LECTURAS
Lectura del libro del Deuteronomio (6,2-6):
En aquellos días, habló Moisés al pueblo, diciendo: «Teme al Señor, tu Dios, guardando todos sus mandatos y preceptos que te manda, tú, tus hijos y tus nietos, mientras viváis; así prolongarás tu vida. Escúchalo, Israel, y ponlo por obra, para que te vaya bien y crezcas en número. Ya te dijo el Señor, Dios de tus padres: «Es una tierra que mana leche y miel.» Escucha, Israel: El Señor, nuestro Dios, es solamente uno. Amarás al Señor, tu Dios, con todo el corazón, con toda el alma, con todas las fuerzas. Las palabras que hoy te digo quedarán en tu memoria.»
Salmo
Sal 17
R/. Yo te amo, Señor; tú eres mi fortaleza.
Yo te amo, Señor; tú eres mi fortaleza;
Señor, mi roca, mi alcázar, mi libertador. R/.
Dios mío, peña mía, refugio mío, escudo mío,
mi fuerza salvadora, mi baluarte.
Invoco al Señor de mi alabanza
y quedo libre de mis enemigos. R/.
Viva el Señor, bendita sea mi Roca,
sea ensalzado mi Dios y Salvador.
Tú diste gran victoria a tu rey,
tuviste misericordia de tu Ungido. R/.
Segunda lectura
Lectura de la carta a los Hebreos (7,23-28):
Ha habido multitud de sacerdotes del antiguo testamento, porque la muerte les impedía permanecer; como éste, en cambio, permanece para siempre, tiene el sacerdocio que no pasa. De ahí que puede salvar definitivamente a los que por medio de él se acercan a Dios, porque vive siempre para interceder en su favor. Y tal convenía que fuese nuestro sumo sacerdote: santo, inocente, sin mancha, separado de los pecadores y encumbrado sobre el cielo. Él no necesita ofrecer sacrificios cada día «como los sumos sacerdotes, que ofrecían primero por los propios pecados, después por los del pueblo,» porque lo hizo de una vez para siempre, ofreciéndose a sí mismo. En efecto, la Ley hace a los hombres sumos sacerdotes llenos de debilidades. En cambio, las palabras del juramento, posterior a la Ley, consagran al Hijo, perfecto para siempre.
Lectura del santo evangelio según san Marcos (12,28b-34):
En aquel tiempo, un escriba se acercó a Jesús y le preguntó: «¿Qué mandamiento es el primero de todos?»
Respondió Jesús: «El primero es: «Escucha, Israel, el Señor, nuestro Dios, es el único Señor: amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente, con todo tu ser.» El segundo es éste: «Amarás a tu prójimo como a ti mismo.» No hay mandamiento mayor que éstos.»
El escriba replicó: «Muy bien, Maestro, tienes razón cuando dices que el Señor es uno solo y no hay otro fuera de él; y que amarlo con todo el corazón, con todo el entendimiento y con todo el ser, y amar al prójimo como a uno mismo vale más que todos los holocaustos y sacrificios.»
Jesús, viendo que había respondido sensatamente, le dijo: «No estás lejos del reino de Dios.» Y nadie se atrevió a hacerle más preguntas.
HOMILIAS- I
Exégesis: Marcos 12, 28b-34.
El diálogo entre el escriba y Jesús tiene carácter positivo. El escriba pone en evidencia la mala intención de fariseos y saduceos. La oposición no se basa en diferencia de principios teológicos, están de acuerdo en lo fundamental, sino en las malas disposiciones internas. Por eso, desenmascarados, los enemigos de Jesús, ya no se atreven a hacer más preguntas.
El escriba pregunta por el primero de los 613 preceptos del AT. La respuesta de Jesús cita la Shemá: «Escucha, Israel , el Señor, nuestro Señor, es solamente uno…» (Dt 6, 4-6), y añade: «Amarás a tu prójimo como a ti mismo» (Lv. 19, 18). Eran textos conocidos por los judíos. No los «inventó» el divino nazareno. Los cumplió como ninguno y los unió. En el Shemá Israel estaba lo más decisivo del ser judío, la entraña misma de la fe, lo más granado e insustituible de su credo. El amor al prójimo es una perla del Levítico, pero era un precepto perdido entre los muchos deberes, ritos, purificaciones, sanciones y castigos existentes en sus páginas.
La originalidad de Jesús consiste en haber unido, por primera vez, la teoría y la praxis hasta hacerlos un único mandamiento. Ciertamente no es lo mismo amar a Dios que amar al prójimo, pero ambas realidades se implican: no se puede amar a Dios sin amar al prójimo y no se puede amar de verdad al prójimo sin haber tenido antes experiencia de amor de Dios y a Dios. ¿Por qué fracasan tantos planes de ayuda humanitaria? También al escriba, que no estaba lejos del Reino de Dios, le faltaba la referencia a Jesús.
Amar a Dios: reconocer su soberanía absoluta, aceptar su voluntad, como camino de plenitud. Adorar su divinidad
exclusivamente sin ídolos, hechuras de las manos de los hombres. Dios como valor supremo y mantener con Él una cálida relación filial, humilde y sencilla. Amar al prójimo: reconocer su individualidad y dignidad, mantener encuentros mutuos, compartir vida, bienes, afectos; ejercitar sin desmayo el perdón, incluso con el enemigo. Y sobre todo, tener la mirada limpia. El prójimo no es un competidor, es un hermano. Cuanto más humanos, más divinos, y, cuanto más divinos, más humanos.
Comentario
Del «credo israelita» al «credo cristiano».
Escucha, Israel: era un mensaje transmitido de padres a hijos. Israel lo recordaba siempre en la oración y en la vida; para no olvidarlo lo escribía en los vestidos, en las muñequeras o en las jambas de sus puertas. Este «credo» empieza con «Escucha, Israel». Lo que Israel tiene que escuchar es el primer mandamiento de la ley: «El Señor, nuestro Dios, es únicamente uno…». ¿Por qué hay que amar a Dios así? No se trata de un imperativo de un Señor caprichoso que impone obligaciones. La razón es el agradecimiento: «Yo te saqué de Egipto. Te liberé cuando eras esclavo y te llevé a la tierra que te había prometido». Por tanto, Dios te amó primero; el mandamiento de amarle es un amor de respuesta, brota del agradecimiento.
Jesús potencia y amplía el «credo israelita». Jesús, el Dios al que hay que amar con todo el corazón no es sólo Señor, sino también Padre. Sus dichos y su vida proclaman que Dios no sólo es nuestra roca, es también nuestro Padre. Por eso, cuando te diriges a ese Dios, dices: «Padre nuestro». Dios, nuestro padre, nos amó primero y nuestro amor es amor de respuesta, de agradecimiento.
Jesús amplía también el «credo israelita». El escriba pregunta por un solo mandamiento, pero Jesús añade, por su cuenta, un segundo mandamiento: «Amarás a tu prójimo…». La novedad es que une
los dos mandamientos, englobándolos en uno. Por tanto, el amor a Dios, Padre, y el amor a sus hijos es un mandamiento total con dos vertientes. Desunir estos dos mandamientos es desnaturalizarlos. Es decir: «sin nuestro no hay Padre». Así se decía en la Iglesia antigua.
Así nos dice Jesús cómo podemos responder a este amor primero de Dios Padre. En el prójimo, nuestro hermano. Ese amor al hermano es el mejor culto que podemos darle a Dios (mejor que los holocaustos y sacrificios) como dirá el Maestro de la ley. Para Jesús ha respondido sensatamente y «no está lejos del Reino de Dios». En efecto, el que ha comprendido que a Dios Padre se le encuentra en sus hijos, nuestros prójimos y hermanos, está ya dentro de la dinámica del Reino. Así reza el «credo israelita» en el «credo cristiano»: «Escucha, cristiano: El Señor, que es tu Padre, es solamente uno. Te dejarás amar por Él con todo tu corazón. Responderás a ese amor de agradecimiento amando al prójimo que es hijo de Dios y hermano tuyo».
Manuel Sendín, O.SS.T.
HOMILIAS- II
El precepto del amor
Con frecuencia se tiene una idea errónea de los mandamientos de Dios, como si fueran causa y raíz de nuestra infelicidad, como si Dios los hubiera dictado para tenernos sometidos y controlados. Nada más lejos de la realidad. Los mandamientos son fuente de vida, no de muerte. Así aparecen en boca de Moisés: guarda “todos los mandatos y preceptos que te manda el Señor… y así prolongarás tu vida… Ponlos por obra para que te vaya bien”. ¿Cómo nos va a mandar el Señor algo que nos perjudique? Dios quiere siempre nuestro bien, nuestra felicidad, pues somos hijos suyos, hechura suya, obra de sus manos. Por medio de los mandamientos Dios quiere hacernos verdaderamente felices, conducirnos hacia la vida que es él mismo.
- Amor de totalidad
Después de escuchar las palabras de Moisés, en la primera lectura, y de Jesús, en el Evangelio, podemos preguntarnos: ¿por qué tenemos que amar nosotros a Dios?; ¿por qué tenemos que amar al prójimo? Como se trata de preguntas importantes, vamos a dedicar esta breve reflexión a buscar una respuesta, siguiendo los textos bíblicos que se nos han proclamado. En primer lugar, ¿por qué tenemos que amar nosotros a Dios? Más aún, ¿por qué se nos manda amarlo “con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente, con todo tu ser”? El amor que nos pide Dios es total y exclusivo; no nos manda que le demos ‘algo’ de nuestro amor, sino que le amemos con todo nuestro ser. La razón o motivo que da la Sagrada Escritura para exigir de nosotros una entrega semejante es este: porque “el Señor nuestro Dios es el único Señor”, porque “el Señor nuestro Dios es solamente uno”. Un solo Dios, uno solo Señor: esta es la afirmación central de nuestra fe. Para el que cree, Dios es el único valor verdaderamente absoluto. Ahora bien, el amor es lo más grande que tiene el hombre, es aquella fuerza interior que mueve nuestra existencia, que nos eleva por encima de todo lo creado, que nos asemeja a Dios, que es Amor. ¿A quién entregará el hombre su amor, que es lo mismo que decir su persona, su existencia, el sentido de su vida y de su muerte? ¿A quién confiará su ansia –nunca satisfecha plenamente- de felicidad y de sentido? ¿A quién? Nada ni nadie de este mundo puede colmar el corazón humano, salvo Dios, porque –como bien sabía san Agustín- “nos hiciste, Señor, para ti y nuestro corazón anda inquieto hasta que no descanse en ti”. Nadie, ni el esposo, ni la esposa, ni los hijos, ni los padres, puede reclamar la entrega radical y sin reservas de todo nuestro ser; sólo Dios puede exigirnos que le amemos con toda el alma, con todas nuestras fuerzas, porque él es el único Señor. No hay más ‘señores’ que puedan reclamar nuestro amor, nuestra entrega incondicional.
- Amor desviado
Pero lo cierto es que entre nosotros y Dios se interponen, con frecuencia, otros señores, otros dioses, que nos exigen culto y amor, a veces con tanta fuerza que desviamos el amor debido al único Dios hacia los ídolos que nosotros mismos nos fabricamos. Los ‘señores’ de este mundo exigen culto revistiéndolo de todo tipo de atractivos, y por eso el culto al poder, al éxito, a la fama, al dinero y al sexo, es el que más seguidores tiene y más fervor despierta en mucha gente. Pero los ídolos ocupan el corazón humano desgarrándolo en mil amores contrarios e insatisfactorios. Si el amor a Dios nos hace verdaderamente libres, como lo prueba la vida de los santos, el amor a los ídolos nos somete y esclaviza con las ataduras de la opinión pública, que nos dicta lo que hemos de pensar, decir y hacer, con las exigencia implacables de la moda para que estar al día, para aparentar lo que no somos ni tenemos. Así, pues, a la pregunta ‘¿por qué tenemos que amar a Dios?’, hemos de responder, porque él es el único Señor que no trata de apoderarse de nosotros, de dominarnos, de sojuzgarnos, antes al contrario, en el amor a Dios el hombre se siente plenamente libre, en paz y feliz. Dios no quita nada al hombre, cuando le pide su amor, más bien nos llena de sí, nos plenifica y sacia todos nuestros deseos, porque cuando nosotros nos entregamos a Dios, él nos comunica su propia vida divina. Dios no se queda con nuestro amor: nos lo devuelve transformado y engrandecido por él, que es Amor.
- Amor demostrado
La otra cuestión que plantean las lecturas de hoy suena así: ‘¿por qué tenemos que amar al prójimo?’. A la vista de lo que hemos dicho, parecería que el amor a Dios con todo nuestro ser excluye el amor al prójimo. Para evitar este malentendido, Jesús insiste una y otra vez en que el camino hacia Dios pasa por el prójimo. En cierto modo, el prójimo es el ‘sacramento’ de Dios, o sea, el signo viviente de su presencia, de tal manera que “nadie puede decir que ama a Dios, a quien no ve, si no ama al prójimo a quien ve”. Esta es la prueba de la autenticidad de nuestro amor a Dios. Por eso los dos mandamientos principales de la Ley son inseparables, en realidad, son un único mandamiento: “No hay mandamiento mayor que éstos”; y por eso el culto litúrgico a Dios carece de valor si no va precedido y acompañado por un auténtico servicio de caridad hacia el prójimo necesitado, pues “amar al prójimo como a uno mismo vale más que todos los holocaustos y sacrificios”. En el prójimo amamos a Dios, y esto es amarse a sí mismo, porque buscamos nuestro bien y nuestra felicidad cuando amamos a Dios en el enfermo, en el pobre, en los que carecen de techo y pan. Si esto lo tenemos claro y lo practicamos, también nosotros podremos escuchar aquella respuesta de Jesús al letrado: “No estás lejos del Reino de Dios”.
El amor a Dios e inseparablemente el amor al prójimo sólo es posible si nos apoyamos en Jesús, porque “por medio de él podemos acercarnos a Dios, porque vive siempre para interceder en nuestro favor”. En la Eucaristía él, sumo y único sacerdote “santo, inocente, sin mancha, separado de los pecadores y encumbrado sobre el cielo”, actualiza su sacrificio ofrecido una vez para siempre sobre el altar de la cruz. En la Eucaristía él intercede por nosotros y nos acerca a Dios.
José María de Miguel González OSST