"El que quiere a su padre o a su madre más que a mí no es digno de mí; el que quiere a su hijo o a su hija más que a mí no es digno de mí"
Evangelio según san Mateo (10,37-42):
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus apóstoles: «El que quiere a su padre o a su madre más que a mí no es digno de mí; el que quiere a su hijo o a su hija más que a mí no es digno de mí; y el que no coge su cruz y me sigue no es digno de mí. El que encuentre su vida la perderá, y el que pierda su vida por mí la encontrará. El que os recibe a vosotros me recibe a mí, y el que me recibe recibe al que me ha enviado; el que recibe a un profeta porque es profeta tendrá paga de profeta; y el que recibe a un justo porque es justo tendrá paga de justo. El que dé a beber, aunque no sea más que un vaso de agua fresca, a uno de estos pobrecillos, sólo porque es mi discípulo, no perderá su paga, os lo aseguro.»
HOMILIA- I
Para ser dignos de Él
A veces Jesús nos sorprende con un gesto o una palabra desconcertante, que nos sacude interiormente, que nos hace despertar de nuestro habitual letargo. Más o menos todos tenemos ya nuestros propios cánones del amor, es decir, sabemos lo que es el amor y hasta amamos. Pero de repente viene Jesús a perturbar nuestras ideas sobre el amor, poniéndose Él como clave de discernimiento del verdadero amor. ¿No será demasiado?.
1. En los discípulos está Cristo presente
En tiempos de recelo frente al desconocido, el extranjero y el inmigrante, la palabra de Dios resalta hoy los valores y el premio de la hospitalidad. La hospitalidad no es sólo una obra de misericordia, tiene un hondo significado cristológico-trinitario: “El que os recibe a vosotros, me recibe a mí, y el que me recibe, recibe al que me ha enviado”. Con palabra clara y directa Jesús nos descubre a quién acogemos cuando recibimos a sus enviados. Los apóstoles, los misioneros, son enviados por Jesús para realizar su misma obra de reconciliación, predicando la buena noticia del Evangelio y celebrando los sacramentos que nos comunican la salvación. El misionero, el apóstol, no va por su cuenta, no predica un mensaje propio, es un enviado, un embajador de Cristo, por eso el que acepta su palabra y lo acoge, está acogiendo a Cristo mismo que se hace presente y actúa por medio de sus enviados. Pero Jesús nos dice algo más. También Él es un enviado, mejor dicho, Jesús es el Enviado del Padre, el último y definitivo enviado del Padre, porque es el Hijo único. De modo que el que acoge la palabra y la obra de Jesús está acogiendo al Padre mismo. En última instancia, es el Padre el que está detrás del envío del Hijo al mundo, el que habla y actúa por Él. El Padre es la fuente y el origen de nuestra salvación realizada por Jesucristo con su vida, muerte y resurrección y consumada con el envío del Espíritu Santo en Pentecostés. Por eso, puede decir Jesús que el que recibe a sus discípulos no sólo le recibe a Él que los envía, sino a su Padre, que lo envió a Él. Por la hospitalidad entramos en el misterio mismo de Dios Trinidad, que es comunión de Amor, nos abrimos a los demás, salimos de nosotros mismos, y así la hospitalidad nos educa para el amor.
2. Un amor superior, por encima de los lazos de la carne y de la sangre.
Las exigencias que Jesús nos plantea hoy en el evangelio serían intolerables, si no fueran expresión de su misterio personal. Así como Dios, Creador y Padre, exige de sus criaturas, de sus hijos, un amor sobre todas las cosas, así también Jesús exige a sus discípulos el amor mayor: más que a los padres y a los hijos, incluso más que a sí mismos. Amor total que se expresa y realiza al tomar la cruz del seguimiento y, si llegara el caso, en dar la vida por Él. Por tres veces repite Jesús que no es digno de Él el que no le ama más que a lo que más amamos en este mundo: a los padres, a los hijos, y a uno mismo. Este el amor mayor, el amor más grande que hace posible todos los demás amores. Por eso no podemos anteponer a nada ni a nadie al amor de Cristo. Pero hay que entenderlo bien: el amor a Cristo no entra en competición con el amor humano a los padres, a los hijos y a uno mismo. Al contrario, el amor mayor a Cristo hace posible que amemos más a aquellos a quienes tenemos el deber de amar. El amor a Cristo no nos aparta del amor humano más cercano y entrañable, lo que hace es ampliarlo hasta abarcar no sólo a los seres queridos de la propia carne y sangre, sino también a todos los hijos de Dios. No es digno de Cristo aquel que sólo ama a los de su círculo familiar. Si Cristo ha dado su vida como señal suprema de su amor a todos los hombres y mujeres, el amor a Cristo hace que amemos también a los que Él ama. Pero esto sólo es posible si le amamos a Él más que a nada y nadie en el mundo.
3. “Consideraos muertos al pecado y vivos para Dios en Cristo Jesús”
Las exigencias de Jesús son realizables en la medida en que el discípulo es introducido y vive el misterio de Cristo. La vida cristiana, con Cristo como centro y alma de la misma, es vida bautismal: muertos con Cristo, sepultados con él, para vivir una vida nueva, donde no hay ya lugar para el pecado. El bautismo es la puerta de la vida cristiana, por ella Cristo nos introduce en su propio misterio de salvación: somos sumergidos en el agua a semejanza de la muerte de Cristo, para morir y ser sepultados con Él. Pero no nos quedamos dentro del agua, no permanecemos en la sepultura, sino que salimos vivos, con Cristo vivo, a una vida nueva, la que brota de la resurrección y del don del Espíritu. Todo en la vida cristiana depende del bautismo, y toda ella no es sino el desarrollo de la gracia bautismal. Por eso es tan importante evocar el día de nuestro bautismo, tenerlo muy presente, ser muy agradecidos por el don recibido en la fuente bautismal: aquel día Cristo nos integró en su cuerpo, que es la Iglesia, nos dio el don de su Espíritu, y así el Padre nos adoptó como hijos en su Hijo amado.
Ahora bien, si por el bautismo entramos en el misterio de la muerte y la resurrección de Cristo, es en la eucaristía donde este misterio de salvación se hace realmente presente. El bautismo apunta a la eucaristía, el bautizado vive de la eucaristía. Por eso participar de la eucaristía dominical no puede ser una carga, un peso que muchos se sacuden con frecuencia, sino el modo de ser y de vivir como cristianos. Sin la eucaristía no es posible vivir la vida bautismal, sin eucaristía no hay vida cristiana.
José Mª. de Miguel, O.SS.T.
HOMILIA- II
Exégesis: Mateo 10, 37-42.
Para explicar la conmoción que provoca la opción cristiana, el evangelista Mateo aplica las palabras del profeta Miqueas: «Porque el hijo deshonra al padre, se levantan la hija contra la madre, y la nuera contra la suegra y los enemigos de uno son los de su casa» (Miq 7, 6). La lealtad a Jesús ha de superar cualquier otra, aún familiar; será la única incondicional. No es que Jesús provoque o declare la guerra, sino que su mensaje provoca la hostilidad de los que lo rechazan; son ellos quienes empuñan la espada.
Este texto pertenece a las recomendaciones de Jesús a los doce al enviarlos al medio religioso-judío. El supuesto es: un hermano entregará a la muerte a su hermano… Seréis odiados por todos. Por eso se nos dice inmediatamente: «No he venido a traer la paz». Nuestro texto obedece a una situación de encuentro en la misma familia del enviado por Jesús: cuando se encuentre solo en una alternativa excluyente, el apego a Jesús o la conservación de la vida. Quien no tome su cruz: no significa buscar penalidades, sino el riesgo mortal al modo del riesgo mortal de Jesús. No es digno de mí: es la disponibilidad a renunciar a valores como la familia y la vida por Jesús. Es paradójico el perder y encontrar la vida: por su apego a Jesús, el enviado sabe que puede compartir su muerte y su vida. Los receptores del enviado tendrán el mismo premio que Él.
Este texto tiene tres instrucciones de gran calado:
a) preferir a Jesús por encima de los miembros de la familia. Cambio de la familia de sangre por la familia de Dios en la que Jesús ocupa un puesto privilegiado.
b) Cargar con la cruz: entregar la propia vida por fidelidad al que se sigue, aceptando el dolor producido en la entrega. La cruz genuina cristiana es la que aparece en nuestra vida como conse-cuencia del seguimiento de Jesús. No podemos olvidar el contenido místico: relación e imitación a Cristo crucificado.
c) Jesús se identifica con los discípulos de tal forma que el que acoge al discípulo, lo acoge a Él. «El enviado de un hombre es como si fuera él mismo», decía un proverbio judío.
Comentario
Para comprender los versículos referidos al padre, a la madre, a los hijos, hemos de recordar la importancia de la familia en la sociedad mediterránea del s. I. El grupo de parentesco lo era todo: lugar de socialización, refugio en la enfermedad, ámbito de de-fensa. Una persona sin este grupo de referencia, no era nadie: se convertía en un marginado social. En este contexto precisamente, Jesús recuerda: «No es digno de mí». El seguimiento a Jesús va más allá del sentimiento, de la afectividad, se trata de la elección afectiva. No pide que se deje de querer a la familia, pero si hay conflicto con la adhesión a Él, hay que estar dispuesto a romper aunque conlleve la marginación.
Este Evangelio me asombra, pues me parece que Jesucristo presenta un reto difícil de superar: amamos a los padres y hermanos y queremos que la cruz se aleje de nuestro entorno. También Jesús preguntó ante la cruz el porqué. El seguimiento de Jesús involucra a todo el hombre hasta sus más íntimos deseos y amores. El hombre Jesús compartió banquetes, alegrías y amor. No resistió el dolor de Jairo ni el de la viuda de Naín. Perdonó a la adúltera y permitió a la Magdalena que le enjugara con sus cabellos porque «había amado mucho». Pero, si en un momento determinado son incompatibles los amores y la fidelidad a Él, hay que apostar por Él.
Nosotros, posiblemente no tengamos que hacer esa elección, pero sí pequeñas elecciones entre nuestros amores y lo que Jesús piensa de ellos: atender con cariño a los padres; no nos matarán pero existen muertes día a día y entonces tenemos que optar sin alharacas, ni brillo por Él.
Estas frases proclaman que Jesús es el valor absoluto a quien rendimos nuestra vida y al que proclamamos centro. «¡Jesucristo es el Señor!» Esta elección por Jesús es la feliz consecuencia de nuestra experiencia religiosa. Dejemos que estas frases tan radi-cales caigan sobre nuestra intimidad como losas para un sólido fundamento.
Con ellas no se puede rebajar el Evangelio. La teoría se concreta en un vaso de agua fresca. El discípulo se convierte en aguador de sedientos. Elías, después de beber de esta agua, caminó cuarenta días y cuarenta noches, llegó al Monte de Dios y regresó para cambiar la historia.
Manuel Sendín, O.SS.T.