Jer 33,14-16; Sal 24; 1 Tes 312-4,2; Lc 21,25-28.34-36
Empezamos el tiempo de adviento, tiempo de espera y de esperanza, tiempo de preparación a la Navidad del Señor. Un tiempo particularmente gozoso, porque esperamos la venida del Señor, porque nos disponemos a celebrar su nacimiento que tuvo lugar hace más de dos mil años. Pero también el adviento es un tiempo en el que no se olvida, no debe olvidarse, la dimensión penitencial, o sea, la llamada a preparar los caminos, a practicar la austeridad de vida, la invitación a la conversión, por eso el color de los ornamentos es el morado, cuyo simbolismo es precisamente penitencial. El tiempo de adviento, dentro del clima de alegría que se respira por todas partes, es una llamada a la conversión, a la penitencia, y, en último término, a la reconciliación para poder recibir, como se merece, al Rey de la gloria, cuyo Nacimiento en Belén, nos disponemos a celebrar sacramentalmente.
¿Cuál es el mensaje que la Palabra de Dios nos dirige este primer domingo de adviento? A lo mejor alguno se ha preguntado: ¿cómo podemos esperar a Alguien que ya vino hace dos mil años? Porque la esperanza mira hacia adelante, no hacia atrás. Y, en efecto, el texto evangélico que acabamos de proclamar nos pone delante no la primera venida del Señor en la noche de Belén, sino la segunda venida: «entonces verán al Hijo del hombre venir en una nube, con gran poder y gloria». El adviento, el tiempo de espera, empieza precisamente recordándonos a quién esperamos: el que vino una vez en la humildad de nuestra condición humana volverá en gloria y majestad. O sea, que no nos limitamos a recordar algo que sucedió hace mucho tiempo, el nacimiento de un Niño en condiciones bastante lamentables, sino que, justamente, eso que pasó hace dos mil años nos está indicando que allí no terminó todo, aquello no fue más que el comienzo, pero el final, el término hacia el que miramos acontecerá «cuando venga de nuevo en la majestad de su gloria, revelando así la plenitud de su obra» (prefacio).
La Palabra de Dios del primer domingo de adviento nos recuerda este desenlace, el encuentro con el Señor, llamándonos a la reflexión, a tomar en serio nuestra relación con Dios: «Estad despiertos en todo tiempo, pidiendo que podáis escapar de todo lo que está por suceder, y manteneos en pie ante el Hijo del hombre». Estar despiertos es lo mismo que estar atentos, vigilantes, oteando en el horizonte de la vida los signos de la venida y presencia del Señor. A algunos les parecerá mejor olvidarse de todo esto, dejar de complicarse la vida; son muchos los que piensan que lo importante es vivir a tope el momento presente. Como esta tentación atraviesa los siglos, el Señor nos invita a que «no se emboten vuestros corazones con juergas, borracheras y las inquietudes de la vida «. Nadie puede negar que esta preocupación no exista, cuando se juegan tantos millones en la lotería más famosa del año. Pero el embotamiento, el aturdimiento de la mente que nos impide aguardar despiertos y vigilantes al Señor, no proviene sólo del afán del dinero, del sueño del dinero fácil, sino también del alcohol. Más que en otros tiempos del año, en Navidad circula y se consume con profusión bebidas alcohólicas. Y ya se sabe desde muy antiguo que el alcohol embota la mente, dificulta el uso normal de la razón y debilita la voluntad. Pero junto con un plan de vida sobria, que sería muy de desear, la Palabra de Dios, en este primer domingo de adviento, nos llama la atención sobre la primacía del amor, por eso el Apóstol pide a Dios que nos haga rebosar «de amor mutuo y de amor a todos… de modo que os presentéis ante Dios, nuestro Padre, santos e irreprochables en la venida de nuestro Señor Jesús”. Con la vuelta del Señor, que nadie sabe cuándo será, comienza este adviento; cuanto más lo tengamos presente mejor celebraremos su primera venida, porque estaremos mejor preparados, más despiertos, más vigilantes, con la conciencia tranquila a la espera del encuentro con el Señor.
Ahora, aquel mismo Señor Jesús que vino hace más de dos mil años, el mismo Señor que aguardamos y con quien nos encontraremos, unos más pronto otros más tarde, viene a nosotros en la Eucaristía, pues en el sacramento del pan y del vino él mismo está presente, se hace encontradizo, nos brinda su salvación. Empecemos bien el adviento, acojamos al Señor en la fe, dispongámonos a recibirlo en nuestro corazón y en nuestras familias no dejándonos seducir por el dinero, el alcohol, el vicio: “Manteneos en pie ante el Hijo del hombre”.
José María de Miguel González, osst