"El cielo y la tierra pasarán, mis palabras no pasarán, aunque el día y la hora nadie lo sabe, ni los ángeles del cielo ni el Hijo, sólo el Padre"
Evangelio según san Marcos (13,24-32)
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: «En aquellos días, después de esa gran angustia, el sol se hará tinieblas, la luna no dará su resplandor, las estrellas caerán del cielo, los astros se tambalearán. Entonces verán venir al Hijo del hombre sobre las nubes con gran poder y majestad; enviará a los ángeles para reunir a sus elegidos de los cuatro vientos, de horizonte a horizonte. Aprended de esta parábola de la higuera: Cuando las ramas se ponen tiernas y brotan las yemas, deducís que el verano está cerca; pues cuando veáis vosotros suceder esto, sabed que él está cerca, a la puerta. Os aseguro que no pasará esta generación antes que todo se cumpla. El cielo y la tierra pasarán, mis palabras no pasarán, aunque el día y la hora nadie lo sabe, ni los ángeles del cielo ni el Hijo, sólo el Padre.»
HOMILIA- I
Exégesis: Marcos 13, 24-32.
El texto se abre con «aquellos días», después de la gran tribulación. El hecho de la venida del Mesías se afirma de modo transparente; todo el resto es opaco. La parusía se propone como un hecho cósmico, histórico (en aquellos días), transcendente (poder, majestad) y universal. La tradición cristiana es unánime en esperar la venida de Jesucristo y afirma que será gloriosa.
Marcos nos había hablado de la abominación desoladora: situación angustiosa para los elegidos (creyentes). Hoy se nos dice el final de aquella tribulación y el comienzo de una nueva situación: reunificación gozosa del pueblo de Dios. El texto se reviste de todo el aparato imaginativo de los viejos profetas, con el que habían descrito el día de Jahvé. Lo significativo de Marcos es que suprime toda referencia a un juicio de castigo y se centra en el gozo de la reunificación de los dispersos.
A partir del v. 28 se centra en los interlocutores: aprended. El lenguaje no es futurista, sino exhortativo, interpretativo: aprended, sabed, os aseguro. El objetivo es claro: despertar y afianzar en ellos la convicción de que la historia no se cierra con la gran tribulación, sino con la venida del Hijo del Hombre. Es una historia con final feliz: reunificación forzosa del pueblo de Dios. Y rotunda afirmación: la certeza final no justifica la conjetura sobre el momento en que se va a producir.
Comentario
El tema inicial es la destrucción del templo, que es tiempo difícil, como la última tribulación. También hoy los distintos riesgos de la vida hacen nuestros tiempos difíciles. Estos tiempos difíciles hacen a los hombres recios y una sabia reflexión los conduce a la salvación.
El futuro absoluto de Dios remite al hombre al presente. Jesús no quiso impartir enseñanzas sobre el fin, sino emitir una llamada sobre el presente. Esperamos más allá de las expectativas humanas ser sorprendidos por el Dios que viene. Confesamos que el hombre que queremos ser lo es solamente en el encuentro con Dios, porque Dios es la plenificación del hombre. Sabemos que sólo si estamos empeñados en lo penúltimo del Reino de Dios, podemos estar atentos a lo último.
Confesamos que el mundo tiene fin y por eso reconocemos que el mundo no es Dios y que nada ni nadie es Dios dentro del mundo: ni los estados, ni las Iglesias, ni el poder, ni el dinero. El evangelio de hoy no es una guía de los últimos días. Es sólo un balbuceo de la nueva realidad con que Dios quiere llevar a su fin la creación. Nuestro futuro no está en las manos de los poderosos, ni en los arsenales atómicos… sino en las manos de Dios.
La gran tribulación es al final lo que las yemas de la higuera son al fruto maduro. El fruto maduro es la venida del Hijo del Hombre. Ese fruto no es determinable, no es fechable.
Las certezas que Jesús propone a sus discípulos son de dos tipos: dolorosas (gran tribulación, dificultades) y gozosas. Son las certezas del fondo del texto: la historia humana queda abierta a Dios y Dios no falta a la cita de sus hijos.
Manuel Sendín, OSST
HOMILIA- II
Los últimos tiempos
Nos estamos acercando ya al término del año litúrgico, y el final de un año anuncia el fin de todos los años, es decir, de la vida en este mundo. Por eso, la Palabra de Dios de este domingo nos enfrenta con las realidades últimas: el encuentro definitivo con Dios en el que habremos de dar cuenta de nuestra vida, de lo que hemos hecho, y dejado de hacer, con ella. Conviene recordar estas cosas, pues en aquel día no podremos aducir ignorancia.
1. La segunda venida
El Evangelio que acabamos de proclamar habla del final de la historia que, a cada hombre y a cada mujer, le llega con su muerte. Para describir este final, Jesús alude a grandes perturbaciones y cataclismos en el universo. "En aquellos días, después de una gran tribulación, el sol se hará tinieblas, la luna no dará su resplandor, las estrellas caerán del cielo, lo ejércitos celestes temblarán". Es un modo de hablar propio de la época y fácil de entender e imaginar. Pero Jesús no habla simplemente de catástrofes cósmicas, sino de la venida del Hijo del hombre "con gran poder y majestad". Ante la presencia de Dios que viene a juzgar a vivos y muertos, la creación entera se estremece. De manera que esos fenómenos cósmicos de que habla Jesús, sólo intentan hacernos comprender el estremecimiento que atravesará el universo el día de la segunda venida del Señor. Pues ésta no será como la primera, en la debilidad de la carne, en la condición de esclavo, sino que vendrá como Señor y Juez universal "con gran poder y majestad". El Papa Pablo VI en el Credo del Pueblo de Dios, promulgado en el llamado ‘año de la fe’ de 1968, expresaba así la fe de la Iglesia: Jesucristo, nuestro Señor, "subió al cielo, de donde ha de venir de nuevo, entonces con gloria, para juzgar a los vivos y a los muertos, a cada uno según sus propios méritos: los que hayan respondido al amor y a la piedad de Dios, irán a la vida eterna; pero los que lo hayan rechazado hasta el final, serán destinados al fuego que nunca cesará. Y su reino no tendrá fin". Puede ser que a alguno le parezca que estas cosas son difíciles de creer. Según las encuestas que periódicamente se hacen por ahí, resulta que hay muchos que afirman creer en Dios, pero no creen en el juicio final y mucho menos en la posibili¬dad de una condenación eterna. Pero las encuestas sociológicas sobre asuntos de fe no pueden tranqui¬lizarnos en absoluto.
2. El juicio
El profeta Daniel nos anunciaba: "Los que duermen en el polvo despertarán: unos para vida perpetua, otros para ignominia perpetua". En el fragmento de la carta a los Hebreos del domingo pasado se nos decía: "El destino de los hombres es morir una sola vez. Y después de la muerte, el juicio". Y San Pablo afirma: "Todos debemos comparecer ante el tribunal de Cristo para dar cuenta cada uno de las obras buenas o malas que haya hecho en su vida mortal". Y, finalmente, el mismo Jesús nos asegura: "llega la hora en que todos los que estén en los sepulcros oirán su voz y saldrán: los que hayan hecho el bien para una resurrección de vida, y los que hayan hecho el mal, para una resurrección de juicio"(Jn 5,2¬8s). Pertenece, por tanto, a la fe que profesamos la afirmación de que todo hombre ha de responder ante Dios de su vida, de lo que con ella ha hecho. Decir que hay un juicio después de la muerte significa que Dios hace justicia, que la verdad triunfa sobre la mentira, el amor sobre el odio. Dios no sería Dios si le diera igual lo que hacen los hombres, bueno o malo que hagan. No merecería la pena creer en un Dios que al final pagara lo mismo a la víctima que a su verdugo, a los oprimidos que a los opresores, a los que se esfuerzan por amarle y a los que le odian y blasfeman de él. El juicio es la esperanza en el triunfo final de la justicia: ¡a cada uno según sus obras! Si no fuera así, poco importaría ser o no bueno, honrado, veraz, caritativo, justo, fiel. Los pillos y sinvergüenzas tendrían todas las de ganar, aquí primero y luego además la gloria eterna… Pero eso no es digno de Dios que es la Justicia y la Verdad.
3. La esperanza de la salvación
El juicio es el desenmascaramiento de toda mentira, de toda injusticia, de todo pecado, que tendrá lugar ante el tribunal de Jesucristo. El es el Juez universal preci¬samente porque es el Salvador universal. Para los que creemos en El, esta confesión de fe nos llena de confianza, pues "la segunda vez aparecerá -dice la carta a los Hebreos- para salvar definitivamente a los que lo esperan". Y Pablo, en un arrebato de entusiasmo, escribe: "¿Quién nos condenará? ¿Acaso Cristo Jesús que murió por nosotros; más aún que resucitó y está a la diestra de Dios en intercede por nosotros?". El juicio, para los que aman a Cristo, no puede ser motivo de temor o de angustia, pues el mismo que es nuestro Salvador y nuestro Hermano será también un día nuestro Juez misericordio¬so. Así lo creemos y lo esperamos. Por eso con el salmista rezamos con toda confianza: "Mi suerte está en tu mano. Por eso se me alegra el corazón. Porque no me entregarás a la muerte (eterna). (Porque) me saciarás de gozo en tu presencia, de alegría perpe¬tua a tu derecha".
La confianza en la misericordia de Dios que borrará nuestros pecados para poder contemplarle un día cara a cara se funda en el amor que nos mostró en su Hijo. “Cristo –nos asegura el autor de la carta a los Hebreos- ofreció por los pecados, para siempre jamás, un solo sacrificio… Con una sola ofrenda ha perfeccionado para siempre a los que van siendo consagrados”. Esta ofrenda, este único sacrificio es el contenido de nuestra celebración eucarística. Participando en ella con fe viva, participamos de él, del sacrificio de nuestra redención.
José María de Miguel González OSST