Estamos a treinta años de la Beatificación de Isabel Canori Mora. Beatificada en el año de la familia, el 24 de abril del 1994. Una esposa, madre y mística, modelo para todo cristiano. Su testimonio de vida nos muestra cómo es posible recorrer los caminos de la santidad en cada estado de vida. En la beata Isabel hallamos una apasionante fidelidad creativa capaz de transformar, acoger y abrazarlo todo para gloria de la Santísima Trinidad. San Juan Pablo II en su beatificación nos la presentó como ejemplo y guía segura para nuestros tiempos.
Nota biográfica
Nace en Roma el 21 de noviembre de 1774, es la penúltima de una familia profundamente cristiana. A partir de los cinco años frecuenta el colegio de Santa Eufemia. De los 11 a los 14 años estudia con las Agustinas de Casia, en el colegio de Santa Rita. A los 8 años había sido confirmada en San Pedro del Vaticano. En Casia recibe la primera comunión y goza de una fuerte experiencia de Dios, referencia luminosa para toda su vida.
De vuelta a Roma, vive en la familia siguiendo las costumbres de las jóvenes de su rango. A los 21 años se casa con el hijo del famoso y rico doctor Mora. El matrimonio se celebró en la Iglesia donde Isabel había sido bautizada con los nombres de María Isabel Cecilia Gertrudis. Era el 10 de enero de 1796. Isabel es una joven elegante. Cristóbal, su marido, es un joven apuesto que ha hecho una brillante carrera de leyes.
La esposa radiante
Ya desde los primeros tiempos de matrimonio viven en un lujoso apartamento del palacio Vespignani. Isabel no tiene que dedicarse a ningún trabajo casero, para eso está la servidumbre, es la idea de Cristóbal. Los padres de Isabel, Tomás y Teresa, vienen con frecuencia a visitar a la hija. Pronto estas visitas dejarán de ser del agrado de su marido. Participan en las fiestas de sociedad, él la quiere ver con sus mejores trajes y joyas, pero cuando vuelven a casa todo son quejas por causa de los celos.
Muy pronto Cristóbal comienza a relacionarse con una amante que lo domina y lo lleva a la ruina, también, económicamente. Los acreedores reiteradamente llaman a la puerta e Isabel, para cubrir el nombre del marido ante la familia llega a vender sus mejores joyas. En estas condiciones, era un lujo seguir en el palacio Vespignani y tienen que irse a vivir a casa de los Mora. Era el año 1800. Se les cede el tercer piso. En 1799 había nacido su hija Mariana y en el 1801 nace Lucina. Por este tiempo Isabel sufre una grave enfermedad, tanto que llaman al Padre Pizzi (Jesuita) para prepararla a bien morir. Este Padre sería después su director espiritual. La curación se interpreta como una gracia especial y desde entonces se abren nuevos horizontes en su vida.
En aquella casa viven también las hermanas de Cristóbal y otras dos tías, hermanas de su madre, que consideran a Isabel como una intrusa. Le culpan de los derroteros del marido y comienzan a llamarla ‘beata’, incapaz de ser buena esposa y madre.
Los negocios del marido
Los negocios de Cristóbal van de mal en peor. Ahora se ha metido a comprar viñas y ganados en sociedad con su amante. Un día del 1803 se presentan en casa los ejecutores de la sentencia de secuestro dada por los tribunales. Todos la acusan de lo sucedido e Isabel toma sobre sí la responsabilidad. Le tocará vender hasta su rico vestido de bodas. De acuerdo con la madre de Cristóbal, la cual quiere evitar, a toda costa, que se entere su marido, el doctor Mora, hombre de gran rectitud moral, idean un plan para levantar el secuestro. Visita a los acreedores, pagando parte de la deuda y pidiendo tiempo para pagar lo que faltaba. Se nos dice que parecía una experta en leyes. Sabemos que estas visitas las hizo vestida como una pobre, bajo su toquilla apretaba un crucifijo y meditaba la Pasión.
Ya en la ruina, se les niega el tercer piso de la casa, y se les concede una sola habitación, que además es lugar de paso. Isabel había tomado la costumbre de rezar mientras esperaba la vuelta de su marido a las altas horas de la noche. Necesitaba un lugar reservado y la señora Águeda, su suegra, con la que solía entenderse también para visitar y ayudar a los pobres del barrio, le concede un cuarto trastero cercano a la habitación.
A partir de ahora vestirá siempre como una pobre y en la casa le encargarán los trabajos más humildes. Por otra parte se ve favorecida con dones espirituales, su confesor le llega a permitir la comunión diaria. Ama contemplar los misterios de la Pasión, en este tiempo es el Getsemaní el lugar de encuentro para Isabel. La vida cotidiana le lleva de sorpresa en sorpresa hacia el Calvario.
“Dios hace concurrir todas las cosas para el bien” (Rm 8, 28)
Acontece que el doctor Mora descubre que le faltan dineros de sus ahorros. Son los que en secreto su mujer había sacado para ayudar a levantar la sentencia del secuestro. Al saber de la doble vida de su hijo se unió al coro de voces contra Isabel, acusándola de no saber atraer al marido. Es entonces cuando todos juntos traman encerrarla en el correccional para prostitutas y adúlteras, el monasterio de la Scaletta, y quitarle las hijas. Se evitò, ya estando de camino, por la oposición de Cristóbal. Ella acogía de la mano de Dios estas pruebas. Todo le servía para crecer en el amor, pues sabe que “Dios hace concurrir todas las cosas, para el bien de los que le aman” (Rm 8, 28). Cristóbal es obligado por sus familiares a expiar sus desmanes. Él cree que es una trama de Isabel, y llega a querer matarla si no le firma un documento en el que reconocía el derecho de visitar a su amante, en cuanto cliente como abogado. No cede ante tales amenazas.
Ya por este tiempo 1806 se lee entre sus propósitos: “Huir toda palabra contraria a la caridad…; no decir palabras que muestren resentimiento”. Pedía por la salvación de la amante de Cristóbal y llegará a manifestar su deseo de estar junto a ella en el Paraíso.
Consagrada como Terciaria Trinitaria
En su última enfermedad es Isabel la que atiende con grande cariño al doctor Francisco Mora. A su muerte cambian de casa, comienzan a vivir en Via Rasella, a pocos pasos de San Carlino. Era el año 1812. Ya desde el 1807 tenía como confesor al Padre Fernando de San Luis, trinitario. Se había consagrado como terciaria trinitaria en 1809 tomando el nombre de Giovanna-Felice de la Santísima Trinidad. Un nombre que desde entonces quiso hacerlo programa de su vida. Tres santos reconocidos se dan cita entre aquellos terciarios de San Carlino, Vicente Pallotti, Ana María Taigi e Isabel Canori Mora. Y según nos cuenta en su autobiografía, en el 1819 tuvieron la gracia de participar en los actos de la beatificación de Juan Bautista de la Concepción.
Cuida con grande esmero la edución de sus hijas. Lucina es la confidente de su madre y va madurando la vocación religiosa; Mariana, siente la llamada al matrimonio y con todo lo que oye de sus familiares necesita que su madre le infunda esperanza. Fue un gran dolor para Isabel cuando, en una ocasión, poco más que adolescentes, estuvieron apunto de caer en una trampa urdida por dos suboficiales del cercano acuartelamiento, pero ella logró providencialmente deshacer el engaño. Mariana y Lucina no olvidarán nunca este disgusto dado a la madre.
Cristóbal se había hecho miembro de un grupo de la masonería que complotaba contra la Iglesia. Isabel le habla claro sobre los peligros que corre en aquella secta, y según los testimonios del proceso ella misma una vez lo librò de un atentado mortal. Pero ella avanza por los caminos de la santidad sirviéndose de todos los avatares humanos. Trabaja para mantener a las hijas, plancha, cose para otras familias; asiste a los pobres y mantiene la oración continua.
Renueva sus votos en la fiesta de la Trinidad
Todos los años renueva sus votos y propósitos el día de la Santísima Trinidad. Cada año los enriquece con nuevos compromisos que iluminan el sendero de su ascensión de virtud en virtud. A través de la humildad ha logrado un profundo conocimiento de sí. En sus propósitos manifiesta una exquisita caridad. Se ofrece como víctima de amor a la Trinidad Santa, por la Iglesia y por la pureza de la fe: “…mi prójimo será siempre alabado, estimado, excusado en todas sus acciones… Propongo estar siempre ante la Santísima Trinidad y confiar plenamente en su divina providencia… a este Dios Trino y Uno es al que yo he jurado y juro toda mi fidelidad, y que yo amo sobre todas las cosas… Propongo morir a mi misma, para vivir una vida en todo semejante a la de mi Señor Jesucristo… deseando ser por medio de su santa gracia una verdadera imagen de mi amantísimo Jesús Crucificado. Con este objeto sello este folio con el voto de lo más perfecto”.
Todos sus votos y propósitos son aprobados por su director espiritual. Ella ratificará diariamente estos sentimientos. Su especial devoción a Jesús Nazareno, del cual conserva en su casa una pequeña imagen, accarrea innumerables favores al pueblo cristiano que acude a ella para que interceda por sus necesidades.
El Padre Fernando nos dice que Isabel tenía también un débil por los pobres, a los que solía socorrer cuando venían a su casa o yéndoles al encuentro. Él mismo nos cuenta de una anciana que llegó a su casa cuando estaba enferma y le dio para hecerse un vestido y le pidió que volviera para verla antes de morir con su vestido nuevo. Cuando Isabel la vio de nuevo exclamó: “ahora puedo morir en paz”. Poco después en brazos de Lucina y Mariana, vestida con el hábito trinitario, como en un éxtasis entró en la gloria de la Santa Trinidad. Era el 5 de febrero de 1825. “¡Oh querida muerte, ven y dame la vida, la posesión de mi Eterno Amor!”. Con esta exclamación pocos días antes de su muerte cerraba su manuscrito, su precioso Diario, un tesoro de inmenso valor.
El fecundo árbol de la santidad
Los efectos de la santidad de Isabel se dejaron sentir con fuerza en la vida de su ‘amadísimo consorte’, como siempre le dice en sus cartas. Los compañeros de Cristóbal no lo pueden creer, cuando oyen que en aquel Año santo 1825, participaba en las procesiones de la Cruz vestido de penitente. Cuentan de él que llevaba un retrato de Isabel dentro de su sombrero, y que mientras rezaba en los ángulos oscuros de las iglesias, solía poner delante de él su sombrero boca arriba para contemplar continuamente el retrato. Aquel mismo año se inscribe en la tercera Orden trinitaria, y a la muerte de su hija Mariana, que se había casado y tenía un hermoso niño, entra en los franciscanos conventuales. Era el año 1834. Muere santamente como religioso-sacerdote de dicha Orden el 8 de septiembre 1845. La conversión y la santificación de su marido es la ‘obra maestra’ de Isabel. Lucina llegó a ser Madre Priora de las Oblatas de San Felipe Neri, nunca quiso desprenderse del Jesús Nazareno venerado por su santa madre.
En uno de sus sueños de futuro escribe Isabel: “Fue entonces renovada la Iglesia según el espíritu del Evangelio, los Ódenes religiosas volvieron al espíritu de sus fundadores, y todas las casas cristianas estaban regidas por el amor de Dios y del prójimo”. La Beata Isabel Canori Mora, al momento de consagrarse en la Orden Trinitaria Secular tomó el nombre de Juana-Félix de la Santísima Trinidad, un nombre y una vida que apunta a nuestros Santos Padres Juan y Félix paladines del Gloria a ti Trinidad y a los Cautivos libertad.
P. Isidoro Murciego Murciego, osst