«Hijo de David, Jesús, ten compasión de mí.»
Evangelio según san Marcos (10,46-52)
En aquel tiempo, al salir Jesús de Jericó con sus discípulos y bastante gente, el ciego Bartimeo, el hijo de Timeo, estaba sentado al borde del camino, pidiendo limosna. Al oír que era Jesús Nazareno, empezó a gritar: «Hijo de David, Jesús, ten compasión de mí.»
Muchos lo regañaban para que se callara. Pero él gritaba más: «Hijo de David, ten compasión de mí.»
Jesús se detuvo y dijo: «Llamadlo.»
Llamaron al ciego, diciéndole: «Ánimo, levántate, que te llama.» Soltó el manto, dio un salto y se acercó a Jesús.
Jesús le dijo: «¿Qué quieres que haga por ti?»
El ciego le contestó: «Maestro, que pueda ver.»
Jesús le dijo: «Anda, tu fe te ha curado.» Y al momento recobró la vista y lo seguía por el camino.
HOMILIA- I
LA FE, LUMBRE DE LOS OJOS
La celebración de la Eucaristía es una fiesta, debería ser una fiesta, un motivo de inmensa alegría, pues es un encuentro con el Señor. Y el encuentro con Dios es siempre causa de salvación. El profeta Jeremías no puede contener su emoción: “Gritad de alegría”, porque “el Señor ha salvado a su pueblo”. La alegría brota de la experiencia de la salvación. Pero si la participación en la Eucaristía no nos llena de gozo, deberíamos preguntarnos por qué, si no salimos contentos del encuentro con el Señor que se hace presente en su Palabra y en el sacramento del Pan tal vez se deba a que nos cuesta reconocerle en medio de nosotros. Jesús pasa cerca pero nosotros no somos capaces de verlo; nos falta la luz de la fe.
1. “Maestro, que pueda ver”
El episodio del ciego Bartimeo narrado por san Marcos refleja simbólicamente la situación de los innumerables ciegos de nuestro tiempo, sentados a la vera del camino de la vida sin saber de dónde vienen ni adónde van. Pero tal vez podamos notar una diferencia significativa: a aquel ciego del evangelio, al paso de Jesús, se le despertaron las ganas de ver; no sé yo si hoy podríamos decir lo mismo: que los ciegos modernos quieran realmente ver. Naturalmente nos estamos refiriendo, desde el principio, a la ceguera espiritual, ceguera tanto más difícil de curar cuanto menos consciente se es de ella. Lo mismo que los ojos del cuerpo nos filtran la luz del sol o de las lámparas que nos permite movernos, relacionarnos, trabajar, así también los ojos del espíritu tienen que recibir la luz de la fe para no vivir en la confusión y en la desesperanza. La fe es la luz del alma. Una persona sin fe está a oscuras en lo más hondo de su ser. Vive espiritualmente en tinieblas, es decir, sin comprender el verdadero sentido de su vida, el porqué de su presencia en el mundo, el destino que le aguarda más allá de la muerte. Fuera de la luz de la fe, los interrogantes más profundos del hombre quedan en suspenso, porque no tienen respuesta adecuada y convincente. Entonces mejor callar, mejor ocultarlos. Es lo que sucede hoy en día a gran escala: hay toneladas de libros escritos para esclarecer lo que es el hombre, el cuerpo humano, la mente del hombre; pero pocos se plantean la pregunta radical: ¿por qué vivo yo, precisamente yo, en este momento de la historia, aquí y ahora? Hace tan sólo cien años –en un cálculo de millones de años- ninguno de nosotros existía; ahora estamos vivos aquí; dentro de pocos años, para unos más para otros menos, habremos dejado de existir. ¿Para qué vivimos si todo va a terminar en la fosa del sepulcro? ¿Cuál es el sentido de la vida humana? A estas formidables preguntas no responden ni pueden responder los libros de ciencia: sólo la Palabra de Dios ofrece una luz que aclara definitivamente el enigma de nuestra vida. Esta luz sólo se percibe desde la fe.
2. “Ánimo, levántate, que te llama”
La fe es aceptación libre y confiada de Dios que se dirige a nosotros a través de su Palabra contenida en las Sagradas Escrituras, pero sobre todo es aceptación de Dios que viene a nosotros y nos habla por medio de Jesús, la Palabra del Padre, que por nosotros se hizo hombre tomando la condición de esclavo, pasando por uno de tantos. La fe es adhesión incondicional a Cristo, que se nos presenta como luz del mundo y vida de los hombres. Jesús dice de sí mismo que él es la luz del mundo, porque con su palabra y con su vida entera nos ha revelado el rostro del Padre y el sentido de nuestra existencia en sus puntos esenciales y más decisivos: a saber, que nuestro origen y nuestra meta final están en Dios; si vivimos, si estamos ahora aquí, es por pura gracia de Dios, porque él nos ha amado y se ha acordado de nosotros desde toda la eternidad, porque nos ha llamado a la vida. No se explica nuestra presencia en este mundo por una pura casualidad del ‘destino’ como dicen los que no creen en Dios y, sin embargo, creen tranquilamente en el ‘destino’. Nuestra vida y nuestra muerte están en manos del Padre. Como dice san Pablo: “Si vivimos, vivimos para Dios; si morimos, morimos para Dios, en la vida y en la muerte somos de Dios”. Este es el mensaje central del Evangelio tal como lo predicó y vivió el Señor. No es la vida del hombre algo absurdo y sin sentido: nuestra vida es lo que es por puro amor de Dios. No son las tinieblas de la sinrazón y del absurdo las que envuelven la vida del hombre, es el Amor sin medida de Dios manifestado en Cristo Jesús: “Ánimo, levántate, que te llama”. Dios es luz, y la luz es vida, es gozo, es plenitud, es confianza en la existencia humana. Por el contrario, la lejanía de él, el rechazo de Dios, el olvido de su Amor arrastran al hombre hacia la oscuridad del pecado que es odio, envidia, orgullo, violencia, muerte.
3. “Anda, tu fe te ha curado”
Vivir en la luz es vivir en la fe, es decir, en la aceptación confiada de Cristo y de su Palabra. ¡Señor Jesús, que yo vea, que te vea! Jesús pasa y no le vemos: nos falta luz, nos falta fe, nos faltan sobre todo ganas de ver: “Mañana le abriremos…, para lo mismo responder mañana”. Todos necesitamos que el Señor nos alumbre: él es la luz de nuestros ojos. Necesitamos su luz para reconocerle en los hermanos, pues “con vosotros está y no le conocéis”. Él, Jesús, pasa continuamente cerca de nosotros, en el prójimo necesitado, en el anciano solo y marginado, en la inocencia de un niño, pero sobre todo pasa cada domingo en su divina Palabra y en la celebración de su Sacrificio eucarístico. Ojalá reaccionemos también nosotros como el ciego Bartimeo al paso de Jesús: “Hijo de David, ten compasión de mí”: que vea, que te vea mediante la luz de la fe, mediante la escucha atenta y obediente de tu Palabra, mediante la participación frecuente en tu Mesa. Se lo pedimos para nosotros y para todos los hombres, especialmente le encomendamos a los niños y a los jóvenes que crecen muchos de ellos sin recibir la luz de la fe, envueltos en la tiniebla de la propaganda materialista y de las ideologías ateas.
¡Señor, danos tu luz! ¡Que la luz de la fe no se apague nunca entre nosotros! Pues sólo la fe obra el milagro de la curación de nuestra ceguera: “Anda, tu fe te ha curado”. Que cada uno de nosotros escuchemos dentro esta palabra de Jesús para experimentar su fuerza sanadora.
José María de Miguel González OSST
HOMILIA- II
Exégesis: Marcos 10, 46-52.
El episodio de Jericó, por el grito del ciego, prepara la inmediata entrada en Jerusalén -el ciego grita- y forma un bloque de actos significativos de Jesús: curación del ciego, recibimiento triunfal, purificación del templo y maldición de la higuera. La fe del ciego es un órgano más penetrante: No teniendo ojos, ve.
Lugar: Jericó, borde del camino.
Personajes: discípulos, gente, mendigo, Jesús (Hijo de David).
Bartimeo: no es un nombre propio, sino un patronímico: el hijo de Timeo.
Hijo de David: título mesiánico.
Jericó indica la proximidad a Jerusalén.
Jerusalén es el lugar de la muerte y resurrección de Jesús. Estos acontecimientos han acaparado la atención de Jesús y del evangelista a partir de Marcos 8, 27, reemplazando al Reino de Dios, viaje hacia las aldeas de Cesarea de Felipe. Como final del relato del Reino de Dios se narra la curación de un invidente, el ciego de Betsaida (Mc 8, 22 -26). Como final del relato sobre la muerte y resurrección se nos narra también la curación de otro invidente: el ciego de Jericó. La curación de estos ciegos en ambos casos desempeña la función de cierre. En los dos casos son signos: la visión fisiológica al servicio de una función más allá de lo fisiológico.
Es un relato sorprendente: hasta ahora era Jesús el que imponía silencio a los que lo llamaban Mesías, ahora son los acompañantes quienes lo quieren imponer. «Muchos lo reprendían para que se callase». Marcos acepta el título regio de Hijo de David.
Para la composición narrativa del texto nos fijamos en la mención del camino: «Llegan a Jericó. Y cuando salían de Jericó» (v. 46); «recobró la vista y lo seguía por el camino» (v. 52). Se resaltan varias escenas: iniciativa y actividad del ciego ante la llegada de Jesús (vv. 47-48); Jesús manda callar al ciego y éste se acerca (vv. 49-50); diálogo y curación (vv. 51-52); resultado final: «lo seguía por el camino» (v. 52). Se destaca la ironía entre la identificación del ciego por parte del narrador y la identificación por parte del ciego.
Comentario
Al borde del camino… Hacia Jerusalén. En el camino ha enseñado a los discípulos a ser discípulos, a caminar detrás de Él: «Recobró la vista y lo seguía por el camino». Ése es el milagro: estaba fuera de Jesús «a la vera del camino» y se ha convertido en seguidor de Jesús. La ceguera fortalece el símbolo: no se ha salvado hasta que no se ha encontrado con Jesús.
Tira su manto y pega un salto. Deja lo que le servía de sustento y apoyo y se encuentra con Jesús. De persona apartada (fuera de Jericó, mendigo, ciego) se convierte en discípulo. Por tanto, el tema no es que alguien vea, sino que alguien siga a Jesús. Para encontrarnos con Jesús tenemos que sentir profundamente nuestra situación de ceguera y marginación: no vemos y queremos ver. Comprendemos que lo que era nuestro tesoro (manto) no tiene valor para la nueva situación. Tenemos que arriesgarnos (da un salto) a pesar de las dificultades (incluso de los que rodean a Jesús). Surgirá un hombre nuevo, lleno de agradecimiento y amor que camina con los que siguen a Jesús.
Para que se produzca el milagro tenemos que acercarnos a Jesús, centrarnos en él. Yo soy también «ciego», falto de orientación, que estoy «sentado», incapaz de dar pasos; «al borde del camino», descaminado. No veo, pero oigo que Jesús está pasando por mi vida. Es mi oportunidad: ¡ahora o nunca! A pesar de que me regañen, grito. Toca el punto más débil de Jesús: la compasión. Arrojo el manto de mi ceguera: lo dejo todo. Quiero oír de Jesús: «Tu fe te ha curado». Tu fe y no mi poder es lo que te ha devuelto la luz.
Los últimos días habían sido duros para Jesús. Al salir de Jericó, alguien le grita: «Hijo de David..», desde la cuneta. Jesús siente una atracción irresistible hacia esos lugares que todos rehúyen: las cunetas. Allí se siente más Hijo de Dios. El ciego necesitaba a alguien de quien fiarse en la vida y gritó: «Maestro, que vea». Las manos de Jesús tocaron su cuerpo y su alma y supieron que aquel hombre era capaz de acompañarle en la muerte. Después, ya no se dijeron nada. Él lo siguió por la empinada cuesta que lo llevaba a Jerusalén. Jesús y el ciego eran los únicos videntes. Jesús también pensó que quizá lo último que Dios Padre escuchara de su garganta sería también un grito. Dios Padre supo ver que por debajo del grito -de Jesús y del ciego- ponían la vida en sus manos.
Manuel Sendín, OSST