«Una voz grita en el desierto: Preparad el camino del Señor, allanad sus senderos; elévense los valles, desciendan los montes y colinas; que lo torcido se enderece, lo escabroso se iguale. Y todos verán la salvación de Dios.»
Evangelio según san Lucas (3,1-6)
En el año quince del reinado del emperador Tiberio, siendo Poncio Pilato gobernador de Judea, y Herodes virrey de Galilea, y su hermano Felipe virrey de Iturea y Traconítide, y Lisanio virrey de Abilene, bajo el sumo sacerdocio de Anás y Caifás, vino la palabra de Dios sobre Juan, hijo de Zacarías, en el desierto.
Y recorrió toda la comarca del Jordán, predicando un bautismo de conversión para perdón de los pecados, como está escrito en el libro de los oráculos del profeta Isaías: «Una voz grita en el desierto: Preparad el camino del Señor, allanad sus senderos; elévense los valles, desciendan los montes y colinas; que lo torcido se enderece, lo escabroso se iguale. Y todos verán la salvación de Dios.»
HOMILIA- I
PREPARAD EL CAMINO DEL SEÑOR
En el tiempo de adviento los ornamentos con que se reviste el sacerdote para celebrar la Santa Misa son morados; es el color penitencial, que nos recuerda nuestra condición de peregrinos y de pecadores. El color morado es una llamada a la penitencia, una invitación a la conversión para acoger al Señor que viene a nosotros.
1. El Señor viene a salvar a su pueblo
La liturgia de este segundo domingo de adviento se abre en la antífona de entrada con el anuncio gozoso del profeta Isaías: “Mirad al Señor que viene a salvar a los pueblos. El Señor hará oír su voz gloriosa en la alegría de vuestro corazón”. Debemos, por tanto, prepararnos para recibirle dignamente. Si a cualquier personaje de este mundo que viene a visitar la nación o la ciudad, se dispone todo para acogerlo esmeradamente conforme a su rango, para que quede contento y satisfecho de la visita, ¡cuánto más nosotros no deberíamos prepararnos para recibir al Señor, pues él viene no a hacernos una visita meramente protocolaria, sino a salvar a su pueblo! Es la invitación que nos lanza el profeta Baruc: “Despójate de tu vestido de luto y aflicción y viste las galas de la gloria que Dios te da; envuélvete en el manto de la justicia de Dios, porque él mostrará su esplendor a cuantos viven bajo el cielo. Ponte en pie; sube a la altura y mira hacia oriente, porque Dios se acuerda de ti”. Para eso viene el Señor a nosotros, para demostrarnos su amor compartiendo nuestra suerte, caminando a nuestro lado; él se acuerda de nosotros, a pesar de nuestra indiferencia y de nuestros olvidos. Y porque Dios se acuerda de nosotros estamos aquí, vivimos y tenemos esperanza de vivir eternamente: porque el Señor viene a salvar a su pueblo, porque el Señor se acuerda de nosotros.
2. La llamada a la conversión
No menos vehemente resuena la invitación de Juan Bautista: “Preparad el camino del Señor, allanad sus senderos”. Preparadlo, sí, no vaya a ser que pase de largo, que no llegue a entrar en nosotros, en las familias, en los hogares, porque no le hemos preparado un lugar en nuestro corazón, porque no le hemos hecho un hueco en nuestra vida. Sí, el Señor viene a nosotros, pero el camino por donde viene a nuestro encuentro, no está fuera de nosotros, en algún lugar remoto; ese camino somos nosotros mismos, es nuestra conducta, son nuestras actitudes, con las que a veces trazamos un camino torcido y escabroso, lleno de tropiezos y obstáculos. Nuestra vida es, efectivamente, un camino que vamos haciendo día tras día, año tras año; cada uno hace su propio camino, como dice el poeta: “Caminante, no hay camino, se hace camino al andar”. En este nuevo adviento Dios nos invita a enderezar el camino de la vida, de nuestra vida, para que pase por él el Señor y llegue a nosotros. Pero ¿qué significa en concreto preparar el camino del Señor? Ante todo, significa estar abiertos a la predicación de Juan Bautista que nos llama a convertirnos al Señor, es decir, a dejar de recorrer los caminos de la injusticia y del pecado, a abandonar el camino de la soberbia y del orgullo. Es necesario escuchar esta invitación a la conversión que, en el fondo, es una llamada a la humildad, a reconocer y confesar el pecado que hay en nosotros y que nos impide acoger al Señor y recibir su salvación. No es necesario insistir demasiado en las dificultades que experimentan muchos cristianos para acercarse al sacramento del perdón de los pecados. ¿Pero es que no hay nada en nuestra vida que debamos rectificar? ¿No encontramos en nuestra conducta ningún motivo para pedir perdón a Dios y al prójimo? ¿Tan contentos estamos de nosotros mismos que no necesitamos acudir a la fuente del perdón, que Cristo nos dejó en el sacramento de la penitencia?
3. Para apreciar los valores
El tiempo de adviento es una ocasión propicia, un tiempo de gracia para hacer ese acto de humildad de reconocernos pecadores y necesitados de la misericordia de Dios. ¿Cómo vamos a recibir al Señor, si no purificamos nuestra conciencia, si no adecentamos nuestro interior con la gracia del perdón de los pecados? Pues como decía un gran padre de la Iglesia: “¿De qué te sirve que Cristo haya venido una vez en la carne, si no viene ahora a tu alma?”(Orígenes). La próxima conmemoración del nacimiento de Jesús será provechosa para nosotros, si le permitimos entrar en nuestro interior, si le recibimos en nuestro corazón. Por eso se nos invita a preparar el camino del Señor que viene a nosotros con una vida recta, sobria y honrada, a allanar el sendero de nuestra vida con el ejercicio de las buenas obras, especialmente de misericordia y caridad. Es el ferviente deseo del apóstol san Pablo: “que vuestra comunidad de amor siga creciendo más y más en penetración y en sensibilidad para apreciar los valores”. Se trata naturalmente de los valores evangélicos, que deben orientar y configurar nuestra conducta; se nos pide una mayor sensibilidad religiosa para que no nos dejemos arrastrar por otras voces muy potentes, por otros programas de vida aparentemente más atractivos, pero contrarios al Evangelio. Porque el Evangelio si no se vive, no nos salva; si nos limitamos a escucharlo y no damos un paso para ponerlo en práctica, es letra muerta. Esto es preparar el camino al Señor, que viene a salvarnos: confrontar nuestra vida en el espejo del Evangelio y, con la gracia de Dios, tratar de enderezar lo torcido y abrir nuestro corazón al perdón que Cristo nos ofrece y nos trae.
En la Eucaristía Jesús viene a nosotros, se hace presente en su palabra y en el sacramento de su Cuerpo y de su Sangre. Por eso comenzamos la celebración disponiéndonos a recibirle pidiendo perdón y confesando nuestros pecados. Porque sólo así, bien dispuestos, podemos recibir con fruto al Señor que viene a nosotros.
José María de Miguel González OSST
HOMILIA- II
Exégesis: Lucas, 3, 1-6.
Hay un sincronismo séxtuple para coordinar la historia humana y la historia judía Este marco introductorio realza la frase: «Vino la palabra de Dios sobre Juan, el hijo de Zacarías, en el desierto».
Por tanto, la Palabra irrumpe en un espacio y tiempo concretos a través de un profeta, Juan, el Bautizador. ¿Qué pintan en el texto todos estos nombres, tanto laicos como religiosos? Desempeñan el mismo papel que Poncio Pilato en el Credo; igual que Sijón, rey de los amorreos y Og, rey de Basán, del Salmo 136. Son testimonio de que esto ha ocurrido de verdad en la historia. Nos recuerdan que lo de Dios ha ocurrido en el tiempo y en el espacio, que no es una cosa de los mitos, del mundo fuera de la realidad. Llenémonos de alegría cuando aparezcan estos espacios y estos nombres: son testimonio de que la historia de Dios con nosotros ha sido una historia amasada en nuestro tiempo y en nuestro espacio. Nos está diciendo que la salvación de Dios no es intemporal ni abstracta. La condición de profeta de Juan se muestra en: «La palabra de Dios vino sobre Juan». Recuerda: «El Señor me dirigió la palabra» (Jeremías); «la palabra del Señor que recibió Oseas».
En el Desierto. Es el lugar del encuentro con Dios, el de las grandes vivencias que cambian el corazón del hombre y le revelan la misión que tiene que realizar. El Bautista siente que hay cues-tiones sobre las que se tiene que expresar inequívocamente para que los hombres vean la salvación de Dios. Es también el lugar del enamoramiento de Dios por su pueblo y la época del Éxodo. «Voy a seducirla llevándola al desierto y hablándole al corazón».
Comentario
Preparad el camino. A esto se llama conversión. Esta palabra, que tiene hoy mala prensa, no es otra cosa que dejar de ser inhumanos, violentos, egoístas. ¡Cuánta alegría en las lecturas de hoy que son de conversión! Subir a la montaña cuesta, pero después se respira mejor. Pero nuestra brújula está dentro de un barco de hierro y de acero y sólo se orienta hacia el mismo barco. Necesitamos brújulas nuevas que se orienten hacia Dios.
Estamos alegres. así lo hemos rezado en el Salmo responsorial. Los israelitas deben estar contentos porque vuelven del destierro; deben ponerse los mejores vestidos de fiesta. A los cristianos «que ha cambiado la suerte de Sión», se nos llena la boca «de risas y la lengua de cantares». Nos alegramos de que en el mundo hay muchas personas buenas que colaboran en la sociedad. Es bueno saber agradecer a todas estas personas por su saber hacer el bien a los demás.
Adviento es buena noticia y también llamada a la conversión. Hay que preparar el camino. Camino personal y comunitario en el que quedan todavía muchas cosas por «allanar», «rellenar», «rebajar», «enderezar» y «nivelar». Nuestros desiertos particulares se resisten a ser «bautizados» por la Palabra. Pero esto no puede ser una obra de titanes. No basta nuestro esfuerzo para que llegue la salvación. Por eso oramos.
Allanad sus senderos. Debemos allanar nuestros senderos, unos senderos que luego serán los de Dios. Dios nos saldría. al encuentro a lo largo de los senderos que nosotros hayamos trazado.
Manuel Sendín, OSST