"Os aseguro que si no coméis la carne del Hijo del hombre y no bebéis su sangre, no tenéis vida en vosotros"
Evangelio según san Juan (6,51-58)
En aquel tiempo, dijo Jesús a la gente: «Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo; el que coma de este pan vivirá para siempre. Y el pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo.»
Disputaban los judíos entre sí: «¿Cómo puede éste darnos a comer su carne?»
Entonces Jesús les dijo: «Os aseguro que si no coméis la carne del Hijo del hombre y no bebéis su sangre, no tenéis vida en vosotros. El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día. Mi carne es verdadera comida, y mi sangre es verdadera bebida. El que come mi carne y bebe mi sangre habita en mí y yo en él. El Padre que vive me ha enviado, y yo vivo por el Padre; del mismo modo, el que me come vivirá por mí. Éste es el pan que ha bajado del cielo: no como el de vuestros padres, que lo comieron y murieron;,el que come este pan vivirá para siempre.»
HOMILIA- I
Para comenzar nuestra reflexión dominical sobre la Palabra de Dios que se nos ha proclamado, escuchemos la invitación de la Sabiduría que nos hace en el libro de los Proverbios: “Venid a comer mi pan y a beber el vino que he mezclado; dejad la inexperiencia y viviréis, seguid el camino de la prudencia”. La Sabiduría en el Antiguo Testamento es una personificación del Hijo, la Palabra del Eterno Padre. La invitación a comer el pan y a beber el vino que la Sabiduría nos ha preparado es, pues, una anticipación a participar en el banquete de la Eucaristía que Jesús ha instituido para nosotros.
1. Para tener vida
Tres ideas principales sobresalen en el texto evangélico que acabamos de leer. Jesús repite una y otra vez que es necesario comer su carne y beber su sangre para alcanzar la vida eterna. A nuestros oídos, como a los oídos de los contemporáneos de Jesús, estas expresiones resultan duras: “¿Cómo puede éste darnos a comer su carne?”, se preguntaban asombrados, o mejor, escandalizados, los judíos, quizá sospechando que se les invitaba a comer carne humana. Jesús, al hablar de la Eucaristía, utiliza deliberadamente este lenguaje chocante para llevar al oyente hacia donde él quiere: para tener en nosotros la vida de Dios hemos de participar de la Eucaristía, hemos de alimentarnos del Pan vivo bajado del cielo, que es Jesucristo. Comer la carne de Cristo es comulgar del Pan que él nos dejó como signo o sacramento de su propia persona. Durante la última cena, en la noche de su pasión, Jesús, antes de entregarse voluntariamente a la muerte por nuestra salvación, se entregó a los Apóstoles en los dones del pan y del vino: ellos son el sacramento de su cuerpo crucificado y de su sangre derramada. Acercarse a la Eucaristía es participar de la muerte redentora de Cristo; es beber en las mismas fuentes de la Vida. En la cruz está la Vida del mundo; por ella nos reconcilió Dios consigo, nos devolvió su gracia y amistad. La Eucaristía es la celebración actualizada de la muerte salvadora de Cristo. Él dio su carne, es decir, entregó su vida para que nosotros viviésemos. Por eso, “el que come de este pan vivirá para siempre”; por eso el que se acerca a la Eucaristía, participa de la vida que brota de la muerte de Cristo en la cruz. Y al revés: “Si no coméis la carne del Hijo del hombre y no bebéis su sangre, no tendréis vida en vosotros”. Y es que toda gracia, todo don, toda vida de Dios tiene su fuente en la muerte redentora de Cristo, que celebramos en cada Eucaristía.
2. Como el Hijo vive por el Padre
Jesús nos invita a comulgar de su cuerpo durante nuestra peregrinación por este mundo, si queremos vivir con él para siempre. Efectivamente, la Eucaristía es el Pan de la vida, porque en ella está realmente presente Cristo, el Autor de la Vida. Por eso, si nos alimentamos ya desde ahora de este Pan, el fruto de esta siembra será, sin duda, la vida que no acaba, la vida de la resurrección. Pues “el que come mi carne y bebe mi sangre tiene en sí la vida eterna y yo le resucitaré el último día”. La Eucaristía es garantía de resurrección, es prenda de vida eterna: ¿cómo no lo va a ser si contiene al mismo Cristo glorioso y resucitado? Por eso Jesús insiste repetidas veces en la necesidad de acercarnos con fe a la mesa eucarística: está en juego nuestra propia salvación. “El que se niega a participar en este banquete no resucitará a la vida eterna en el último día. Para poder encontrar una explicación a esto hay que remontarse al misterio último e impenetrable de Dios: al igual que el Hijo vive únicamente por el Padre, ‘del mismo modo, el que me come, vivirá por mí’. Los que se creen sabios son colocados ante el misterio para ellos absurdo de la Trinidad, para hacerles comprender que no pueden alcanzar la vida definitiva más que en virtud de este misterio. El amor de Dios nunca ha hablado más duramente que aquí a los hombres miopes que creen tener buena vista. No se avanza con ellos paso a paso, sino que se los coloca desde el principio ante el Absoluto”(Hans Urs von Balthasar).
3. Comunión o la unión mutua
Una tercera idea que aparece en este Evangelio la expresa el Señor con estas palabras: “El que come mi carne y bebe mi sangre está en mí y yo en él”. Por medio de la Eucaristía nos unimos a Cristo. Esta es la verdadera comunión: Cristo en nosotros y nosotros en él. El signo que hace real esta íntima unión es la participación en la mesa eucarística: ser comensales de Cristo, sentarnos a su mesa en la que él mismo se nos da como alimento, “porque mi carne es verdadera comida y mi sangre es verdadera bebida”. Convendría escuchar estas palabras de Jesús y tenerlas siempre en cuenta, para valorar como es debido la Eucaristía dominical, que el Señor nos dejó para nuestro bien, para alimento de nuestra fe y garantía de resurrección. Alejarnos de la Eucaristía es despreciar la Vida que ella contiene y da a los que la reciben con fe.
El domingo pasado nos aconsejaba el Apóstol que no pusiéramos triste al Espíritu Santo con que hemos sido marcados; hoy nos presenta esta tarea en positivo: “dejaos llenar del Espíritu Santo”. ¿Y cómo vamos a poder realizar este deseo? Orando y cantando con toda el alma para el Señor, y sobre todo, celebrando la acción de gracias, es decir, la Eucaristía con fe y devoción. En la Eucaristía el Señor Jesús nos comunica su Espíritu, nos llena de su presencia. Siendo la Eucaristía el manantial de tan grandes dones, ¿cómo es que los cristianos la apreciamos tan poco, cómo es que muchos la abandonan por cualquier motivo? Sin ella no tenemos a Cristo, pero tampoco al Espíritu que él nos da, y en última instancia, sin la Eucaristía no tenemos acceso al Padre, pues sólo Jesús es el camino que nos lleva hasta él.
José María de Miguel González OSST
HOMILIA- II
Exégesis: Juan 6, 51-58.
Este discurso no procede de la sinagoga de Cafarnaún, sino de la última Cena. El elemento característico de la Eucaristía es la conexión entre «comida» (sacramental) y aceptación creyente del que se hace presente en el pan de vida. Forma parte del conjunto de reflexiones que desarrollan el signo de la multiplicación de los panes y de los peces. El tema es: Jesús como Pan de vida. El texto comienza: «Yo soy el pan vivo», es decir, el Pan de vida. Hace hincapié en su capacidad para desarrollar la vida: «El que come de ese pan vivirá para siempre». La vida del portador celestial es indestructible: ni siquiera se acaba con la entrega de la vida corporal. «El pan que Yo daré es mi carne»: transición eucarística. Afirmación escandalosa y absurda para los judíos.
Comentario
«Os aseguro que si no coméis… no tenéis vida en vosotros». Afirmación tajante, acentúa la dificultad. «Del Hijo del Hombre»: sólo como Hijo del Hombre celestial se convierte el Jesús terreno en mediador de la vida divina. Sangre y Carne, no físicas, sino cargadas del Espíritu del Hijo del Hombre celestial. La Eucaristía nos introduce en el círculo vital de Dios. Recuerda el icono de la Trinidad de Andrei Rublev.
Colecta: la colecta nos recuerda «consigamos alcanzar tus promesas». La promesa es la revelación a Abraham: Dios es gratuito y quiere acercarse al hombre y compartir su historia. No negocia con el hombre el futuro, sino que se lo da en el presente. La única condición es fiarse de Dios. Si no llegamos a esto es porque no traspasamos hasta Dios nuestras experiencias humanas. Quien no sabe qué es ser querido gratuita e incondicionalmente no puede entender el amor de Dios. Él es el amo de la viña que no necesita obreros, pero quiere que todos participen en la herencia.
«Yo soy» nos remite al Sinaí, al Mesías, al deseado y al que necesitamos. El que sabe el camino que lleva a la satisfacción de los auténticos anhelos. Este Pan sabe a vida eterna «y toda deuda paga». ¡Bien ha merecido la pena el camino de la fe! El toque de Dios ha sido delicado y también duro: por eso muchos lo abandonaron. Pero aunque sea una llamada dura, nunca mata, si no es para dar vida, nunca llaga, si no es para sanar. Sabe a esperanza y plenitud, a sentido de nuestro vivir. Su atracción se convierte en energía del camino. La respuesta surge cuando lo encontramos. Provoca nuestro amor, pero no nos lo roba; sólo nos roba el corazón, pero no toma el robo que robó.
Así como en otro tiempo Israel comió el maná en el desierto y se alimentó mediante la adhesión a la ley dada en el Sinaí, ahora se convoca al mundo entero a aceptar la otra revelación de Dios en el cuerpo partido y la Sangre derramada del Hijo del Hombre. La Eucaristía concreta lo que el autor ha explicado con detalle a lo largo de todo el discurso.
En el cristianismo era incomprensible el celebrar la misa por un motivo distinto de la Comunión en el Cuerpo y Sangre del Señor. Hoy nos hemos acostumbrado a participar en la Misa por otros motivos: obligación, promesa, penitencia… Como el lenguaje «duro» de Cafarnaún, la Eucaristía debe ser la prueba de fuego de la comunidad cristiana.
Manuen Sendín, OSST