Entonces Jesús les dijo a los Doce: «¿También vosotros queréis marcharos?»
Simón Pedro le contestó: «Señor, ¿a quién vamos a acudir? Tú tienes palabras de vida eterna; nosotros creemos y sabemos que tú eres el Santo consagrado por Dios.»
Evangelio según san Juan (6,60-69):
En aquel tiempo, muchos discípulos de Jesús, al oírlo, dijeron: «Este modo de hablar es duro, ¿quién puede hacerle caso?»
Adivinando Jesús que sus discípulos lo criticaban, les dijo: «¿Esto os hace vacilar?, ¿y si vierais al Hijo del hombre subir a donde estaba antes? El espíritu es quien da vida; la carne no sirve de nada. Las palabras que os he dicho son espíritu y vida. Y con todo, algunos de vosotros no creen.»
Pues Jesús sabía desde el principio quiénes no creían y quién lo iba a entregar. Y dijo: «Por eso os he dicho que nadie puede venir a mí, si el Padre no se lo concede.» Desde entonces, muchos discípulos suyos se echaron atrás y no volvieron a ir con él.
Entonces Jesús les dijo a los Doce: «¿También vosotros queréis marcharos?»
Simón Pedro le contestó: «Señor, ¿a quién vamos a acudir? Tú tienes palabras de vida eterna; nosotros creemos y sabemos que tú eres el Santo consagrado por Dios.»
HOMILIA- I
Exégesis: Juan 6, 60-69.
Muchos discípulos dejaron de ir con Jesús. Son muchos los discípulos que oyeron lo que Jesús había dicho. Han llegado a un momento crucial. Han sido destinatarios privilegiados de la reve-lación de Jesús durante la tormenta del lago: «Soy yo; no tengáis miedo», pero el discurso de Jesús es inaceptable, duro, ofensivo: «Es duro este lenguaje». A los discípulos les gustaría verlo subir al cielo como los reveladores tradicionales de Dios: Abrahán, Moisés, Isaías, Henoc. Pero Jesús no necesita subir al cielo, porque Él viene de allí, por eso sus palabras tienen autoridad absoluta. Han visto el milagro de los panes y de los peces, lo han visto caminar sobre las aguas y han escuchado el discurso sobre el verdadero pan del cielo. Muchos han encontrado imposible de aguantar la palabra de Jesús y lo abandonan.
«Señor, ¿a quién iremos? Tú tienes palabras de vida eterna». Es posible otra respuesta, la de Pedro. Así responde al desafío de Jesús: «¿También vosotros queréis iros?». Refleja así su incondicional apertura que caracterizó a ciertos personajes en el viaje desde Caná a Caná: la Madre de Jesús, Juan el Bautista, los samaritanos, el funcionarlo real. Simón Pedro dice a Jesús que Él es el único centro posible para los doce. Han llegado a creer en Jesús y viven gracias a esa fe y conocimiento. Por eso, en nombre de los Doce, Pedro confiesa: «Tú eres el Santo de Dios». La fe en Jesús es porque Él procede de Dios, es de Dios. Incluso en el seno de este grupo es posible el fracaso: surgirá un traidor. Para creer es necesario estar en la onda de Dios.
Comentario
Estar en la onda de Dios no es algo impositivo. El texto de hoy reduce el número de discípulos a un mínimo y éste cuestionable y reducible a su vez. En él se da la interpretación completa de lo que Jesús es y significa. Este texto descubre el Espíritu de Jesús: lo consistente e imperecedero que hay en Jesús emerge iluminándolo todo con nueva luz. Muchas cosas dejan de tener interés y otras cobran nuevo sentido.
En nuestra vida se plantean situaciones semejantes a las de la primera lectura. ¿Por quién optamos nosotros? «Nosotros servi-remos al Señor porque Él es nuestro Dios». Fe y compromiso son cuestiones de amor. Se compromete el que ama.
Lección de Josué. El pueblo va a entrar en la Tierra Prometida. Josué es valiente y les pregunta por quién van a optar. Cada persona tiene que renovar su compromiso. También Jesús pone a prueba a sus discípulos. ¿También vosotros…? Pedro y otros afirman su fe. También tú tienes que optar hoy.
La crisis de fe no es crisis de autoridad, es del encuentro con Jesús: primeros discípulos, Samaritana, Nicodemo, Zaqueo. Quizá hoy el problema no es «dónde ir sino a quién ir». La vida más que a un lugar se vincula a un compromiso. Cuando descubrimos que sólo Jesús es el quicio de nuestra vida humana, descubrimos nuestra salvación.
Todo el discurso de Jesús acaba en «un aparente fracaso» y sin embargo no lo cambió por mantener la fidelidad al Padre.
Se trata de no torcer el sentido del Evangelio, sino de acercarse a él con rectitud de corazón ¿A quién vamos a ir? Lenguaje duro y exigente… Por eso muchos lo abandonamos: «Dar la vida, hacerse el último, ser pobre bienaventurado, no tener miedo a los que matan el cuerpo, comer su cuerpo…».
Manuel Sendín, O.SS.T.
HOMILIA- II
TÚ TIENES PALABRAS DE VIDA ETERNA
El gesto que acompaña la proclamación del Evangelio es la triple signación: en la frente, en los labios y el pecho. El signo de la cruz parte del libro de los Evangelios y se hace gesto en nuestro cuerpo. Es para significar que la palabra de Dios tiene que entrar primero en nuestra mente, para que la comprendamos, para que en segundo lugar la comuniquemos a los demás, por eso nos signamos en la boca, y en tercer lugar hacemos el signo de la cruz en el pecho, porque si la palabra no se hace vida en nosotros no sirve para nada, por mucho que la comprendamos y la proclamemos a los demás. Pues con este espíritu entramos en la explicación de la Palabra de Dios, pidiendo al Espíritu Santo que nos ayude a comprenderla, para poder luego anunciarla y vivirla.
1. A modo de resumen
Hoy concluimos el capítulo sexto del evangelio de san Juan, que hemos venido leyendo durante estos domingos de agosto. Todo el capítulo gira en torno a dos temas principales: ante todo, Jesús exige del discípulo, de nosotros, una fe plena, una confianza total, una adhesión incondicional a su palabra, a sus promesas. Para alcanzar un día la vida eterna, que Cristo nos promete y nos da, debemos fiarnos enteramente de El, debemos creer en El. La fe en Jesús nos abre las puertas de la vida. El segundo tema del capítulo, que hoy concluimos, es igual¬mente importante: la fe en Cristo, que es condición imprescindible para alcanzar la salvación, no puede mantenerse en pie si no la alimentamos frecuentemente con el Pan de la vida, que es Cristo mismo: "Yo soy el Pan de la vida… Este es el Pan que baja del cielo, para que los hombres lo coman y no mueran. Yo soy el Pan vivo bajado del cielo. El que coma de este Pan vivirá para siempre". No se puede mantener viva y operante la fe, si no se participa con frecuencia del sacramento de la fe, que es la Eucaristía. Y, viceversa, acercarse a la Mesa del Señor sin fe, sin meditar bien a quién y cómo vamos a recibir a Cristo; comulgar sin las debidas disposiciones no sólo no nos aprovecha para crecer y madurar en la fe, sino que lleva inexorablemente a la incredulidad.
2. Un discurso duro
Pues bien, ante estas palabras sumamente serias y exigentes de Jesús, dice el Evangelio que algunos discípulos comenzaron a murmurar. No daban crédito a lo que estaban oyendo de labios del Señor; comenzaron a dudar de El pensando que estaba loco, que no sabía lo que se decía; y le dieron la espalda marchándose en busca de profetas menos exigentes, más complacientes, a los que, como dice irónicamente el profeta Isaías, se puede pedir: "No profeticéis sinceramente; decidnos cosas halagüeñas, profetizad ilusiones. Apartaos del camino, retiraos de la senda, dejad de ponernos delante al Santo de Israel"(30,18). Así es la reacción de muchos discípulos de Jesús: cuando sus palabras, o las de la Iglesia, no nos comprometen, cuando no nos afectan directamente, las aceptamos, decimos amén. Pero cuando nos tocan en nuestro egoísmo, cuando denuncian nuestro pecado, cuando nos exigen salir de nuestras posturas poco cristianas o paganas, entonces muchos le dan la espalda, y corren en busca de aquellos oradores y de aquellas ideologías que halagan los oídos y no comprometen la vida. Es la tentación del abandono y de la deserción.
3. ¿A quién iremos?
¿Cuál es la reacción de Jesús ante esta huída, ante aquella incredulidad de algunos discípulos? No lanza condena alguna, no amenaza con la excomunión. Más bien se dirige a nosotros para preguntarnos: "¿También vosotros queréis marcharos?" ¿Tampoco vosotros aceptáis mi palabra ni os fiáis de mí? Mis palabras no son ruido que lleva el viento; mis palabras son vida para el que las acepta, para el que cree. ¿También vosotros queréis marcharos? Dios nunca hace violencia al hombre, nunca lo retiene contra su voluntad. Dios no se nos impone por encima de nuestra libertad. Nos ofrece su amistad, su amor y su benevolencia; nos promete la vida eterna. El hombre es soberanamente libre para aceptarla o rechazarla, para quedarse o marcharse. "Si no os parece bien servir al Señor, escoged a quién servir…Yo y mi casa serviremos al Señor", dijo Josué al pueblo. Pero no todos los discípulos abandonaron a Jesús: "Señor -responde Pedro en nombre de todos los discípulos fieles- ¿a quién vamos a acudir? Tú tienes palabras de vida eterna; nosotros creemos. Y sabemos que tú eres el Santo, consagrado por Dios". ¿A quién vamos a acudir? Entre tanta palabrería vana y huera, ante tantos charlatanes que nos prometen un paraíso feliz aquí en la tierra, ante tanta confusión de la verdad y la mentira, nosotros, Señor, acudimos a ti, creemos sólo en ti, porque sólo tú tienes palabras de vida eterna, porque sólo tú eres la misma y única verdad. Sólo en ti creemos, sólo de ti nos alimentamos, de tu palabra que es luz y verdad, y de tu santo cuerpo, que es gracia y vida, ya desde ahora y para siempre.
Han sido cinco domingos (desde el XVII-XXI) los que la liturgia de la palabra ha dedicado al capítulo sexto de san Juan; no existe ningún otro caso en todo el año litúrgico. Con ello se nos quiere poner de relieve la importancia que tiene la Eucaristía en la vida de la Iglesia; sin ella no hay Iglesia, como nos ha advertido el Papa Juan Pablo II en su última encíclica que no sin razón la titula “La Iglesia vive de la Eucaristía”. Hay demasiada superficialidad en el modo como los cristianos tratamos a la Eucaristía, habiendo en ella tantos valores en juego y entre ellos, la propia supervivencia de la comunidad cristiana. Que el Señor nos ayude a acoger con fe y agradecimiento el don supremo de su presencia real en medio de nosotros por medio de la cual nos hace partícipes de su muerte y resurrección.
José María de Miguel González, O.SS.T.