"Yo soy el buen Pastor, que conozco a las mías y las mías me conocen, igual que el Padre me conoce y yo conozco al Padre"
Evangelio según san Juan (10,11-18)
En aquel tiempo dijo Jesús: «Yo soy el buen Pastor. El buen pastor da la vida por las ovejas; el asalariado, que no es pastor ni dueño de las ovejas, ve venir al lobo, abandona las ovejas y huye; y el lobo hace estragos y las dispersa; y es que a un asalariado no le importan las ovejas. Yo soy el buen Pastor, que conozco a las mías y las mías me conocen, igual que el Padre me conoce y yo conozco al Padre; yo doy mi vida por las ovejas. Tengo, además, otras ovejas que no son de este redil; también a ésas las tengo que traer, y escucharán mi voz, y habrá un solo rebaño, un solo Pastor. Por esto me ama el Padre, porque yo entrego mi vida para poder recuperarla. Nadie me la quita, sino que yo la entrego libremente. Tengo poder para entregarla y tengo poder para recuperarla: este mandato he recibido de mi Padre.»
HOMILIA- I
EL ASOMBRO ANTE EL AMOR
En su encíclica sobre la Eucaristía, el Papa Juan Pablo nos dice que el objeto de la misma es suscitar el ‘asombro’ de los cristianos ante tan admirable Sacramento. ¡Cómo no asombrarse delante del Sacramento que nos hace presente al Señor en su entrega a la muerte por nuestro amor! Si el misterio eucarístico no produce en nosotros asombro es que no lo contemplamos con los ojos de una fe viva.
1. “Mirad qué amor nos ha tenido el Padre”
El asombro, la admiración ante el misterio de Dios es el comienzo de la fe, es señal clara de que uno ha descubierto aquel tesoro escondido que lo atrae con fuerza hacia él. Este mismo sentimiento de asombro es lo que la primera carta de san Juan quiere suscitar en nosotros cuando escribe: “Mirad qué amor nos ha tenido el Padre para llamarnos hijos de Dios, pues ¡los somos!”. ¿No es asombroso que nosotros seamos en verdad hijos de Dios? ¿Pero quiénes somos nosotros para que Dios nos adopte como hijos? Y no es una adopción de puro trámite, sino con todas sus consecuencias, pues termina en la divinización, en ser como Dios, pues sólo siendo como él, transformados en él podremos contemplarlo: “Ahora somos hijos de Dios y aún no se ha manifestado lo que seremos. Sabemos que, cuando se manifieste, seremos semejantes a él, porque le veremos tal cual es”. ¿No es cosa digna de admiración que nosotros, humanos y pecadores, frágiles y mortales, seamos un día divinizados, para poder ver a Dios, por puro amor suyo, porque él nos ama hasta el punto de hacernos hijos suyos? Y la calidad y hondura de este amor nos la ha demostrado en la entrega del Hijo. Podemos creer que realmente somos hijos de Dios, puesto que “tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único, para que todo el que cree en él no perezca sino que tenga vida eterna”. ¿Cómo nos vamos a acostumbrar a un amor tan grande, a darlo por descontado y sabido? Porque el amor de Dios es la única causa y razón de haber sido elevados a la condición de hijos suyos.
2. En el nombre del Señor
El asombro ante el misterio de amor de Dios expresado en la Eucaristía y en el don de la filiación adoptiva se prolonga al considerar el modo cómo Dios nos ha salvado por medio de su Hijo Jesucristo: “a quien vosotros crucificasteis y a quien Dios resucitó de entre los muertos”, él es “la piedra que desechasteis vosotros, los arquitectos, y que se ha convertido en piedra angular”. ¿No es asombroso el destino de Jesús? Él fue enviado por el Padre para realizar la obra de la salvación y los hombres lo rechazan condenándolo a muerte. Al que viene a ofrecer vida le pagan con la muerte. Pero Dios da la vuelta a los planes homicidas de los hombres, resucitándolo de entre los muertos y constituyéndolo en fundamento de la salvación, de tal modo que “ningún otro puede salvar y, bajo el cielo, no se nos ha dado otro nombre que pueda salvarnos”. Sólo Jesucristo, muerto y resucitado, es el Salvador de los hombres: esta es la confesión de fe que debemos grabar a fuego en lo más profundo de nuestro corazón, precisamente en este tiempo en que tantas ofertas religiosas y tantos presuntos salvadores nos salen al paso. Jesucristo Nazareno es el único salvador y no hay otro, por eso tenemos que acogernos a él, tenerlo siempre cerca, invocando su nombre, pues su nombre, Jesús, significa precisamente ‘Dios salva’, Dios nos salva por él.
3. El Buen Pastor
La admiración que la Palabra de Dios de este cuarto domingo de Pascua suscita en nosotros llega a su vértice en la figura del Buen Pastor que nos ha presentado el Evangelio. Jesús se identifica con el Buen Pastor, haciendo resaltar lo que esto significa por contraste con el pastor asalariado. ¿Cuáles son las notas o cualidades del Buen Pastor? El pastor asalariado, que no le importan las ovejas, en cuanto ve el peligro las abandona y huye, en cambio el Buen Pastor las defiende con su persona del ataque de los lobos. Jesús aplica la comparación a sí mismo: la defensa que él hace de sus ovejas llega hasta dar la vida por ellas: “Yo doy mi vida por las ovejas”. Pero además, el buen pastor conoce a las ovejas y las ovejas conocen al pastor. Se trata de un conocimiento que es expresión de amor. Jesús nos conoce en tal grado y de tal manera que llega a decir “igual que el Padre me conoce y yo conozco al Padre”. Nos conoce porque nos ama hasta el extremo de dar la vida. Con toda seguridad, él nos conoce y ama, pero ¿le conocemos nosotros a él?, ¿sabemos distinguir su voz de las de los asalariados, cuyo interés no son las ovejas sino su propia promoción y medro? Este lenguaje del pastor y las ovejas, a lo mejor nos parece ya sobrepasado, pero se trata sólo de un símbolo para expresar una verdad fundamental: por nosotros, para librarnos de la perdición, del pecado y de la muerte, Cristo ha dado su vida. Pero el Buen Pastor no se conforma con velar por las ovejas que le han sido confiadas, no sólo atiende a las ovejas del propio rebaño, sino que se preocupa también de las que están fuera, de las ovejas “que no son de este redil; también a ésas las tengo que traer, y escucharán mi voz y habrá un solo rebaño, un solo Pastor”. Es que Cristo ha muerto por la salvación de todos los hombres, ha sido elevado sobre la cruz para atraer a todos hacia sí. Su preocupación de Buen Pastor por todos los hombres se la encomendó a los apóstoles cuando les mandó ir por todo el mundo a hacer discípulos suyos a todas las gentes.
Hoy, cuarto domingo de pascua, domingo del Buen Pastor, se celebra la Jornada Mundial de Oración por las Vocaciones, con un lema muy expresivo: “Misericordiosos como tú”. La vida sacerdotal y la vida consagrada cumplen en la Iglesia un servicio insustituible: los sacerdotes sirven a Dios sirviendo al Evangelio, entregando su vida, como Cristo Buen Pastor, a los demás. Los religiosos sirven a Dios dando testimonio de la primacía de los valores del Reino viviendo en pobreza, castidad y obediencia al servicio de los más necesitados. Dice el Papa en el Mensaje que ha escrito para esta Jornada: “Recordando la recomendación de Jesús: "La mies es mucha y los obreros pocos. Rogad, pues, al Dueño de la mies que envíe obreros a su mies" (Mt 9, 37), sentimos vivamente la necesidad de orar por las vocaciones al sacerdocio y a la vida consagrada. No sorprende que, donde se ora con fervor, florezcan las vocaciones. La santidad de la Iglesia depende esencialmente de la unión con Cristo y de la apertura al misterio de la gracia que obra en el corazón de los creyentes. Por eso quisiera invitar a todos los fieles a cultivar una íntima relación con Cristo, Maestro y Pastor de su pueblo, imitando a María, que guardaba en el corazón los misterios divinos y los meditaba asiduamente (cf. Lc 2, 19). En unión con ella, que ocupa un lugar central en el misterio de la Iglesia, oremos:
Oh Padre, haz surgir entre los cristianos
numerosas y santas vocaciones al sacerdocio,
que mantengan viva la fe
y conserven el grato recuerdo de tu Hijo Jesús
mediante la predicación de su palabra
y la administración de los sacramentos,
con los que renuevas continuamente a tus fieles.
Danos ministros santos de tu altar,
que sean custodios
atentos y fervorosos de la Eucaristía,
sacramento del don supremo de Cristo
para la redención del mundo.
Llama a ministros de tu misericordia, que,
mediante el sacramento de la Reconciliación,
difundan la alegría de tu perdón.
Haz, oh Padre, que la Iglesia acoja con alegría
las numerosas inspiraciones
del Espíritu de tu Hijo
y, dócil a sus enseñanzas,
promueva las vocaciones
al ministerio sacerdotal
y a la vida consagrada.
Sostén a los obispos, a los sacerdotes,
a los diáconos, a los consagrados
y a todos los bautizados en Cristo,
para que cumplan fielmente su misión
al servicio del Evangelio.
Te lo pedimos por Cristo, nuestro Señor. Amén.
María, Reina de los Apóstoles,
¡ruega por nosotros!”.
José María de Miguel González, OSST
HOMILIA- II
Exégesis: Juan 10, 11-18.
Israel siempre sintió nostalgia del pastoreo. Los Patriarcas, Moisés y David, habían sido pastores. Pastor era algo perteneciente a las tradiciones familiares. De ahí la preferencia de este término para representar a Yahvé.
El cuarto evangelio no tiene parábolas, pero sí posee dos preciosas alegorías de raigambre bíblica: La vid y los sarmientos y la del Buen Pastor. Este texto hay que relacionarlo con el capítulo 34 de Ezequiel en el que Yahvé se preocupa por el rumbo de los suyos y la desastrosa marcha de los acontecimientos. En este texto aparecen tres constataciones fundamentales.
1) Crítica dura contra los dirigentes pastores de Israel. No han servido a su pueblo, se han servido de él para sus intereses. Por su culpa el pueblo de la promesa está en cautividad.
2) Un canto bellísimo al pastoreo de Dios: Él cuida con mimo a su pueblo y le causa dolor contemplar la dispersión en que se encuentra. Con palabras entrañables se describe la solicitud de Yahvé: «Las sacaré (a sus ovejas) […], las reuniré […], las llevaré […], las apacentaré […], descansarán en cómodos apriscos».
3) Promesa de la venida de un buen pastor, salido de la familia de David. Congregará al pueblo, volverán a formar una comunidad. La humanidad entera sabrá que yo soy su Dios, y que por ello, los israelitas, son mi pueblo.
Para el evangelista Juan, Jesús es el Buen Pastor, anunciado por Ezequiel. Lee en profundidad la historia de Jesús desde su función pastoral. Las palabras que pone en su boca: «Yo soy el Buen Pastor, se corroboran con su vida. Se esforzó por congregar a su pueblo disperso en una familia de hijos y hermanos para presentárselos al Padre como ofrenda agradable a sus ojos y devolverle una comunidad bien dispuesta que le pertenecía. Para conseguir este objetivo derrochó sus fuerzas y desgastó su vida.
Comentario
El lector creyente ha decidido no aceptar ningún ofrecimiento salvador más que el de Jesús. Él otorga a su pastoreo una etiqueta de garantía absoluta. Su condición divina hace que su pastoreo no se restrinja a un determinado espacio, es accesible a otras ovejas que no son de Israel. (Patrimonio de la humanidad). Es recurrente en el texto su disposición de morir por sus ovejas. Su muerte llenará de contenido la imagen del pastor. El «entregó la vida para recuperarla» está formulado desde la indisoluble unidad de muerte y resurrección. Es evidente la contraposición de Jesús como guía de los creyentes y los guías religiosos de su tiempo. Estos guías producen ciegos, paralíticos que no pueden arrojar la camilla sobre la que están tendidos: entran en el aprisco por la puerta que no es la de las ovejas.
«Tengo otras ovejas que no son de este redil». El pastoreo de Jesús no se reduce tan sólo a Israel, tiene carácter universal: «También a esas tengo que atender». Jesús moriría «no solamente por la nación judía, sino para conseguir la unión de todos los hijos de Dios que estaban dispersos». El pastoreo de Jesús consiste en transparentar el amor del Padre a todos y a cada uno de los hombres. Su pastoreo se extiende a todas y a cada una de las ovejas, con especial solicitud por las pequeñas y descarriadas. Por eso propuso la parábola de la oveja perdida. Así era el proceder del Padre. «Yo mismo buscaré a la oveja perdida y traerá a la descarriada» (Ez 34, 16). Detrás de todo pastor de comunidad de Jesús debe estar el Buen Pastor – Jesús – y la voluntad sagrada de su Padre Dios, que va detrás de los descarriados.
El Señor de la Hacienda que un día decidió contratar pastores para renovar su cabaña. Entre todos los aspirantes escogió a uno muy raro: siempre se estaba con las ovejas, les espantaba el lobo, retozaba con los corderos, cuidaba de las paridas y de la corderilla que apenas se sostenía sobre las patas traseras. Hablaba con las ovejas y les canturreaba. En verano dormía en los surcos. «Nos sentimos seguras con Él», dijeron las ovejas. Fue el único pastor. Relee el Salmo 23.
Manuel Sendín, OSST