«He venido a prender fuego en el mundo, ¡y ojalá estuviera ya ardiendo!
Evangelio según san Lucas (12,49-53):
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos: «He venido a prender fuego en el mundo, ¡y ojalá estuviera ya ardiendo! Tengo que pasar por un bautismo, ¡y qué angustia hasta que se cumpla! ¿Pensáis que he venido a traer al mundo paz? No, sino división. En adelante, una familia de cinco estará dividida: tres contra dos y dos contra tres; estarán divididos el padre contra el hijo y el hijo contra el padre, la madre contra la hija y la hija contra la madre, la suegra contra la nuera y la nuera contra la suegra.»
HOMILIA- I
El fuego del Espíritu
En el fragmento evangélico que acabamos de proclamar aparece Jesús, a primera vista, desconocido: él, el Príncipe de la Paz, como le llama Isaías, habla aquí un lenguaje inusual, no de paz sino de división y enfrentamientos. Eso nos obliga a reflexionar más despacio sobre lo que el Señor quiere decirnos, no vaya a ser que le malentendamos, si nos quedamos con una simple lectura superficial del Evangelio de este domingo.
En primer lugar, Jesús habla del “fuego que he venido a prender en el mundo: ¡y ojalá estuviera ya ardiendo!”. ¿Qué significan estas palabras? El Señor anuncia, con este lenguaje simbólico, la venida del Espíritu Santo que en la mañana de Pentecostés descendería sobre los Apóstoles en forma de llamaradas o lenguas de fuego. El Espíritu Santo es representado como fuego, porque él es, en el misterio trinitario de Dios, el Amor en persona del Padre y del Hijo. Y el amor se parece al fuego que todo lo consume y purifica. Por eso Jesús desea ardientemente que llegue esa hora, el momento en que descienda el Espíritu y comience a sembrar el amor en el corazón de los hombres y a purificar las conciencias de todo pecado: “¡Ojalá estuviera ya ardiendo!”.
Pero, en segundo lugar, la venida del Espíritu Santo está estrechamente ligada a la muerte del Señor. Como dice san Juan, en vida de Jesús, “aún no había sido derramado el Espíritu Santo, pues todavía Jesús no había sido glorificado”. Por medio de las muerte y resurrección del Señor nos llegó a nosotros el don del Espíritu, que el Padre nos envió en su nombre. Jesús anhelaba la llegada de ese momento, aunque bien sabía que le iba a costar caro: “Tengo que pasar por un bautismo, ¡y qué angustia hasta que se cumpla!”. Con esta dolorosa confesión, el Señor se refiere al bautismo de sangre de su próxima pasión. Con el derramamiento de la sangre de Cristo se extenderá el fuego del Espíritu por toda la faz de la tierra.
La tercera cuestión que nos plantea el Evangelio suena así: “¿Pensáis que he venido a traer alo mundo paz? No, sino división”. ¿A qué alude Jesús con esta enigmática afirmación? Pues a los enfrentamientos y divisiones que por su causa se darán entre los hombres. Jesús es una piedra de discordia, de escándalo, aun dentro de los miembros de una misma familia. Es lo que le predijo el anciano Simeón a María, cuando la presentación del Niño Jesús en el Templo: “Éste está puesto para caída y elevación de muchos en Israel, y para señal de contradicción”. Los discípulos de Jesús habrán de sufrir persecución por causa de su fe en él, serán rechazados y aborrecidos incluso por los más cercanos: “el padre contra el hijo y el hijo contra el padre…”. Esta profecía se cumplió puntualmente entonces, cuando los propios familiares denunciaban a las autoridades judías a aquellos de los suyos que habían abrazado la fe cristiana; más tarde, cuando las sangrientas persecuciones del Imperio Romano contra la primitiva Iglesia, miles de cristianos fueron ajusticiados; y, más recientemente, durante la terrible Guerra Civil española, hace casi setenta años, nada menos que 18 obispos y varios miles de sacerdotes, religiosos y religiosas, así como innumerables cristianos laicos fueron denunciados y ejecutados sin piedad. Entre ellos 15 religiosos de nuestra Orden de la SS. Trinidad sufrieron el martirio por su fe en Dios. Y la misma historia se repite hoy en muchos lugares del mundo. A esta guerra, por causa de la fe y por el servicio al reino de la paz y la justicia, se refiere Jesús en el Evangelio de hoy. Una guerra que no cesará mientras haya en el mundo discípulos fieles del Señor que combatan con él por la justicia y la verdad, por los derechos de Dios y los del hombre. El gravísimo atentado que sufrió el Papa Juan Pablo II en la Plaza de San Pedro y que a punto estuvo de costarle la vida, se debió a su incesante predicación en defensa de los derechos de Dios y del hombre, que tanto molestan a los que mandaron asesinarle. El asesinato del Mons. Oscar Romero mientras celebraba la Misa fue la coronación de su compromiso por la verdad y la justicia.
Finalmente, para ser firmes y valientes en este combate de la fe tenemos el ejemplo de Jesús, que fue por delante: “Jesús, renunciando al gozo inmediato, soportó la cruz, sin miedo a la ignominia, y ahora está sentado a la derecha del Padre. Recordad al que soportó la oposición de los pecadores, y no os canséis ni perdáis el ánimo”. Si tuviéramos algo más presente lo que Cristo padeció por nosotros, tal vez no nos quejaríamos tanto de nuestras propias dificultades; si mirásemos más a los mártires que han dado, y siguen dando, su vida por el Señor, superaríamos con más facilidad nuestros pequeños problemas de cada día, pues como nos dice la carta a los Hebreos: “Todavía no habéis llegado a la sangre en vuestra pelea contra el pecado”.
El seguimiento fiel de Jesús nos exige una lucha constante contra todo lo que se opone a Dios y envilece al hombre. A veces esta oposición viene de los hombres, incluso de los más allegados, y otras de nuestras propias malas inclinaciones. En todo caso, la vida cristiana es lucha y combate contra toda forma de mal y de pecado. En esta guerra sin cuartel tenemos con nosotros a Cristo, que fue por delante, y al Espíritu Santo que el Padre nos envió como fuego purificador y como fuerza divina para vencer las asechanzas del maligno. Esta fuerza de Dios la recibimos cada vez que participamos con fe y devoción en la sagrada Eucaristía.
José María de Miguel González, O.SS.T.
HOMILIA- II
Exégesis: Lucas 12, 49-53.
Así termina el capítulo 12 de Lucas: es una habitación oscura sin cuadros, ni paisajes. Hemos estado recogidos para escuchar la Palabra de Jesús. Ha pronunciado algunos breves discursos sobre los agobios y preocupaciones de la vida, sobre la vigilancia y hoy sobre las divisiones que Él va a provocar. Ideas conocidas, pero que siempre llaman la atención.
Siguiendo el texto del Domingo pasado, el evangelio de hoy nos guarda del riesgo de creer que vivimos una historia interminable y sin Dios.
Hay tres metáforas: fuego, agua y enfrentamiento familiar. Por este orden. El agua anula la acción del fuego. Cuando se podía pensar que el agua ha anulado esta acción, la tercera imagen -enfrentamiento familiar- toma la fuerza del fuego, superando los efectos del agua. El fuego que ha venido a prender Jesús es su Palabra. Este fuego tiene que pasar por el Bautismo, el agua. El bautismo es la muerte, pero el fuego no acaba con ella. Los efectos son la división en lo más íntimo y abonado para la unión, la familia. La vigilancia sobre la venida del Hijo del Hombre exige una decisión que puede traer consigo conflictos hasta la ruptura. Lucas describe la división como conflicto de generaciones: tres contra dos y dos contra tres, la suegra contra la nuera; el padre y la madre contra el hijo y la hija. Pero esa separación no será a la larga.
Comentario
Jeremías: Muera ese hombre, porque está desmoralizando a los soldados. La verdad nos hace libres. El mensajero divino siempre debe anunciar la verdad sin remilgos, ni componendas, aunque ello le acarree la cárcel y la muerte. Anunciar la verdad es duro: acarrea el odio y el desprecio del mismo pueblo a quien tanto amó y a quien durante cuarenta años anunció el mismo mensaje sin que le hiciera caso.
Siempre hay Sedecías que captan la verdad. Pero que tienen miedo. Y siempre hay gente sin importancia que saben escuchar
y practicar.
El objetivo cristiano del Evangelio de hoy se formula de una manera escalofriante, brutal. Es uno de los textos que hieren e intranquilizan, pero que fascina.
¡Hay tanto que amar! Las palabras de Jesús siguen encendiendo la hoguera. Toca a nosotros atizarla. El soldado de Jesús o es incendiario en esta guerra o no es nada. Estas palabras chocan con nuestro Jesús que perdona y es nuestro hermano. Es bueno el no querer huir en nuestro desconcierto. También a Jeremías se le acusa de desmoralizar, es decir, proponer otra moral al pueblo, otros valores, otro talante.
Evangelio incendiario. Imaginativamente dice Jesús que tiene que arder este mundo de valores poco filiales y poco fraternos.
Sabremos qué es el fuego cuando, al apuntarnos a los valores del Reino (filiación, fraternidad) que consumen los antivalores (codicia, egoísmo), nos demos cuenta de que somos nosotros los que tenemos que ser incendiados (morir). No es una cruzada para los otros, sino una entrega para nosotros. ¿De qué nos quejamos? «Todavía no habéis llegado a la sangre en vuestra pelea con el pecado».
Jesús, que ha venido a reunir a los hijos de Dios, dispersos se convierte también en signo de contradicción. Cuando los cristianos somos tentados a dimitir de nuestra misión sentimos en el corazón un fuego ardiente. Es el Espíritu que bajó en forma de fuego sobre la Comunidad el día de Pentecostés.
Manuel Sendín, O.SS.T.