"Si me amáis, guardaréis mis mandamientos. Y yo le pediré al Padre que os dé otro Paráclito, que esté siempre con vosotros, el Espíritu de la verdad"
Evangelio según san Juan (14,15-21):
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:
«Si me amáis, guardaréis mis mandamientos. Y yo le pediré al Padre que os dé otro Paráclito, que esté siempre con vosotros, el Espíritu de la verdad. El mundo no puede recibirlo, porque. no lo ve ni lo conoce; vosotros, en cambio, lo conocéis, porque mora con vosotros y está en vosotros. No os dejaré huérfanos, volveré a vosotros. Dentro de poco el mundo no me verá, pero vosotros me veréis y viviréis, porque yo sigo viviendo. Entonces sabréis que yo estoy en mi Padre, y vosotros en mí y yo en vosotros. El que acepta mis mandamientos y los guarda, ese me ama; y el que me ama será amado por mi Padre, y yo también lo amaré y me manifestaré a él».
HOMILIA- I
Amar para conocer
1. “No os dejaré desamparados”, dice el Señor en este domingo de despedida antes de la Ascensión. Son palabras de consuelo y de ánimo para los discípulos que ya presienten la partida definitiva de Jesús al Padre. “Dentro de poco el mundo no me verá, pero vosotros me veréis, y viviréis, porque yo sigo viviendo”.
Ver a Jesús es vivir, porque eso significa participar de su misma vida divina: “Sabemos que cuando se manifieste, seremos semejantes a él, porque le veremos tal cual es”(1Jn 3,2). Pero ¿cómo podrán los discípulos ver al Señor si él se va? Esta es la cuestión que hoy nos plantea el Evangelio: ¿cómo podemos ver al Señor, que es la fuente de nuestra vida? Ver al Señor mientras caminamos por este mundo, quiere decir experimentar su presencia amorosa, sentirlo a nuestro lado, cercano y compañero. Evidentemente, si él se va a prepararnos sitio en la casa del Padre, no podemos verlo con los ojos corporales. Se trata, pues, de otro tipo de visión, aquella que brota de los ojos de la fe iluminados por el amor. La luz de la fe, por la que vemos a Cristo, es el amor que se expresa y realiza en la práctica de los mandamientos, o sea, siendo fieles al Evangelio. Así nos lo ha recordado Jesús: “Si me amáis, guardaréis mis mandamientos; y al que me ama, mi Padre lo amará, y yo también lo amaré y me revelaré a él”.
2. El amor es una forma superior de conocimiento. El que ama conoce más, ve más, penetra más profundamente los secretos de la persona amada, que escapan a una mirada superficial. Si amamos de verdad, el amor nos envuelve y transfigura. No se puede ocultar la fuerza ardiente del amor. ¿Acaso no se nota cuando una persona está realmente enamorada? ¿No cambia su vida? ¿No lo ve todo con otros ojos, que son precisamente los ojos de la persona amada? “Préstame tus ojos”, es el hermoso título de un libro sobre el amor de Cristo. Lo mismo le pasa al creyente: si amamos a Cristo, toda nuestra vida estará poseída por el amor de Dios, y sentiremos el abrazo amoroso del Padre y del Hijo, que no es otro que el Espíritu Santo: “Al que me ama, lo amará mi Padre, y yo también le amaré y me revelaré a él”. Es el circuito del amor trinitario en que vive el creyente, y en donde ve y experimenta a Cristo. “Vosotros me veréis”, había dicho el Señor a los discípulos. Y así es: el que ama a Jesucristo lo verá porque, según su promesa, “me revelaré a él”. Conocemos a Jesús por el amor y desde él, a su luz, todo se transfigura. El Señor nos presta sus propios ojos para verlo todo a través de él.
3. Jesús se va, pero “yo le pediré al Padre que os dé otro Defensor que esté siempre con vosotros, el Espíritu de la verdad”. El Señor no nos deja huérfanos, no nos abandona a nuestra suerte, se queda con nosotros de un modo nuevo, mediante el Espíritu Santo que descenderá sobre la Iglesia en Pentecostés. El Espíritu de Cristo vive dentro de nosotros, es el alma y la vida de la comunidad cristiana, de esta comunidad reunida en el nombre del Señor. Jesús lo llama Defensor (Paráclito), ‘otro Defensor’. Durante su vida mortal, Jesús había cuidado de los discípulos, como el Buen Pastor que da la vida por sus ovejas, los había defendido hasta el punto de entregarse a sus enemigos para que lo detuvieran a él, y dejaran marchar libres a sus discípulos. Ahora, cuando él se va, promete “otro Defensor” que esté siempre con los discípulos. El Espíritu Santo es el defensor que cuida de la Iglesia, que vela por nosotros y nos protege, que defiende nuestra fe de los virulentos ataques a que está constantemente sometida desde distintos frentes. No estamos solos; el Espíritu de Cristo vive con nosotros. Y por eso podemos cumplir el encargo de Pedro: “Glorificad a Cristo en vuestros corazones y estad siempre prontos para dar razón de vuestra esperanza a todo el que os la pidiere”.
El Espíritu de la verdad que Jesús nos promete, es el que nos anima y conforta interiormente para ser sus testigos en un mundo descreído y agnóstico, para saber dar razón de nuestra esperanza que es Cristo, pues en él hemos puesto toda nuestra fe, nuestra vida y nuestra muerte, en él que “murió en la carne, pero volvió a la vida por el Espíritu”. Este es el misterio de nuestra salvación que nos disponemos a celebrar ahora con alegría en la mesa eucarística.
José Mª. de Miguel, O.SS.T.
HOMILIA- II
Exégesis: Juan 14, 15-21.
El texto de hoy está delimitado por una inclusión: «Si me amáis, obedeceréis mis mandamientos» (v. 15) y «El que acepta mis preceptos y los pone en práctica ese me ama de verdad» (v. 21). Se resalta el verbo amar, algo que constituye un convencimiento profundo en la Comunidad del discípulo amado. En el AT este amor se expresa de idéntica manera al hablar de la Alianza entre Yahvé e Israel: «Amarás al Señor tu Dios» (Dt 6, 5). Lo sorprendente es que Jesús reclama para sí lo que la tradición bíblica exige para Dios. Se apunta así el misterio del Hijo y su relación con el Padre. Este amor es imprescindible para que Él se manifieste a sus discípulos y el Padre haga posible su presencia de un modo nuevo. «Os daré un corazón nuevo», había dicho Ezequiel; este don nuevo es el «otro Paráclito»: «ayudante», «protector», «abogado», «defensor», «intercesor». «Que esté con vosotros siempre»; «el Valedor os lo enseñará todo y os recordará todo», «dará testimonio de mí», «convencerá al mundo de un pecado»; «Espíritu de la Verdad». Su actuación está en continuidad con la de Jesús. Este «otro paráclito» hará que no olviden las enseñanzas de Jesús.
Estará siempre donde los discípulos. Hará posible el que resuene la promesa divina «yo estaré contigo». Para los que no aceptan que Jesús es la Verdad les resulta desconocido; los discípulos, en cambio, lo conocen porque vive y está en ellos. Jesús volverá; los discípulos tendrán ojos nuevos para verlo.
Comentario
El discípulo de Jesús tiene un caudal impensable de amor; amor a Jesús y ser amado por Jesús y por el Padre. Este caudal nadie lo ve ni adivina, pero corre siempre; apacible unas veces, impetuoso otras. El Espíritu es un vidente en profundidad. Ve y conoce a Jesús y al Padre. El discípulo es una persona consciente de hallarse en el definitivo tiempo de gracia. Este discípulo conoce el Espíritu porque vive de su aliento y está asentado en su Verdad.
La Comunidad del discípulo amado, como todas las comunidades desde entonces, está en una situación delicada: Jesús se ha ido corporalmente y los suyos pueden sentirse solos y hasta perdidos; encontrarse como huérfanos. (Estaban acostumbrados a su voz y a sus regañinas). Como las amenazas interiores y exteriores no pueden camuflarse, necesitan saber dónde está Jesús, encontrarse con su persona. Pues bien, experimentan su presencia por el Espíritu. Con Él, perciben a Jesús a su lado, lo ven en la fe, conocen sus enseñanzas, siguen su estilo de vida. Es la garantía segura para experimentar al Resucitado.
El Espíritu se muestra como «otro Jesús». Presencializa la actuación y las palabras de Jesús, haciendo posible su perma-nencia entre los suyos. Con el Espíritu que «vive con vosotros y está con vosotros» se sacraliza al hombre y a través de él a toda la creación. El Padre se acerca así al hombre en Jesús; no necesitamos buscarlo en lugares desconocidos, Él se nos entrega. Más que buscar a Dios para encontrarlo fuera de uno mismo conviene dejarse encontrar por Él, descubrir y aceptar su presencia en la relación de Hijo-Padre.
Manuel Sendín, O.SS.T.