdadero acto de fe, una confesión del Dios de vivos, a cuya misericordia confiamos nuestros difuntos con la esperanza de ser contados también nosotros en el número de los elegidos, de aquellos que entran con el Esposo al banquete de bodas del Reino, "donde esperamos gozar todos juntos de la plenitud eterna de tu gloria…, porque al con¬templarte como tú eres, Dios nuestro, seremos para siempre semejantes a ti y cantaremos eternamente tus alabanzas".
José María de Miguel