DOMINGO IV CUARESMA
Domingo, 10 de marzo de 2024
LECTURAS
Primera lectura
Del segundo libro de las Crónicas (36,14-16.19-23):
En aquellos días, todos los jefes de los sacerdotes y el pueblo multiplicaron sus infidelidades, según las costumbres abominables de los gentiles, y mancharon la casa del Señor, que él se había construido en Jerusalén. El Señor, Dios de sus padres, les envió desde el principio avisos por medio de sus mensajeros, porque tenía compasión de su pueblo y de su morada. Pero ellos se burlaron de los mensajeros de Dios, despreciaron sus palabras y se mofaron de sus profetas, hasta que subió la ira del Señor contra su pueblo a tal punto que ya no hubo remedio. Los caldeos incendiaron la casa de Dios y derribaron las murallas de Jerusalén; pegaron fuego a todos sus palacios y destruyeron todos sus objetos preciosos. Y a los que escaparon de la espada los llevaron cautivos a Babilonia, donde fueron esclavos del rey y de sus hijos hasta la llegada del reino de los persas; para que se cumpliera lo que dijo Dios por boca del profeta Jeremías: «Hasta que el país haya pagado sus sábados, descansará todos los días de la desolación, hasta que se cumplan los setenta años.»
En el año primero de Ciro, rey de Persia, en cumplimiento de la palabra del Señor, por boca de Jeremías, movió el Señor el espíritu de Ciro, rey de Persia, que mandó publicar de palabra y por escrito en todo su reino: «Así habla Ciro, rey de Persia:
«El Señor, el Dios de los cielos, me ha dado todos los reinos de la tierra. Él me ha encargado que le edifique una casa en Jerusalén, en Judá. Quien de entre vosotros pertenezca a su pueblo, ¡sea su Dios con él, y suba!»»
Salmo136,1-2.3.4.5.6
R/. Que se me pegue la lengua al paladar
si no me acuerdo de ti
Junto a los canales de Babilonia
nos sentamos a llorar con nostalgia de Sión;
en los sauces de sus orillas
colgábamos nuestras cítaras. R/.
Allí los que nos deportaron
nos invitaban a cantar;
nuestros opresores, a divertirlos:
«Cantadnos un cantar de Sión.» R/.
¡Cómo cantar un cántico del Señor
en tierra extranjera!
Si me olvido de ti, Jerusalén,
que se me paralice la mano derecha. R/.
Que se me pegue la lengua al paladar
si no me acuerdo de ti,
si no pongo a Jerusalén
en la cumbre de mis alegrías. R/.
Segunda lectura
De la carta del apóstol san Pablo a los Efesios (2,4-10):
Dios, rico en misericordia, por el gran amor con que nos amó, estando nosotros muertos por los pecados, nos ha hecho vivir con Cristo –por pura gracia estáis salvados–, nos ha resucitado con Cristo Jesús y nos ha sentado en el cielo con él. Así muestra a las edades futuras la inmensa riqueza de su gracia, su bondad para con nosotros en Cristo Jesús. Porque estáis salvados por su gracia y mediante la fe. Y no se debe a vosotros, sino que es un don de Dios; y tampoco se debe a las obras, para que nadie pueda presumir. Pues somos obra suya. Nos ha creado en Cristo Jesús, para que nos dediquemos a las buenas obras, que él nos asignó para que las practicásemos.
Lectura del santo evangelio según san Juan (3,14-21):
En aquel tiempo, dijo Jesús a Nicodemo: «Lo mismo que Moisés elevó la serpiente en el desierto, así tiene que ser elevado el Hijo del hombre, para que todo el que cree en él tenga vida eterna. Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único para que no perezca ninguno de los que creen en él, sino que tengan vida eterna. Porque Dios no mandó su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él. El que cree en él no será juzgado; el que no cree ya está juzgado, porque no ha creído en el nombre del Hijo único de Dios. El juicio consiste en esto: que la luz vino al mundo, y los hombres prefirieron la tiniebla a la luz, porque sus obras eran malas. Pues todo el que obra perversamente detesta la luz y no se acerca a la luz, para no verse acusado por sus obras. En cambio, el que realiza la verdad se acerca a la luz, para que se vea que sus obras están hechas según Dios.»
HOMILIA I
Por el gran amor con que nos amó
En nuestro camino cuaresmal hacia la Pascua, las lecturas bíblicas de este cuarto domingo de cuaresma tienen un único tema: el misterio del amor de Dios para con su Pueblo, para con nosotros. A medida que nos acercamos a la Semana Santa, la liturgia nos va desvelando los motivos que explican lo que en ella vamos a celebrar. Y sin duda, el primer motivo que está detrás de la Pasión y Muerte del Señor es el Amor de Dios.
- Tanto amó Dios al mundo
Preguntar cómo es Dios o quién es Dios es lo mismo que preguntar cómo se nos ha manifestado, cómo se comporta con nosotros. Según san Pablo, Dios se nos ha dado a conocer en Jesucristo, en su vida y en su muerte, como «rico en misericordia». El rostro de Dios que nos reveló Jesús es el rostro del Amor. Dios en su plenitud divina abunda en todo: en sabiduría, en poder, en gloria…; pero la Sagrada Escritura sólo hace mención de una única riqueza: «Dios es rico en misericordia». En Jesucristo ha aparecido la bondad de Dios derramando su gracia y su amor sobre nosotros, injustos y pecadores; él se nos adelanta siempre con su misericordia sin esperar a que nosotros nos hiciésemos buenos o mejores. El «por el gran amor con que nos amó, estando nosotros muertos por los pecados, nos ha hecho vivir con Cristo: por pura gracia estáis salvados». No porque nosotros hubiésemos hecho algo que mereciera el perdón de Dios, no porque con nuestras obras nos hubiésemos hecho acreedores de la amistad divina. Nada de eso. Todo es gracia; es Dios que viene a nuestro encuentro; es su misericordia, su amor por nosotros… lo que explica la obra de nuestra salvación que nos disponemos a celebrar en la Semana Santa. San Pablo, que experimentó en su carne lo que puede el amor de Dios, es el que con más fuerza nos recuerda que cuando todavía nosotros éramos enemigos de Dios, él nos hizo amigos suyos, porque quiso, porque su bondad es infinitamente mayor que todos nuestros pecados. Sólo el amor de Dios es la causa de nuestra salvación. Así se lo dijo Jesús a Nicodemo: «Tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Hijo único, para que no perezca ninguno de los que creen en él, sino que tengan vida eterna». Estas palabras del Señor constituyen el artículo central de nuestra fe: ¡Tanto amó Dios al mundo! En qué alta estima, en qué aprecio nos tendrá Dios a los hombres que no duda en entregar a su propio Hijo para que nosotros alcanzásemos la dignidad de hijos suyos. Qué valor tendrá el hombre, todo hombre, para que Dios enviara a su Hijo «no para condenar al mundo, sino para que el mundo se salve por él».
- La experiencia del amor
La experiencia de este amor sin medida de Dios es la que ha quebrado los corazones más endurecidos. En la lectura del AT se nos describe la situación desesperada a que había llegado el pueblo de Dios: “Todos los jefes de los sacerdotes y el pueblo multiplicaron sus infidelidades, según las costumbres abominables de los gentiles, y mancharon la casa del Señor, que él se había construido en Jerusalén”. Pero Dios no se echó para atrás, se preocupó de su pueblo, les envió profetas para llamarles a la conversión. Y aunque los rechazaron, Dios siguió con su plan salvación. Así el pueblo vivió en el destierro y volvió de él animado y guiado por la experiencia del amor de Dios que no falla nunca. Es la misma experiencia del amor que hizo volver a la casa paterna al hijo pródigo y el que cambió el corazón de Saulo -perseguidor de los cristianos- en Pablo -Apóstol de Cristo; es el amor que movió a san Agustín, a san Francisco, a Ignacio de Loyola, a Teresa de Jesús, a nuestro Santo Reformador, San Juan Bautista de la Concepción, y a tantos otros… a cambiar de vida y a entregarse en cuerpo y alma al Señor. Porque sólo «la bondad de Dios es el único poder que a un hombre puede conducirlo realmente a la conversión»(J. Jeremias). Si este amor de Dios, manifestado en la entrega del Hijo, no nos conmueve, si nos deja indiferentes, entonces nada nos moverá, nada nos hará cambiar. Sin la experiencia del amor de Dios, más grande que todas nuestras miserias, no es posible la conversión, porque como reza aquella preciosa oración:
«No me mueve, mi Dios, para quererte
el cielo que me tienes prometido;
ni me mueve el infierno tan temido
para dejar por eso de ofenderte…
Muéveme, al fin, tu amor, y en tal manera
que, aunque no hubiera cielo, yo te amara
y, aunque no hubiera infierno, te temiera»
- La acogida del amor
Aceptar este amor de Dios es dejarnos salvar, es creer en Cristo y ponerlo en el centro de nuestras vidas, porque, como nos ha dicho san Juan: «El que cree en El, no será condenado; pero el que no cree, ya está condenado, porque no ha creído en el nombre del Hijo único de Dios». La fe: esto es lo único que Dios pide y espera de nosotros, esta es la única respuesta al amor que el Padre nos ha demostrado al darnos a su Hijo. Acoger el amor de Dios es acoger a Cristo su Enviado, en la fe. Estamos salvados por pura gracia, nos ha dicho san Pablo, pero «mediante la fe». Y esto es la fe: decir ‘sí’ al Enviado del Padre, a Cristo; un sí que cambia la vida entera, porque pone en el centro el amor como regla suprema, como resumen y compendio de todo lo que somos y hacemos.
Que el Señor nos conceda en este cuarto domingo de cuaresma la gracia de experimentar su amor, para que podamos creer más firmemente en él y ser testigos de su bondad entre los hombres. Para eso celebramos la Eucaristía, que es el signo y la prenda de su amor, para alimentar la fe que se traduzca luego en obras de amor a Dios y al prójimo.
José María de Miguel González OSST
HOMILIA II
EXÉGESIS
El texto de hoy es la parte final de la conversación que Jesús mantuvo con Nicodemo, un fariseo docto que acude a Jesús, “de noche” por temor al “qué dirán” de sus compañeros de escuela, pero al mismo tiempo, profundamente atraído por las obras que Jesús realiza. El diálogo inicial se ha convertido en un monólogo. Jesús recuerda la travesía del pueblo de Israel por el desierto, en el que, según la tradición, asaltaron a Israel serpientes venenosas y concluye: “Lo mismo que Moisés elevó la serpiente […] así tiene que ser elevado el Hijo del hombre”.
Para el evangelista Juan, que Jesús “sea levantado” significa simultáneamente la crucifixión y la exaltación de Jesús. El evangelista nos invita a mirar al Crucificado levantado en la Cruz, para que esa mirada nos salve, como la mirada de los israelitas a la serpiente de bronce los curaba. La mirada al crucificado, sostenida a lo largo de nuestra vida, nos dará una humildad fructífera y, al mismo tiempo, nos llenará de fuerza y esperanza.
– “Así ha de ser levantado el Hijo del Hombre”. La crucifixión de Jesús ha dejado de ser el “suplicio más cruel y abominable de los romanos” para convertirse en la manifestación del amor del Hijo a la Humanidad caída. La Cruz se ha convertido en trono de gloria, atrayendo a los hombres hacia sí. Nada fascina más cuando se busca el amor de entrega.
– “Tanto amó Dios al mundo”. En la entrega de su Hijo único, el Padre descubre lo que es, amor. ¿Por qué mataron a Jesús? .porque los hombres matamos al que se opone a nuestras obras e intereses. Pero, ¿por qué murió Jesús? Porque Dios Padre me amó tanto que me lo entregó.¡
– “La luz vino al mundo […]. Los hombres prefieren las tinieblas”. La luz es la verdad del amor del Padre y del Hijo. Quien rechaza al crucificado, trasunto de este amor, está firmando su condena.
REFLEXION
De la Cruz brota una luz que nos ilumina. Hay en ella una irradiación que nos revela simultáneamente la maldad del pecado y la misericordia de Dios.
– Revela la maldad del pecado. El pecado posee la innata tendencia a ocultarse. Se vuelven los ojos para no ver, ceguera voluntaria. Se aborrece la luz: “Detesta la luz, y no se acerca a la luz para que no se descubran sus acciones”. Por eso, el pecado y su maldad deben ser revelados. Ese reconocimiento brota de la mirada al crucificado. Mirando al crucificado comprendemos la gravedad del pecado. Es una humanidad en la que al justo se le quita de en medio. Pecado es lo que mata al Hijo, que vino a solidarizarse con nosotros, a hacernos hijos de Dios y declararse nuestro hermano. En la Cruz vemos que el pecado cuesta a Dios la muerte del Hijo. Si aceptamos esta revelación comenzaremos a sentirnos salvados y conoceremos al Dios de la Misericordia.
– La revelación de la Misericordia. La mirada al Crucificado nos revela la misericordia de Dios. Es la seguridad de que la misericordia que envuelve el mundo es más fuerte que el mal. Si apostamos por ella seremos salvados por ella: Esto se revela mirando al Crucificado. La misericordia, no la condena, es la última palabra de Dios sobre el mundo pecador: “Tanto amó Dios al mundo…”.
– Miraron al Crucificado. Para curar a los mordidos de la serpiente, se levanta una serpiente, pero sin veneno. Para curar a los hombres se levanta también un hombre, también sin veneno: En el palo, el Hijo del Hombre. El veneno se trasforma en gracia. Como los Israelitas miraron a la serpiente levantada, de igual modo el que cree que la revelación de Dios acontece en la Cruz, tendrá vida eterna. Mirarán al que traspasaron. Miraron y siguen mirando. Mirada, no de estudio, sino de amor, como la de María, como la de Juan. Mirada que sigue salvando.
Manuel Sendín, O.SS.T.