Hace unos 20 años, una alumna me preguntó si me importaba quedar con ella para tomarnos un café. Pusimos fecha y nos citamos en la puerta del centro. Llegada la convocatoria, comenzamos a andar y me fue introduciendo en el tema que atravesaba su alma como una saeta. Anduvimos por la Avenida de Barcelona, dejamos atrás numerosas cafeterías, llegamos a la ribera del río Guadalquivir y seguimos andando hasta el puente nuevo. Una vez allí, dimos media vuelta y desandamos nuestros pasos. Durante el recorrido, no encontré el momento de intervenir en su narración. Mis aportaciones se limitaron a monosílabos y poco más. Una vez de regreso al punto de partida, sin habernos tomado ningún café, ella me miró, inundó sus ojos en lágrimas (que no quisieron salir) y me despidió con un “gracias” rotundo.
Esta experiencia, aparentemente simple, me dejó profundamente impactado.
En mis 28 cursos de docente se han repetido historias parecidas con protagonistas distintos, pero quizá en estos últimos años estamos experimentando en las aulas situaciones grupales y personales que están superando las pretéritas (o al menos esa es mi sensación).
La realidad que vivimos las familias, propiciada por la aceleración y el ritmo frenético que hemos puesto en la velocidad de crucero de nuestras vidas, no da espacio a la convivencia y al diálogo. Además, la galopante adicción a los dispositivos electrónicos fomenta la distancia y el individualismo. Así, la necesidad de los chicos y chicas de ser escuchados está creciendo exponencialmente y, lo que más me inquieta, es que la tipología de las preocupaciones de estos ha cambiado: de algún desamor, desentendimiento con los amigos o familia, problema de autoestima o dudas de futuro, etc… hemos pasado a hablar recurrentemente de conductas suicidas, autolesiones, acoso o de graves y numerosos problemas de convivencia en las familias.
Y ahí, en medio, nos encontramos los docentes.
En cierta ocasión, Freud aseguró que hay tres tareas imposibles: educar, gobernar y psicoanalizar.
¿Qué se espera de nosotros? ¿Estamos los docentes preparados para educar?
Etimológicamente educar proviene del latín educere “hacer salir, extraer, guiar,” o educare “formar, conducir, instruir”. Me quedo con educere. Para mí, el papel del maestro es sacar todo el talento del alumno que posee de forma innata para su pleno desarrollo. No se trata de conducir al alumno hacia las metas marcadas por el educador, sino servir de guía para extraer todo su potencial. Y para que seamos catalizadores de esa acción de “hacer salir” debemos ser capaces de escuchar activamente y acompañar, debemos ser capaces de estar junto a ellos en un camino en el que tendrán que crecer y para crecer, se ha de renunciar a lo que se es ahora en favor de la figura no decidida de lo que el alumno quiera ser.
Y aquí está la singularidad. Se espera de nosotros “poco menos que la perfección”. Debemos saber escuchar, ser personas intachables, sin nada que corregir, con conductas irreprochables, capaces de ayudar, serviciales, disponibles, sin una palabra fuera de lugar …
Como bien dice Fernando Sabater en su libro El valor de educar, “sin duda el esfuerzo por educar a nuestros hijos (alumnos) mejor de lo que nosotros fuimos educados encierra un punto paradójico, pues da por supuesto que nosotros – los deficientemente educados – seremos capaces de educar bien.” Los docentes tenemos nuestras miserias. Debemos asumir que podemos ser o no aceptados por ellas, y sin huir de nuestra realidad, como educadores tenemos el deber de estar al lado de los alumnos cuando nos necesiten.
Todo esto nos abruma. El tiempo nos devora. La responsabilidad de no ser capaces de estar a la altura, de sentirnos maestros, psicólogos, trabajadores sociales, detectives o expertos en leyes; la excesiva carga lectiva y burocrática; la falta de comprensión y colaboración de algunas familias; nuestra propia vida privada… Todo esto no debe ser óbice para que nuestros alumnos encuentren en nosotros un oasis de escucha, donde no tengan cabida frases que cierran la oportunidad de mejora (¡qué suerte hemos tenido los que hemos vivido eso!) y sí la mirada apreciativa donde, como decía Madre Mariana, “ayudemos a los jóvenes a olvidar los errores del pasado, a no mirar las limitaciones y dificultades del presente, pues no importa lo que han sido, sino lo que pueden llegar a ser”. En definitiva, ser capaces de ESTAR desde nuestra realidad y crear un ecosistema donde ellos puedan hacer salir y extraer lo mejor de cada uno.
Por cierto. ¿Quién se toma el café con nosotros?
Juanjo de la Torre Bellido
Director ESO Colegio Santísima Trinidad
Trinitarios de Córdoba