Dan 7,13-14; Sal 92; Ap 1,5-8; Jn 18,33-37
Celebramos este último domingo de noviembre a Jesucristo, Rey del Universo, y lo celebramos como conclusión del Año Litúrgico, para significar que, en él, en Jesucristo, todo tiene su origen y su consumación. Jesucristo es el resumen y la recapitulación de todo lo que celebramos durante el año; él es la realización de todas nuestras esperanzas. Jesucristo es la meta hacia la que nos dirigimos: él será nuestra gloria y nuestro premio.
Celebramos a Jesucristo, Rey del Universo: “Yo para esto he nacido y para esto he venido al mundo: para dar testimonio de la verdad. Todo el que es de la verdad escucha mi voz”. Pero ¿quién puede escuchar esa voz en una sociedad donde predomina el cultivo de la mentira y el desprecio de la verdad sobre Dios y sobre el hombre? Por eso los valores que configuran su Reino, entran en conflicto con los modos de hacer y de pensar de los que ejercen el poder. Es un choque inevitable. El Reino de Cristo, simbolizado en los grandes valores del Evangelio, siempre resultará incómodo para los que intentan construir este mundo de espaldas a Dios. Porque el Reino de Cristo no es para guardarlo en la sacristía; porque el Evangelio no es una palabra muerta; porque la fe cristiana no es un puro asunto privado que afecta sólo a las conciencias de los creyentes sin que tenga ninguna incidencia social. El Reino de Cristo es ofrecido como don y como gracia a los hombres, pero no para que lo guarden con siete cerrojos en su intimidad. El creyente es aquel que acoge el Reino de Cristo y entra a formar parte de él con todo su ser, con su conciencia y con sus comportamientos, con su vida familiar y social. La fe lo abarca todo y lo penetra todo. No somos cristianos en unas zonas de nuestra vida y en otras no; no somos creyentes en unos momentos de la vida y en otros no. Del Reino de Cristo no se puede ser ciudadanos a medias; no se puede compartir a medias el Evangelio. Jesucristo nos exige decisión y coherencia; no nos impone nada, pero una vez que acogemos su Reino en gozosa libertad, nos exige compromiso efectivo con lo que hemos elegido.
Jesucristo es Rey desde la Cruz, no desde las poltronas del poder; Jesucristo es Rey desde el servicio a los pobres y desheredados de este mundo; Jesucristo reina identificándose con los que pasan hambre y sed, con los emigrantes que nadie acoge, con los que carecen casa y vestido, con los enfermos y encarcelados. Es evidente que esta forma de ser Rey poco o nada tiene que ver con los principios que rigen las relaciones de poder de este mundo; por eso, el Reino de Cristo siempre resultará extraño, siempre será un punto de referencia crítico para los poderes de este mundo, porque los amos de este mundo quisieran un libro de los Evangelios cerrado, un Evangelio para la vida celestial que no moleste ni se meta en los asuntos que ellos desearían manejar a su antojo.
Pero eso es imposible, porque Jesucristo, el Hijo de Dios, se ha hecho hombre, ha tomado nuestra carne y sangre, se ha metido en nuestra historia; por eso la fe cristiana, el Reino de Cristo, no puede desentenderse de este mundo, no puede pasar por alto los atropellos de los valores morales que son los que protegen al hombre de su propia autodestrucción. El Evangelio es la palabra eterna que Cristo nos dejó a los hombres, es para esta vida, no para los ángeles, es para iluminar nuestro camino por el mundo mientras nos dirigimos a la meta final, que es Jesucristo, Rey del Universo.
Hoy celebramos los valores del Reino de Cristo: Reino de la verdad y la vida, donde no tiene cabida la mentira, la manipulación, la censura del bien y la bondad; donde la vida es defendida y protegida como el don más grande del amor de Dios; Reino de la santidad y la gracia, que nos asemeja a Dios y nos llama a alcanzar la perfección de nosotros mismos, porque es siendo santo como el hombre logra realizar el misterio de su propia humanidad; Reino de la justicia, el amor y la paz, como valores que crean fraternidad y solidaridad entre los hombres y los pueblos. Este es el Reino de Cristo que hoy celebramos, Reino que él inauguró desde el trono de la Cruz y nos lo confió a nosotros, sus discípulos, para que lo extendiésemos por el mundo con nuestra palabra y nuestro testimonio, con nuestra fidelidad al Evangelio manifestada en todos los ámbitos y momentos de nuestra vida.
Que la celebración de Jesucristo, Rey del Universo, afiance y fortalezca nuestra confianza en el tesoro inestimable de la fe cristiana que, aunque lo llevamos en vasijas de barro, es el don más grande y precioso que él nos ha dado, pues por este don hemos entrado a formar parte de su Reino con la esperanza de alcanzar un día la plena ciudadanía en el cielo.
José María de Miguel González, osst