Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo; el que coma de este pan vivirá para siempre. Y el pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo.»
Evangelio según san Juan (6,41-51):
En aquel tiempo, los judíos criticaban a Jesús porque había dicho: «Yo soy el pan bajado del cielo», y decían: «¿No es éste Jesús, el hijo de José? ¿No conocemos a su padre y a su madre? ¿Cómo dice ahora que ha bajado del cielo?»
Jesús tomó la palabra y les dijo: «No critiquéis. Nadie puede venir a mí, si no lo atrae el Padre que me ha enviado. Y yo lo resucitaré el último día. Está escrito en los profetas: "Serán todos discípulos de Dios."
Todo el que escucha lo que dice el Padre y aprende viene a mí. No es que nadie haya visto al Padre, a no ser el que procede de Dios: ése ha visto al Padre. Os lo aseguro: el que cree tiene vida eterna. Yo soy el pan de la vida. Vuestros padres comieron en el desierto el maná y murieron: éste es el pan que baja del cielo, para que el hombre coma de él y no muera.
Yo soy el pan vivo que ha bajado del cielo; el que coma de este pan vivirá para siempre. Y el pan que yo daré es mi carne para la vida del mundo.»
HOMILIA- I
Exégesis: 1 Reyes 19, 4-8.
«Con la fuerza de aquel alimento caminó hasta el Monte de Dios». Elías fue un personaje importante de la vida de Israel, profeta fogoso que luchó con energía contra el deterioro social y religioso de su tiempo. Pero hoy, perseguido a muerte por la malévola reina Jezabel, tiene miedo y huye. En el desierto, desanimado, pide a Dios la muerte: «Basta, Señor, quítame la vida». Pero el ángel de Dios le despierta por dos veces. Le manda que coma y beba; que siga su camino hasta donde se encontrará misteriosamente con Dios.
Perseguido a muerte, emprende una especie de peregrinación de vuelta, como remontando al pasado. Algo de Israel vuelve al origen auténtico del pueblo. Toca los límites de la existencia humana, donde ésta linda con la muerte. Una muerte que va cambiando de rostro: persecución, tedio, hambre, pánico sobrecogedor al sentir el misterio. En la cumbre del Horeb culmina la vida de Elías.
Juan 6, 41-51.
Al día siguiente de la multiplicación de los panes en la sinagoga de Cafarnaún, Juan intercala una objeción de los presentes a lo que dice Jesús: ¿Cómo puede decir éste que ha bajado del cielo? Conocen a Jesús, «el hijo de José» y también «a su padre y a su madre». Jesús no contesta, por el momento, a la pregunta. Los verbos utilizados por Juan se repiten: «Ver, venir, creer»; se aña-de otro, «atraer» que indica que la fe no es fruto sólo de nuestro esfuerzo: «Nadie puede venir a mí si no lo atrae el Padre».
Comentario
Crisis vocacional de un profeta. Después del espectacular triunfo de Elías sobre los sacerdotes de los baales, es perseguido por la malévola reina Jezabel y su débil esposo Ajab. El que siempre había aparecido como profeta temperamental, atrevido, incansable, ahora tiene miedo y entra en crisis. Está en el desierto no sólo geográfica, sino psicológicamente. No ve fruto de su predicación, Está cansado de hablar y no ser escuchado. Dimite y huye. In-cluso se desea la muerte: «¡Basta, Señor!», «¡Quítame la vida!». Se siente abandonado de Dios, como Moisés, Jeremías, Jesús en Getsemaní.
Los cristianos conocen también momentos de crisis en su camino. Momentos en que se desaniman y les entran deseos de dimitir. Se encuentran en el desierto como Elías. En dirección contraria a la que trajeron gozosamente los israelitas, cuando venían de Egipto: marcha de la ciudad a Egipto.
La respuesta de Dios. Dios no abandona a Elías. No oye su voz, pero sí la del ángel: «Levántate, come…». Una hogaza de pan y un jarro de agua para seguir el camino. No lo libera de su misión, le da fuerza. Elías, presuntuoso y violento, aprende que sin la ayuda de Dios no puede hacer nada. Después, en el monte Horeb aprende que a Dios no se le reconoce ni en la tormenta, ni en el terremoto, sino en una suave brisa.
El Pan de Vida: Respuesta a nuestra debilidad. Dios nos da un alimento para el camino: su Hijo Jesús. Como sucedió con la mul-titud hambrienta, pero ahora el pan apunta a sí mismo: «Yo soy el Pan vivo». Si lo admitimos en nuestra vida, tendremos fuerzas para seguir el camino, tendremos vida eterna. Cristo, Pan y Pala-bra. Acogemos a Cristo como palabra de Dios, que nos prepara para la segunda «mesa», para que lo recibamos como Pan y Vino eucarísticos.
Manuel Sendín, O.SS.T.
HOMILIA- II
Fe y Eucaristía
“No pongáis triste al Espíritu Santo”. Entre las muchas recomendaciones del Apóstol San Pablo a lo largo de sus cartas ésta es la más impresionante. Hemos sido ‘marcados’ con el Espíritu Santo, es decir, hemos sido hechos templos suyos por el bautismo y la confirmación: él habita en nosotros. Pero nosotros con frecuencia no somos conscientes de tan gran don, no volvemos los ojos de la fe y del amor hacia dentro de nosotros donde habita el Espíritu de Dios. A veces incluso con nuestro comportamiento poco evangélico ponemos triste al Espíritu Santo, porque nos dejamos llevar de “la amargura, la ira, los enfados e insultos y toda maldad”. Pero sobre todo ponemos triste al Espíritu Santo, cuya huella llevamos impresa en el corazón, cuando decae nuestra fe, cuando nos alejamos de la fuente de la Vida que es la Eucaristía.
1. “Murmuraban de Jesús los judíos”
Y el motivo de la murmuración era “porque había dicho: Yo soy el pan que ha bajado del cielo”. La murmuración es siempre signo de incomprensión y de falta de amor para con las víctimas de las malas lenguas; con frecuencia brota de la envidia que todo lo desfigura y enturbia. Murmurar, en el evangelio de san Juan, tiene mucho que ver con la incredulidad, con la falta de fe. Los judíos, es decir, los dirigentes religiosos del pueblo, no se fían de Jesús, lo consideran un embustero, por eso todo lo que él hace y dice lo interpretan torcidamente. Jesús les ha dicho claramente que él viene de Dios, que su origen está junto a Dios. El evangelista lo había afirmado solemnemente en el prólogo de su evangelio: “En el principio existía la Palabra , y la Palabra estaba junto a Dios, y la Palabra era Dios”. Esta Palabra de que habla san Juan es Jesucristo, el Hijo de Dios hecho hombre. Por tanto, hay que creer al Señor cuando nos dice: “Yo he bajado del cielo”. Esto es afirmar su propia condición divina: él viene de Dios, sólo él ha visto al Padre, por tanto hay que aceptar su testimonio, hay que dar fe a su palabra. Pero los judíos no le creen, por eso murmuran despectivamente de Jesús: ¿cómo va a venir éste de Dios si conocemos dónde ha nacido y quiénes son sus padres? Aquellos hombres ilustrados y aparentemente religiosos no podían aceptar que Jesús, el hijo de un humilde carpintero, el hijo de María de Nazaret, fuese el enviado de Dios. Por eso murmuran sembrando la desconfianza a su alrededor, por eso le desprecian, porque no creen en él, porque no le aceptan.
2. Para creer en Jesús
Pero Jesús les enfrenta directamente con su propio pecado: no creen en él porque en realidad está cerrados a la gracia de Dios. Sólo la fe nos abre el camino hacia el misterio de Cristo. Son muchos los que admiran a Jesús, los que lo estiman y respetan como un gran hombre, como un modelo de libertad y de humanidad. Pero nada más, no pasan de ahí; porque son incapaces de ver en él a Dios, de confesarle Hijo de Dios. Por eso dice Jesús: “Nadie puede venir a mí –es decir, nadie puede creer en mí- si el Padre que me ha enviado no le trae… Todo el que oye a mi Padre y recibe su enseñanza, viene a mí”. Esto significa que la fe en Jesús es un don de Dios, no una conquista nuestra, no un mérito propio. Dios nos empuja –como quien dice- interiormente, nos abre los ojos del espíritu parra ver en el humilde Profeta de Nazaret al Hijo de Dios. Creemos en Cristo por la gracia de Dios, por eso nuestra fe en él será tanto más firme, cuanto más correspondamos a la gracia, cuanto más escuchemos al Padre y nos dejemos instruir por él. Pero ¿cómo y dónde nos habla y enseña Dios? En la Sagrada Escritura. Toda la Escritura es la Palabra de Dios que nos habla de Cristo. Por eso la lectura asidua y meditada de la Biblia es el mejor alimento de nuestra fe: a través de ella Dios mismo nos habla de su Hijo, aumentando en nosotros la fe y el amor por él.
3. El alimento de la fe
La fe es el camino hacia Cristo y hacia la Eucaristía que es el don de su presencia entre nosotros; por eso el Señor ha insistido sobre este punto antes de referirse explícitamente al Pan de vida eterna. Y con toda razón, porque es imposible penetrar en el misterio de la Eucaristía, si no damos crédito a su palabra, si no creemos firmemente que él puede hacer lo que dice y promete. La Eucaristía es Jesucristo mismo que se nos da en forma de alimento, fruto de su sacrificio por nosotros: “Yo soy el pan de vida… Si alguno como de este pan vivirá para siempre… Este pan es mi carne para la vida del mundo”. La Eucaristía es el cuerpo del Señor que él mismo nos lo entrega como prenda de vida eterna. El cuerpo de Cristo resucitado que recibimos en la comunión, es la garantía más firme de nuestra propia resurrección. Por eso Jesús nos urge a participar en la Eucaristía, por eso nos invita a alimentarnos de su cuerpo y de su sangre, porque así se asegura nuestra resurrección, la vida parar siempre. Este es el misterio de nuestra fe: ojalá sepamos apreciarlo en todo su valor. La Eucaristía es el don supremo de Cristo a los hombres: la entrega de sí mismo como alimento de la fe y garantía de nuestra futura inmortalidad.
En la oración de entrada de esta Misa hemos pedido a Dios nuestro Padre que aumente en nosotros “el espíritu filial, para que merezcamos alcanzar la herencia prometida” a los hijos. Esa herencia no es otra que la participación en la misma vida divina. Y la prenda de esta herencia, la certeza de que algún día se nos regalará, es la Eucaristía, pues en ella recibimos al Autor de la Vida. Por eso, cuanto más recibimos al Hijo único del Eterno Padre en la comunión eucarística más aumenta en nosotros la conciencia de hijos de Dios y la confianza de ser merecedores de la herencia eterna.
José María de Miguel González, O.SS.T.