"Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único para que no perezca ninguno de los que creen en él, sino que tengan vida eterna"
Evangelio según san Juan (3,16-18):
Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único para que no perezca ninguno de los que creen en él, sino que tengan vida eterna. Porque Dios no mandó su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él. El que cree en él no será juzgado; el que no cree ya está juzgado, porque no ha creído en el nombre del Hijo único de Dios.
HOMILIA- I
Exégesis: Juan 3, 16-18. «Tanto amó Dios al mundo…».
Se enumeran términos propios de san Juan: creer, vida, salvación, juicio, amor. La razón de todo: ¡Tanto amó Dios…! Lo que acontece en la Encarnación y sobre todo en la Eucaristía tiene su origen en las entrañas de Dios Padre y es actuado por el Hijo. Hay tanta intensidad de presencia que la experimentamos como ausencia. Pero el Abbá sigue siendo invisible. Es la discreción de Dios: ninguna persona quiere ocupar el primer plano. Quiere estar discretamente detrás de la que afirma. Entregó: el Cuerpo de Jesús es el cuerpo entregado por el Abbá a causa de su amor loco por nosotros.
Al mundo: «¿A qué profeta no mataron vuestros Padres?». Un inocente tenía todas las de perder. Ahora se mata a la misma vida. Sólo unos pocos lo acogieron y preservaron el regalo de Dios, con ellos este regalo creció en estatura, gracia y sabiduría. Pudo entregar su cuerpo porque había vivido su cuerpo como entrega. v. 17: «No envió su Hijo al mundo para juzgar». La muerte de Jesús es el gesto supremo de su misericordia. No es un gesto condenatorio. Mediante él, surge la nueva alianza. El presbítero Juan de Éfeso ve este envío como el don, la entrega que por amor hizo de su Hijo. Este v. 17 es la síntesis. Si Dios nos ha dado lo que más quiere, su propio Hijo, cualquier otro don que quiera darnos queda superado en Él.
v. 18: «El que cree en Él ya está juzgado…». Los discípulos son los que han creído y creen. El creyente tiene un estilo de vida: enseñanza, solidaridad, fracción del pan, oración.
Juicio: el juicio se realiza desde que el Padre envía su Hijo al mundo.
Comentario
Con este texto sólo se me ocurre gritar con Jesús: ¡Sólo Dios es bueno! Comparado con el Abbá ningún otro, ni su Madre, merece el título de bueno. El Hijo tiene todas las características del regalo que Dios Padre nos ha enviado desde sus mismas entrañas. Dios se aventura por nosotros hasta gritar: ¡Crucifícalo!
Clave trinitaria. La Trinidad es nuestra alternativa. Somos en el mundo la memoria de la Comunión de Dios, en un mundo múltiple que tiende a eliminar a los débiles.
Redención. Nuestro Dios-Trinidad es Redentor. El mundo necesita ser redimido. Queremos restaurar las imágenes más deterioradas de Dios-Trinidad. Poner ser donde no hay nada (Padre); poner vida donde hay muerte (Hijo); poner esperanza donde hay apatía (Espíritu Santo). Por eso, nuestras casas e iglesias se intitulen de la Santa Trinidad.
Caridad. El amor es la raíz de esta Orden: caridad redentora. Amor que libera y se trasforma en perdón.
Estilo trinitario. Tenemos un estilo: el estilo de Dios Trinidad. Cuando un grupo pierde su estilo, se degrada.
Fraternidad. La fraternidad trinitaria corrige el jerarquismo: clérigos y laicos son hermanos. Donde hay Trinidad, hay igualdad. Donde no hay igualdad, no hay Amor. Puede haber poder, pero no vida.
Pobreza. Vaciarlo todo en la redención. Tercera parte. Dar es-pacios a lo que se quiere dar espacio: a la redención.
Aire de familia. Los Trinitarios tenemos un aire de familia: Es el aire de Dios-Trinidad. Que seamos discretos y veamos lo imprescindible que son los otros hermanos.
Manuel Sendín, O.SS.T.
HOMILIA- II
MISTERIO DE AMOR
1. “Tanto amó Dios al mundo”.
El misterio de la Santísima Trinidad que hoy celebramos y adoramos es, ante todo y sobre todo, misterio de amor, hacia dentro, entre las tres divinas Personas, y hacia fuera, porque la obra de la creación y de la salvación son obra del amor de Dios Padre, Hijo y Espíritu Santo. Por eso, sólo desde el amor, desde la experiencia del amor puro y gratuito, puede uno acercarse al misterio insondable del Dios trinitario. Que Dios es amor lo descubrimos contemplando al Padre. En aquella experiencia mística en la cumbre del Sinaí, Moisés oyó a Dios que decía de sí mismo, expresando lo íntimo de su ser: “El Señor es Dios compasivo y misericordioso, lento a la ira y rico en clemencia y lealtad”. Este es el autorretrato de Dios, trazado desde la nube, símbolo de la presencia divina envolvente y trascendente a la vez, en el que resaltan con colores vivos el amor, la compasión, la misericordia, el perdón como la naturaleza propia de Dios. En el evangelio, Jesús profundiza en ese retrato sacando a luz un rasgo verdaderamente asombroso: Dios es el Padre que entrega al Hijo único en un exceso de amor incomprensible:“Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único”. Que el Padre entregue al Hijo único, una entrega que pasa por el envío al mundo en despojo absoluto y termina en la muerte, que lo entregue para que los hombres no perezcan ni se pierdan definitivamente, sino que tengan vida eterna, sólo se explica desde ese increíble milagro del amor divino: ‘tanto amó Dios al mundo’. El Padre es sobre todo amor, que al acercarse a nosotros, injustos y pecadores, se torna compasión, misericordia, paciencia, perdón. En él prevalece siempre la misericordia sobre la ira, por eso siempre podemos volver a él invocando el perdón de nuestras culpas: porque Dios es ‘lento a la ira y rico en clemencia’.
2. “Para que el mundo se salve por él”.
Jesucristo es el testimonio vivo del amor del Padre; él fue enviado para cumplir una misión de amor: la salvación del mundo. El evangelio habla de salvación, de la obra de salvación realizada por Jesús, y se refiere sobre todo a la salvación de la muerte eterna a la que nos arrastra y empuja el pecado. La salvación del hombre es la realización plena de lo que es, criatura e hijo de Dios, y para lo que ha sido creado: para vivir por siempre en comunión y amistad con Dios. Ahora bien, que siendo pecadores, enemigos de Dios, tengamos salvación o, como dice el evangelio, ‘vida eterna’, esto sólo es posible porque el Padre nos ama de un modo y en una medida infinita, tan infinita que es su propio Hijo la medida de su amor por nosotros:“los has amado a ellos como me has amado a mí”(Jn 17,23) . Pero la realización concreta de la salvación del mundo por amor es la obra del Hijo. Hemos sido salvados por el amor del Hijo: “como el Padre me ha amado, así os he amado yo”(Jn 15,9). La redención es obra del amor de Cristo. El Hijo es expresión y fruto del amor del Padre; es por eso mismo, él también, amor, un amor que penetra toda su existencia y que irradia en todos sus gestos, palabras y obras. A sí mismo se refería cuando dijo a los discípulos que “nadie tiene mayor amor que el que da la vida por sus amigos”(Jn 15,13). Pero Pablo vio todavía un amor más grande, porque “Cristo murió por los impíos…, siendo nosotros todavía pecadores Cristo murió por nosotros”(Rom 5,6.8).
3. “El que cree en él no será condenado”.
El amor que es Dios Padre, que se revela y se hace presente en el Hijo, sólo llegamos a comprenderlo y aceptarlo en la fe. Por la fe nos abrimos al amor, nos dejamos interpelar y transformar por el amor del Padre y del Hijo. Y esta es la obra del Espíritu Santo. Pues, como dice el Apóstol, “el amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado”(Rm 5,5). El Espíritu Santo nos introduce en el misterio de amor del Padre y del Hijo por la fe. Sin fe no hay amor, y sin amor no hay salvación, porque la fe sin amor no sería verdadera, pues siempre se trata de “la fe que actúa por la caridad”(Gál 5,6). Esta es la fe que conduce a la salvación, que es anticipo y garantía de salvación, por eso nos ha dicho el Señor que “el que no cree ya está condenado”. La condenación es el rechazo del Hijo enviado por el Padre por amor para realizar la obra de nuestra salvación. Por el contrario, la salvación es la aceptación del Hijo, de su palabra y de su obra; a la salvación llegamos por la fe que suscita en nosotros el Espíritu Santo. Él es, después de Pentecostés, el amor de Dios que transforma los corazones para poder abrazar el mensaje de Cristo y alcanzar la meta de la fe que es la salvación.
El misterio trinitario de Dios, que hoy confesamos y celebramos de un modo particular, es así fuente de consuelo, paz y alegría: porque es el Padre el que quiere nuestra salvación; es el Hijo el que la lleva a término; y es el Espíritu Santo el que nos pone en camino por la fe y nos la comunica por el amor. Es este misterio de amor el que nosotros estamos llamados a testimoniar de palabra y de obra. De él bebió nuestro Padre San Juan de Mata y aquí se gestó la fundación de la Orden de la Santísima Trinidad para la redención de cautivos: de la fuente del amor que es Dios Trinidad brota el amor a los perseguidos, pobres y cautivos. “Bendito sea Dios Padre, y su Hijo unigénito, y el Espíritu Santo, porque ha tenido misericordia de nosotros”(ant. de entrada).
José Mª. de Miguel, O.SS.T.