"Vosotros sois la sal de la tierra". Pero si la sal se vuelve sosa, ¿con qué la salarán? No sirve más que para tirarla fuera y que la pise la gente. "Vosotros sois la luz del mundo". No se puede ocultar una ciudad puesta en lo alto de un monte.
Evangelio según san Mateo (5,13-16):
EN aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:
«Vosotros sois la sal de la tierra. Pero si la sal se vuelve sosa, ¿con qué la salarán?
No sirve más que para tirarla fuera y que la pise la gente.
Vosotros sois la luz del mundo. No se puede ocultar una ciudad puesta en lo alto de un monte.
Tampoco se enciende una lámpara para meterla debajo del celemín, sino para ponerla en el candelero y que alumbre a todos los de casa.
Brille así vuestra luz ante los hombres, para que vean vuestras buenas obras y den gloria a vuestro Padre que está en los cielos».
HOMILIA- I
Exégesis: Mateo 5, 13-16.
Los destinatarios son los discípulos de Jesús, los que han acep-tado colaborar con él para dar sentido al universo humano. Este universo aparece en luz del mundo y sal de la tierra.
Vosotros sois la sal de la tierra. Vosotros sois, con sujeto explícito y con énfasis. Vosotros, no otros: es una formulación de identidad. Vosotros es el portador metafórico, la metáfora, de lo que la sal es y significa. Pero si la sal… Es una contraposición y suena a advertencia.
Vosotros sois la luz del mundo. Paralelismo con la frase anterior. Sois los portadores metafóricos de lo que la luz es y significa. Pero ya no hay contraposición como con la sal, sino una incitación: Si sois luz, no podéis vivir ocultos. La luz son vuestras obras buenas. A través de vuestras buenas obras se descubre la existencia del Padre.
Isaías 58, 7-10.
El ayuno que Dios quiere es lo contrario a encerrarse en sí mismo, a ser egoísta. Con términos como «abrir, hacer saltar, romper, dejar libre, partir, hospedar, vestir», el poeta nos recuerda que debemos romper esta actitud de encerramiento. Salir de uno mismo para ofrecerse a los demás: ayudar al pobre, partir el pan.
Sólo así la luz romperá. El que lo hace se convierte en luz que trasforma el mundo. Es un proceso lento como el crecimiento de la piel sobre la herida curada
Comentario
Los discípulos, a pesar del ambiente adverso de la última bien-aventuranza (os injuriarán, os calumniarán), han de permanecer alegres, porque la recompensa será el Reino de Dios. Ante un entorno difícil existe el peligro de ocultar el Evangelio y todo lo que conlleva. La sal da sabor, pero también ayuda a conservar los alimentos. Quienes viven los valores del Reino aportan el sabor del Evangelio, aportan ese sabor a la sociedad en que viven. Pero, si dejan de ser lo que son, pierden el sabor. También deben ser luz, que luce en la casa y es referencia para los caminantes.
Así el papel del discípulo es sazonar, dar el punto, conservar, iluminar, orientar: ser sal y ser luz. Como la sal no se la ve (se siente en el gusto), como a la luz sí se la ve (ilumina). Dejarse sentir sin ser visto es una tarea, pero también un arte.
Las pequeñas parábolas del Evangelio, sal, levadura, grano de mostaza tienen un dinamismo especial que debe ser el de la fe. La sal puede poner en el interior del hombre un sabor y gracia desconocida. Necesitamos «salar la fe». Todo tendría un sabor nuevo: vida, muerte, convivencia, soledad, trabajo y fiesta. ¿Será el sabor de Dios?
La religión no es una luz para lucirnos, para que se nos vea, sino para iluminar y ayudar a los demás. No se pone debajo de un celemín, no somos francotiradores. El discípulo de Jesús es pieza indispensable. Sin él, al mundo le faltará sazón, le faltará chispa. ¡Qué enorme responsabilidad! ¡Qué maravillosa responsabilidad! Sal de la tierra: alegría de las gentes, condimento de vida; algo tan necesario como el pan que comemos.
Para llegar a Dios y que rompa la luz como la aurora, el profeta lo hace sencillo: partir el pan, hospedar; entonces la oscuridad se volverá mediodía. Ayunar es compartir el pan con el hambriento; dar trabajo al parado, conformarte con ganar algo menos. Nunca es una exigencia moral, es abrirse a Dios y a los demás.
Manuel Sendín, O.SS,T,
HOMILIA- II
“Vosotros sois la sal de la tierra”, nos dice el Señor. La sal, lo sabemos, no sirve por sí misma: no se come directamente la sal, nos envenenaría, pero sirve para condimentar, para dar sabor a los alimentos, para preservarlos de la corrupción, e incluso para fertilizar los campos de cultivo. La función natural de la sal es de acompañamiento, de servicio, sin aparecer en primer plano, sin hacerse notar. Sólo cuando falta, percibimos su ausencia; o cuando está en proporción excesiva, porque no la soportamos y nos hace daño.
Con la imagen de la luz, “vosotros sois la luz del mundo”, Jesús alude a lo mismo, es decir, a su función de cara a los demás: la luz ilumina los contornos de las cosas, de los objetos. En realidad, nosotros no vemos la luz, contemplamos las montañas, los valles, la nieve, los monumentos, los niños…, iluminados por la luz. También en este caso nos percatamos de su valor e importancia cuando nos falta, o no la toleramos, porque nos ciega, cuando su intensidad es excesiva.
Ahora ya se comprende mejor hacia donde apunta Jesús cuando nos dice: “Vosotros sois la sal de la tierra”, “vosotros sois la luz del mundo… Alumbre así vuestra luz a los hombres para que vean vuestras buenas obras y den gloria a vuestro Padre que está en los cielos”.
En todo este discurso, el Señor se habla de las ‘buenas obras’ a favor de los demás. Desde luego no se trata de hacer obras buenas para el lucimiento personal, que eso se llama hipocresía y vanidad. Más bien que no sepa tu mano derecha lo que hace la izquierda: que tu comportamiento sea como la sal y la luz que sirven sin aparentar, ayudan sin darse importancia, sin apenas hacerse notar. Estas ‘buenas obras’, que son el testimonio más eficaz, aquel que puede conducir a los hombres a Dios, aparecen estupendamente señaladas en el libro del profeta Isaías. Este gran profeta de Israel denuncia como falsa e inauténtica una religión de puro culto, de brillantes ceremonias litúrgicas, de ritos vacíos y rutinarios; en una palabra, Isaías ataca duramente una religiosidad de puro cumplimiento exterior, contraponiéndola con la verdadera religión: que es aquella que sirve y da culto a Dios en la iglesia, pero sin descuidar la justicia con el prójimo, el amor al hermano. Entonces sí, nuestra presencia en la iglesia, nuestra oración, será verdadera religión, será culto auténtico, agradable a Dios. Para orientarnos en este camino, el profeta Isaías nos da alguna pista, nos señala cuáles son esas ‘obras buenas’ que hacen verdadera nuestra religiosidad, que dan autenticidad a nuestro culto dominical.
Ante todo, nos enseña lo que debemos evitar a toda costa: hay que desterrar de nuestra conducta cualquier forma de opresión, es decir, de prepotencia, de despotismo. Por ejemplo, en la relación de los esposos entre sí, de los padres con los hijos, de los jefes o encargados con sus subordinados, de los profesores con los alumnos, de los sacerdotes con los fieles. Hay que desterrar también de nuestro modo de comportarnos y actuar los gestos dictatoriales, las actitudes amenazadoras. Siempre, en estos casos, el profeta alude a los que son más porque tienen más poder o más dinero o son más grandes con respecto a los más débiles y pequeños. Hay que desterrar la maledicencia, el hablar mal del prójimo enturbiando su buena fama, poniendo en entredicho su honorabilidad, intrigando mezquinamente, zancadilleando.
En segundo lugar, el profeta Isaías nos indica lo que debemos hacer, la parte positiva del comportamiento de los cristianos: “Parte tu pan con el hambriento; hospeda a los pobres sin techo; viste al desnudo; no te cierres a tu propia carne”, que significa: no te cierres a ti mismo ante las necesidades del prójimo. Como ven, se trata de obras que miran a los demás, que nos obligan a salir de nosotros, de nuestro pequeño círculo, enfrentándonos con los graves problemas y necesidades de innumerables hermanos. El profeta Isaías nos urgido a practicar algunas de esas ‘obras buenas’, empezando por “parte tu pan con el hambriento… Entonces brillará tu luz en las tinieblas, tu oscuridad se volverá mediodía”. Y Jesús añade: “Alumbre así vuestra luz a los hombres, para que den gloria a vuestro Padre”. Tanto el profeta Isaías como sobre todo Jesús piden al creyente la luz y la sal de las buenas obras: este testimonio vale más que mil palabras, porque son las buenas obras, las obras de misericordia, las que hacen verdadera y creíble nuestra religión. A la vista de esto, ¿qué sentimos en nuestro interior cuando escuchamos al Señor que nos dice “vosotros sois la sal de la tierra”, “vosotros sois la luz del mundo”? ¿Lo somos realmente?
José María de Miguel, O.SS.T.