Lecturas del Domingo 5º de Cuaresma – Ciclo B
Domingo, 17 de marzo de 2024
LECTURAS
Primera lectura
Lectura del profeta Jeremías (31,31-34):
Mirad que llegan días –oráculo del Señor– en que haré con la casa de Israel y la casa de Judá una alianza nueva. No como la alianza que hice con sus padres, cuando los tomé de la mano para sacarlos de Egipto: ellos quebrantaron mi alianza, aunque yo era su Señor –oráculo del Señor–. Sino que así será la alianza que haré con ellos, después de aquellos días –oráculo del Señor–: Meteré mi ley en su pecho, la escribiré en sus corazones; yo seré su Dios, y ellos serán mi pueblo. Y no tendrá que enseñar uno a su prójimo, el otro a su hermano, diciendo: «Reconoce al Señor.» Porque todos me conocerán, desde el pequeño al grande –oráculo del Señor–, cuando perdone sus crímenes y no recuerde sus pecados.
Salmo 50
R/. Oh Dios, crea en mí un corazón puro
Misericordia, Dios mío, por tu bondad,
por tu inmensa compasión borra mi culpa;
lava del todo mi delito,
limpia mi pecado. R/.
Oh Dios, crea en mí un corazón puro,
renuévame por dentro con espíritu firme;
no me arrojes lejos de tu rostro,
no me quites tu santo espíritu. R/.
Devuélveme la alegría de tu salvación,
afiánzame con espíritu generoso:
enseñaré a los malvados tus caminos,
los pecadores volverán a ti. R/.
Segunda lectura
Lectura de la carta a los Hebreos (5,7-9):
Cristo, en los días de su vida mortal, a gritos y con lágrimas, presentó oraciones y súplicas al que podía salvarlo de la muerte, cuando es su angustia fue escuchado. Él, a pesar de ser Hijo, aprendió, sufriendo, a obedecer. Y, llevado a la consumación, se ha convertido para todos los que le obedecen en autor de salvación eterna.
Lectura del santo evangelio según san Juan (12,20-33):
En aquel tiempo, entre los que habían venido a celebrar la fiesta había algunos griegos; éstos, acercándose a Felipe, el de Betsaida de Galilea, le rogaban: «Señor, quisiéramos ver a Jesús.»
Felipe fue a decírselo a Andrés; y Andrés y Felipe fueron a decírselo a Jesús.
Jesús les contestó: «Ha llegado la hora de que sea glorificado el Hijo del hombre. Os aseguro que si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo; pero si muere, da mucho fruto. El que se ama a sí mismo se pierde, y el que se aborrece a sí mismo en este. mundo se guardará para la vida eterna. El que quiera servirme, que me siga, y donde esté yo, allí también estará mi servidor; a quien me sirva, el Padre lo premiará. Ahora mi alma está agitada, y ¿qué diré?: Padre, líbrame de esta hora. Pero si por esto he venido, para esta hora. Padre, glorifica tu nombre.»
Entonces vino una voz del cielo: «Lo he glorificado y volveré a glorificarlo.»
La gente que estaba allí y lo oyó decía que había sido un trueno; otros decían que le había hablado un ángel.
Jesús tomó la palabra y dijo: «Esta voz no ha venido por mí, sino por vosotros. Ahora va a ser juzgado el mundo; ahora el Príncipe de este mundo va a ser echado fuera. Y cuando yo sea elevado sobre la tierra atraeré a todos hacia mí.»
Esto lo decía dando a entender la muerte de que iba a morir.
HOMILIA I
EXEGÉSIS
Este texto nos presenta dos partes definidas y conexionadas mediante las palabras claves “muerte” y “glorificación”.
Jesús y los griegos. Este episodio de los griegos que buscan a Jesús sólo aparece en el cuarto evangelio y tiene un marcado carácter eclesiológico reflejando la situación del primer cristianismo. Es un grupo de prosélitos de la diáspora, participante de la fiesta de Pascua que se encuentra con el grupo de Jesús después de la entrada triunfal en Jerusalén. Solicita a Felipe el poder hablar con Jesús. Juntamente con Andrés (los dos tienen nombre griego) se lo comunican a Jesús. Éste les contesta con una declaración que no tiene aparentemente relación con la petición: “Ha llegado la hora…” Jesús proclama que ha llegado la hora anunciada de la glorificación, es decir, de su muerte y resurrección: Morir para resucitar, perder la vida para ganarla, como el grano de trigo.
“Mi espíritu está agitado. ¿Que mi Padre me libre de este trance?” No. Así adelanta la agonía de Jesús en Getsemaní al día de su entrada triunfal, separándola del relato de la Pasión donde tiene su encaje histórico. En la Pasión que Juan nos presenta, Jesús es dueño de la situación. Camina hacia la Cruz, absolutamente libre en fidelidad inquebrantable al Padre. Jesús es el Señor con autoridad el Kyrios, rodeado de un halo de serenidad y de gloria, con un talante mayestático.
Fíjate en Jesús como dueño de sí mismo: – A los que le van a prender les dice: “Yo soy” y los hace caer por el suelo.- Ante Pilatos no se sabe quién es el juez: Si Jesús o la autoridad romana. – La marcha hacia el calvario es la entronización: La Cruz es el trono. Su realeza universal se subraya en el título de Rey en tres lenguas.- La voz del cielo “lo he glorificado”, equivalente al Bautismo y la Trasfiguración, equivale a la hora de la glorificación.
REFLEXIÓN
Aunque Juan no narre el episodio de Getsemaní conoce la tradición profundamente arraigada y que cuentan los sinópticos. Por eso traslada aquí algunos de los rasgos del huerto: La agitación de Jesús (turbación); su oración (“Padre, líbrame de esta hora”); la voz de Dios (“lo he glorificado”); el ángel confortador (“le ha hablado un ángel”). En esta hora triunfa el plan de obediencia a la voluntad de Dios, expresado en la impactante imagen del grano de trigo que, para dar fruto, tiene que enterrarse y morir. Para Juan, la hora no es la de un horrendo sufrimiento, sino la de la elevación del Hijo del Hombre que atraerá a todos hacia sí.
En este Getsemaní de Juan se nos recuerda que la gloria de Dios es su amor solidario que lo atrae todo hacia sí. En este juicio el que parece ser juzgado es el verdadero juez. El amor crucificado y glorificado condena al Príncipe de este mundo, pues el Amor vence al mundo. Quizá nos pasa como a los griegos que querían ver a Jesús. les movía el deseo de conocer al Jesús “Vistoso”, el de los milagros y curaciones, el que atraía multitudes. Pero se encontraron con Jesús que se autodefinía como grano de trigo que muere para dar vida. Le invita a vivir desviviéndonos. No se trata de verme, sino de seguirme, pues es el seguimiento donde se me ve.
Acercar la hora de Jesús a mi propia hora. es la hora de la Pasión, del grano de trigo de la dolorosa sementera. Donde parece que todo se acaba, desde la inmensa soledad de la Cruz, surge la Hora de la glorificación. No hay gestos perdidos, ninguna invención en el Amor se pierde. Perdió su vida para ganarla, la suya y la nuestra. No se puede engendrar vida sin dar la propia vida. no se hace vivir a los demás sin desvivirse. Desde la Cruz de Jesús, desde su Hora, ningún grano de trigo hundido en la tierra es inútil: La Cruz es nuestra hora, la hora de Jesús.
Manuel Sendín, O.SS.T.
HOMILIA II
LA HORA DE LA GLORIFICACIÓN
Nos acercamos ya a los días santos en que vamos a celebrar, un año más, los misterios centrales de nuestra salvación, la muerte y la resurrección del Señor. Dentro de una semana conmemoraremos la entrada de Jesús en Jerusalén, el domingo de Ramos, con el que comienza la Semana Santa. El Señor nos invita a recorrer con él el camino de la cruz, no como meros espectadores, sino como seguidores suyos, como discípulos que tratan de identificarse con su Maestro y Señor, identificación que implica dar muerte a todo lo que nos separa del amor de Dios y del prójimo, pues «si el grano de trigo no cae en tierra y muere, queda infecundo, pero si muere da mucho fruto». Es la muerte que engendra la vida plena en el misterio de la Resurrección.
- La hora de Jesús
¿Con qué ánimo, con qué actitud se encaminó a la muerte Jesús? O dicho de otro modo, ¿cómo afrontó el Señor aquel supremo sacrificio de dar la vida por nosotros? Por una parte, san Juan, en el relato evangélico que hemos escuchado, nos descubre un rasgo característico de la vida del Señor: el deseo ferviente de la llegada de su ‘hora’. Toda la existencia humana de Jesús está orientada hacia esta ‘hora’. Es la hora de su muerte, el momento culminante de su vida y de su misión: «Ha llegado la hora de que sea glorificado el Hijo del hombre». Pues «para esto he venido, para esta hora». La hora de Jesús es su muerte en la cruz, que él llama su glorificación, porque más allá de la espantosa oscuridad que envolvió la tierra aquel primer Viernes Santo, en la cruz se manifestará la gloria del Señor: en el Calvario el Crucificado se revelará, desde la profundidad del sufrimiento y del rechazo, como el Hijo de Dios elevado sobre el trono de la cruz que atraerá a todos hacia sí. Por eso Jesús desea ardientemente la llegada de esta hora, la hora de la manifestación de Dios y de la redención de los hombres, la hora de arrojar a las tinieblas al príncipe de este mundo, la hora de restaurar la paz entre Dios y los hombres, y de los hombres entre sí. El deseo de Jesús se actualiza hoy en el clamor de la Iglesia y de la humanidad por la paz, por la reconciliación, por la justicia y la libertad.
- Una nueva alianza
Jesús desea con todo su ser la llegada de la hora en que, por su muerte en la cruz, Dios establecerá una nueva y definitiva alianza con la humanidad, con toda la creación. No nos puede resultar extraño este lenguaje; las naciones firman alianzas, establecen pactos de cooperación o de no agresión o de ayuda mutua. Dios también quiere hacer una alianza con los hombres, que son creación suya, obras de sus manos, pero una alianza que no es sólo de buena relación, sino de amistad y comunión como la que puede tener un padre con sus hijos. Y ¿cuál es el interés de Dios al proponernos esta alianza? ¿Se beneficia él? En modo alguno. Dios, al proponernos una nueva alianza, no espera que nosotros le demos algo, sino que él nos lo da todo, pues nos entrega a su propio Hijo, como nos recordaba el Evangelio del domingo pasado: ‘Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único… para que el mundo se salve por él’. La alianza de Dios con los hombres tiene lugar en la persona de Jesucristo. Él es la alianza nueva y eterna, completamente diferente a todas las demás, sin término ni fin; es una alianza que nunca caducará. Por esta alianza sellada en la sangre de Cristo, Dios perdonará todos nuestros delitos y no se acordará más de nuestros pecados. Por la alianza de la cruz, que renovamos en cada eucaristía, Dios se acerca a nosotros, se adentra en nuestro corazón, pues aquel día «meteré mi ley en su pecho, la escribiré en sus corazones; yo seré su Dios, y ellos serán mi pueblo». Para hacer realidad esta promesa divina, Jesús ha venido al mundo, para esto ha sido enviado, por eso desea que llegue la hora en que Dios reconcilie al mundo consigo por medio de la cruz de Cristo, pues «cuando yo sea elevado sobre la tierra, atraeré a todos hacia mí». Y comenta el evangelista: “Esto lo decía dando a entender la muerte de que iba a morir”.
- La obediencia del Hijo
Pero hay un tercer motivo de reflexión en la liturgia de la palabra de este Quinto domingo de cuaresma que merece ser destacado: la profunda humanidad de Jesús, para que no creamos ingenuamente que no le costó nada, porque era Dios, aceptar la muerte y morir por nosotros. Jesús siente en lo más hondo de su alma la angustia de su próxima muerte, por eso pidió al Padre que lo librara de aquella hora, si era su voluntad. Lo dice con gran fuerza el autor de la Carta a los Hebreos: «Cristo, en los días de su vida mortal, a gritos y con lágrimas, presentó oraciones y súplicas al que podía salvarlo de la muerte… El, a pesar de ser Hijo, aprendió, sufriendo a obedecer». Jesús experimentó la debilidad de la carne, amenazada por la proximidad de su muerte violenta, pero no sucumbió a ella, y así nos enseñó a nosotros cómo tenemos que reaccionar cuando nos veamos probados por el sufrimiento: como él debemos invocar la ayuda de Dios, pero como él hemos de estar dispuestos a cumplir por encima de todo la voluntad de Dios. Jesús ha caminado por delante, él es el grano de trigo sepultado en la tierra y por la muerte convertido en espiga granada. Desde su propio ejemplo, el Señor nos invita a no quedar en la superficie, a no ser infecundos, a morir con él, es decir, a preferirle a él sobre todas las cosas, pues «el que se ama a sí mismo, se pierde, y el que se niega a sí mismo en este mundo, se guardará para la vida eterna… Y el Padre le premiará».
No anteponer nada al amor de Cristo que nos amó hasta el extremo. O como hemos pedido en la oración de entrada de esta Misa: vivir siempre de aquel mismo amor que movió a Cristo a entregarse a la muerte por la salvación del mundo. Este debería ser el fruto de las próximas celebraciones de la Semana Santa.
José María de Miguel González OSST