Domingo 5º de Cuaresma – Ciclo A
26 de marzo de 2023
LECTURAS
Primera lectura
Lectura de la profecía de Ezequiel (37,12-14):
Así dice el Señor: «Yo mismo abriré vuestros sepulcros, y os haré salir de vuestros sepulcros, pueblo mío, y os traeré a la tierra de Israel. Y, cuando abra vuestros sepulcros y os saque de vuestros sepulcros, pueblo mío, sabréis que soy el Señor. Os infundiré mi espíritu, y viviréis; os colocaré en vuestra tierra y sabréis que yo, el Señor, lo digo y lo hago.» Oráculo del Señor.
Salmo 129,1-2.3-4ab.4c-6.7-8
R/. Del Señor viene la misericordia,
la redención copiosa
Desde lo hondo a ti grito, Señor;
Señor, escucha mi voz,
estén tus oídos atentos
a la voz de mi súplica. R/.
Si llevas cuentas de los delitos, Señor,
¿quién podrá resistir?
Pero de ti procede el perdón,
y así infundes respeto. R/.
Mi alma espera en el Señor,
espera en su palabra;
mi alma aguarda al Señor,
más que el centinela la aurora.
Aguarde Israel al Señor,
como el centinela la aurora. R/.
Porque del Señor viene la misericordia,
la redención copiosa;
y él redimirá a Israel
de todos sus delitos. R/.
Segunda lectura
Lectura de la carta del apóstol san Pablo a los Romanos (8,8-11):
Los que viven sujetos a la carne no pueden agradar a Dios. Pero vosotros no estáis sujetos a la carne, sino al espíritu, ya que el Espíritu de Dios habita en vosotros. El que no tiene el Espíritu de Cristo no es de Cristo. Pues bien, si Cristo está en vosotros, el cuerpo está muerto por el pecado, pero el espíritu vive por la justificación obtenida. Si el Espíritu del que resucitó a Jesús de entre los muertos habita en vosotros, el que resucitó de entre los muertos a Cristo Jesús vivificará también vuestros cuerpos mortales, por el mismo Espíritu que habita en vosotros.
Lectura del santo evangelio según san Juan (11,3-7.17.20-27.33b-45):
En aquel tiempo, las hermanas de Lázaro mandaron recado a Jesús, diciendo: «Señor, tu amigo está enfermo.»
Jesús, al oírlo, dijo: «Esta enfermedad no acabará en la muerte, sino que servirá para la gloria de Dios, para que el Hijo de Dios sea glorificado por ella.»
Jesús amaba a Marta, a su hermana y a Lázaro. Cuando se enteró de que estaba enfermo, se quedó todavía dos días en donde estaba.
Sólo entonces dice a sus discípulos: «Vamos otra vez a Judea.»
Cuando Jesús llegó, Lázaro llevaba ya cuatro días enterrado. Cuando Marta se enteró de que llegaba Jesús, salió a su encuentro, mientras María se quedaba en casa.
Y dijo Marta a Jesús: «Señor, si hubieras estado aquí no habría muerto mi hermano. Pero aún ahora sé que todo lo que pidas a Dios, Dios te lo concederá.»
Jesús le dijo: «Tu hermano resucitará.»
Marta respondió: «Sé que resucitará en la resurrección del último día.»
Jesús le dice: «Yo soy la resurrección y la vida: el que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá; y el que está vivo y cree en mí, no morirá para siempre. ¿Crees esto?»
Ella le contestó: «Sí, Señor: yo creo que tú eres el Mesías, el Hijo de Dios, el que tenía que venir al mundo.»
Jesús sollozó y, muy conmovido, preguntó: «¿Dónde lo habéis enterrado?»
Le contestaron: «Señor, ven a verlo.»
Jesús se echó a llorar. Los judíos comentaban: «¡Cómo lo quería!»
Pero algunos dijeron: «Y uno que le ha abierto los ojos a un ciego, ¿no podía haber impedido que muriera éste?»
Jesús, sollozando de nuevo, llega al sepulcro. Era una cavidad cubierta con una losa.
Dice Jesús: «Quitad la losa.»
Marta, la hermana del muerto, le dice: «Señor, ya huele mal, porque lleva cuatro días.»
Jesús le dice: «¿No te he dicho que si crees verás la gloria de Dios?»
Entonces quitaron la losa.
Jesús, levantando los ojos a lo alto, dijo: «Padre, te doy gracias porque me has escuchado; yo sé que tú me escuchas siempre; pero lo digo por la gente que me rodea, para que crean que tú me has enviado.»
Y dicho esto, gritó con voz potente: «Lázaro, ven afuera.»
El muerto salió, los pies y las manos atados con vendas, y la cara envuelta en un sudario.
Jesús les dijo: «Desatadlo y dejadlo andar.»
Y muchos judíos que habían venido a casa de María, al ver lo que había hecho Jesús, creyeron en él.
HOMILIA- I
Exégesis: Juan 11, 1-45.
La tradición sinóptica conoce dos resurrecciones: la de la hija de Jairo y la del hijo de la viuda de Naín. El cuarto evangelio cierra la serie con el impresionante relato de la resurrección de Lázaro. Juan se detiene a pormenorizar el impresionante acontecimiento y las circunstancias concretas. Una idea domina: Jesús vence la muerte y da vida. Hay una información sobre la enfermedad de Lázaro: «Tu amigo está enfermo». Le sigue un diálogo de Jesús con sus discípulos: «Nuestro amigo Lázaro está dormido». Encuentro de Jesús con Marta: «tu hermano resucitará». Diálogo de Jesús con María: «Si hubieras estado aquí …». Reacción de los judíos: «¿No pudo impedir que éste muriera»? Resurrección de Lázaro: «Lázaro, sal fuera». Finalmente, reacción ante el signo de Jesús: «Muchos creyeron en Él. Pero….».
Así podemos hilvanar el argumento: Jesús es informado de la enfermedad de Lázaro, pero se queda fuera de Judea, retrasando su ida a Betania. Jesús llega a Betania, pero se queda fuera, retrasando su ida a la tumba. Jesús llega a la tumba y resucita a Lázaro. El signo se retrasa hasta el final, caso único en el cuarto Evangelio. Este retraso es un recurso para hacer del milagro el clímax del relato. Los personajes salen de donde están y van a donde está Jesús.
Es un milagro contado con maestría. El séptimo y el último de los que comenzaron en Caná. Victoria sobre el último enemigo, la muerte, su resurrección prefigura la de Jesús: tres días, sepulcro, vendas. El gesto y el grito «Sal fuera» va acompañado de una declaración: «Yo soy la resurrección y la vida».
Comentario
«Si hubieras estado aquí». Cuando Jesús se encuentra en Betania con Marta, su hermano ya llevaba cuatro días enterrado. Las palabras de la hermana contienen un cariñoso reproche pero al mismo tiempo muestran una fe ilimitada en el poder de Jesús. Jesús le hace una promesa con lo más granado del relato: «Tu hermano resucitará»… «Yo soy la resurrección y la vida». Son un desafío para Marta. Ésta no sólo es una mujer creyente, sino confesante: «Sí, Señor…»
«Te doy gracias, Padre, porque me has escuchado…». Jesús reza emocionado. Es una oración de acción de gracias, es el modelo de la oración cristiana. Su grito potente es su voz, realizadora de milagros que llama al muerto para que salga del sepulcro y resucite a la vida. Sale del sepulcro sin ayuda de nadie; su resurrección no es aparente, sino real. Sus manos y sus pies conservan las vendas, mostrando la identidad entre el muerto y el vuelto a la vida, como las vendas y el sudario del resucitado.
La victoria de la muerte no llega por los avances de la ciencia o del progreso, sino por el carisma de una persona que se atrevió a decir: «Yo soy la resurrección y la vida». Las palabras más esperanzadoras que se han pronunciado y que tenían que venir de Dios, pero que lloró ante la muerte de su amigo.
Lázaro murió porque … su amigo estaba lejos. Ciertas ausencias prolongadas hacen morir de frío el corazón. Jesús, al enterarse se echó a llorar. Todos notaron que lo quería. ¡Qué suerte la de Lázaro! ¡Que alguien lo quiera, que alguien lo llore y que ese alguien sea Jesús! Aunque Jesús no hubiera dicho nada a lo largo de su vida, aunque no hubiera después resucitado a Lázaro, estas lágrimas serían suficientes. Dios es nuestro amigo. Quien ha encontrado la amistad de Jesús ya ha resucitado. La demostración más evidente es levantarse y andar.
Manuel Sendín, O.SS.T.
HOMILIA- II
Después de la curación del ciego de nacimiento del domingo pasado, símbolo de la luz de la fe que el Espíritu Santo nos infundió en el bautismo, hoy nos presenta el evangelio de San Juan el más formidable y espectacular signo realizado por Jesús durante su vida mortal: la resurrección de Lázaro, símbolo de la vida que viene del Padre por medio del Hijo. La grandeza sobrehumana de esta acción aparece reflejada en las palabras entrecortadas de Marta, la hermana del muerto, que dijo a Jesús al pie de la tumba: “Señor, ya huele mal, porque lleva cuatro días” enterrado, y en la sobrecogedora descripción del acontecimiento: “El muerto salió, los pies y las manos atados con vendas, y la cara envuelta en un sudario”. Pero por muy espectacular que sea la resurrección de un muerto que lleva cuatro días enterrado, no debe ser eso el centro de nuestra atención. El evangelista nos quiere llevar a otra parte, no a Lázaro redivivo, sino a Cristo, autor y señor de la vida.
Las obras portentosas de Jesús dan testimonio de que el Padre está con él, de que Dios lo ha enviado al mundo. Jesús realizó estos ‘signos’ espectaculares para suscitar la fe, para estimular a los hombres a creer en él, a aceptar su palabra como palabra de Dios mismo. Por dos veces se recalca esta comprensión del ‘signo’ en función de la fe en el texto evangélico de hoy: “Lázaro ha muerto, y me alegro por vosotros que no hayamos estado allí, para que creáis”: así responde Jesús a los discípulos, dejándolos cortados. Y ante la tumba de Lázaro pronuncia esta hermosa oración: “Padre, te doy gracias porque me has escuchado; yo sé que tú siempre me escuchas; pero lo digo por la gente que me rodea para que crean que tú me has enviado”. En las dos frases de Jesús aparece subrayado el motivo, la razón de este asombroso milagro: para que creamos en él. Los ‘signos’ del evangelio de San Juan tratan de suscitar la adhesión del oyente, es decir, la fe.
Creer en Cristo es creer en él como el enviado del Padre. En definitiva, es el Padre el que obra la resurrección de Lázaro por medio de Jesús; es el Padre el que escucha la oración de su Hijo; es el Padre el que nos conduce interiormente a la fe en Cristo: “Nadie puede venir a mí (es decir, creer en mí), si el Padre que me ha enviado no lo atrae”(Jn 6,44).
Y ¿cuál es, en concreto, el contenido de la fe en Cristo que el evangelio de hoy quiere reafirmar? No es necesario divagar mucho para encontrarlo: “Yo soy la resurrección y la vida –dice el Señor-: el que cree en mí, aunque haya muerto, vivirá; y el que está vivo y cree en mí, no morirá para siempre. ¿Crees esto?”. La resurrección de Lázaro es la demostración de la verdad de esta palabra de Jesús: él mismo es la resurrección, él es la vida de los hombres. ¿Cómo puede realizarse también en nosotros un prodigio semejante? Sólo hay un camino: a través de la fe. Se vence la muerte por medio de la fe; se alcanza la vida, que es Cristo mismo, por medio de la fe. Dice san Agustín: “Si dentro de ti hay fe, dentro de ti está Cristo: la presencia de Cristo en tu corazón está ligada a la fe que tienes en él”.
La resurrección de Lázaro es un signo de nuestra propia resurrección: por la fe resucitamos a la vida de Dios, lo mismo que por el pecado morimos para Dios. Sucede, sin embargo, que todos los hombres temen la muerte del cuerpo, pocos la muerte del alma, o sea, la perdición eterna. Pero ¿qué clase de fe es esa que hace que Cristo habite en nosotros y nos asegure la vida y la resurrección eternas? Si la fe en Cristo consistiera únicamente en responder como Marta: “Sí, creo”; es decir, si la fe fuera sólo cosa de palabras, entonces podemos decir que son muchos los que creen en Cristo. Pero las cosas no son tan sencillas. En efecto, San Pablo corrige drásticamente cualquier forma de infundado y presuntuoso optimismo, cuando nos dice: “Los que están en la carne (o sea, los que viven según los criterios del mundo y a impulsos de sus bajos instintos) no pueden agradar a Dios… El que no tiene el Espíritu de Cristo no es de Cristo. Pero si el Espíritu del que resucitó a Jesús de entre los muertos habita en vosotros el que resucitó de entre los muertos a Cristo Jesús vivificará también vuestros cuerpos mortales, por el mismo Espíritu que habita en vosotros”.
La fe que es garantía de nuestra futura resurrección, se demuestra fácilmente: si realizamos las obras que agradan a Dios, si poseemos en nosotros el Espíritu de Cristo, es decir, si vivimos en amistad con Dios: en paz y en gracia de Dios. La fe por sí sola, la fe de palabras, no es garantía de resurrección. Para nosotros, Cristo es nuestra vida y nuestra resurrección si creemos en él: y creer en él significa seguir sus caminos, cumplir el evangelio, resistir al pecado. Esto es aceptar a Cristo de palabra y de obra.
Que Dios, nuestro Padre, nos conceda escuchar, como Lázaro, la voz de Jesús: “Sal fuera”, sal de la fosa de tus pecados, sal del sepulcro de tu indiferencia, de tu cobardía. Te lo dice el que va a la muerte por ti, para que tú tengas vida y la tengas en abundancia. Es la vida divina que brota de la cruz y que ahora se nos ofrece en la mesa de la Eucaristía.
José Mª. de Miguel, O.SS.T.