HOMILIAS
Lecturas del Domingo 3º de Adviento – Ciclo B
Domingo, 17 de diciembre de 2023
Primera lectura
Del libro de Isaías (61,1-2a.10-11):
El Espíritu del Señor está sobre mí, porque el Señor me ha ungido. Me ha enviado para dar la buena noticia a los que sufren, para vendar los corazones desgarrados, para proclamar la amnistía a los cautivos, y a los prisioneros la libertad, para proclamar el año de gracia del Señor. Desbordo de gozo con el Señor, y me alegro con mi Dios: porque me ha vestido un traje de gala y me ha envuelto en un manto de triunfo, como novio que se pone la corona, o novia que se adorna con sus joyas. Como el suelo echa sus brotes, como un jardín hace brotar sus semillas, así el Señor hará brotar la justicia y los himnos ante todos los pueblos.
Salmo, Lc 1,46-48.49-50.53-54
R/. Me alegro con mi Dios
Proclama mi alma la grandeza del Señor,
se alegra mi espíritu en Dios, mi salvador;
porque ha mirado la humillación de su esclava.
Desde ahora me felicitarán todas las generaciones. R/.
Porque el Poderoso ha hecho obras grandes por mí:
su nombre es santo,
y su misericordia llega a sus fieles
de generación en generación. R/.
A los hambrientos los colma de bienes
y a los ricos los despide vacíos.
Auxilia a Israel, su siervo,
acordándose de la misericordia. R/.
Segunda lectura
Lectura de la primera carta del apóstol san Pablo a los Tesalonicenses (5,16-24):
Estad siempre alegres. Sed constantes en orar. Dad gracias en toda ocasión: ésta es la voluntad de Dios en Cristo Jesús respecto de vosotros. No apaguéis el espíritu, no despreciéis el don de profecía; sino examinadlo todo, quedándoos con lo bueno. Guardaos de toda forma de maldad. Que el mismo Dios de la paz os consagre totalmente, y que todo vuestro espíritu, alma y cuerpo, sea custodiado sin reproche hasta la venida de nuestro Señor Jesucristo. El que os ha llamado es fiel y cumplirá sus promesas.
Del santo evangelio según san Juan (1,6-8.19-28):
Surgió un hombre enviado por Dios, que se llamaba Juan: éste venía como testigo, para dar testimonio de la luz, para que por él todos vinieran a la fe. No era él la luz, sino testigo de la luz.
Y éste fue el testimonio de Juan, cuando los judíos enviaron desde Jerusalén sacerdotes y levitas a Juan, a que le preguntaran: «¿Tú quién eres?»
Él confesó sin reservas: «Yo no soy el Mesías.»
Le preguntaron: «¿Entonces, qué? ¿Eres tú Elías?»
El dijo: «No lo soy.»
«¿Eres tú el Profeta?»
Respondió: «No.»
Y le dijeron: «¿Quién eres? Para que podamos dar una respuesta a los que nos han enviado, ¿qué dices de ti mismo?»
Él contestó: «Yo soy la voz que grita en el desierto: «Allanad el camino del Señor», como dijo el profeta Isaías.»
Entre los enviados había fariseos y le preguntaron: «Entonces, ¿por qué bautizas, si tú no eres el Mesías, ni Elías, ni el Profeta?»
Juan les respondió: «Yo bautizo con agua; en medio de vosotros hay uno que no conocéis, el que viene detrás de mí, y al que no soy digno de desatar la correa de la sandalia.»
Esto pasaba en Betania, en la otra orilla del Jordán, donde estaba Juan bautizando.
HOMILIA I
TESTIGOS DE LA LUZ
Nos acercamos ya al día grande de la celebración del Nacimiento del Señor, y por eso los sentimientos de alegría se intensifican en este domingo. Si el adviento es tiempo de esperanza, forzosamente lo ha de ser también de gozo, porque se trata de la esperanza de la salvación. Y si esperamos al Salvador, ¿cómo no vamos a estar alegres? Por eso la Eucaristía de este tercer domingo de adviento comienza, a modo de canto de entrada, con una exhortación que San Pablo dirigió a los filipenses desde la cárcel: “Estad siempre alegres en el Señor; os lo repito: estad alegres. El Señor está cerca”. El gozo ante la venida del Salvador del mundo puede más que todas las contrariedades y sufrimientos.
“Yo soy la voz que grita en el desierto”.
La figura austera de Juan Bautista sobresale hoy de un modo particular a la luz del evangelio que hemos escuchado. Son su persona y su mensaje las dos referencias fundamentales que encontramos este domingo en nuestro camino de preparación a la Navidad. Ante el Mesías que viene, Juan se muestra humilde. La humildad es la primera actitud, la virtud fundamental, pues ¿de qué otro modo nos vamos a presentar ante Dios sino reconociendo quiénes somos, lo que en realidad somos? Si no nos conocemos a nosotros mismos, ¿cómo vamos a reconocer a Dios en un Niño que nace a la intemperie, en la más absoluta pobreza, rechazado por los hombres? Juan hubiera podido sacar partido de la confusión reinante en torno a su persona, haciéndose pasar por quien no era. Pero corta por lo sano: “Yo no soy el Mesías”, ni ninguno de los personajes cuyo retorno algunos esperaban. Él es sencillamente la voz que da testimonio, que señala a Cristo. Juan sabe que Aquel a quien anuncia es más grande que él, porque existe antes que él, o sea, desde siempre. Por eso no es digno de desatar la correa de su sandalia que era gesto y oficio de esclavos. Este es Juan que en su humildad hace resplandecer la luz que es Jesucristo, luz del mundo. ¿Y cuál es su mensaje? No tiene otro que el del profeta Isaías: “Allanad el camino del Señor”. Pero este ‘camino del Señor’ que tenemos que preparar es un símbolo, una figura de cada uno de nosotros. Porque el Mesías viene y se hace presente en el mundo por medio de nosotros, a través de nuestra vida y nuestras obras. La llamada del Bautista a preparar ‘el camino del Señor’, es decir, a convertirnos, se dirige al corazón, al fondo de la conciencia: tenemos mucho que enderezar, mucho de qué convertirnos. Hay demasiadas zonas de sombra en nuestra vida que nos impiden ser testigos creíbles de la luz, de Cristo: el orgullo, la soberbia, la vanidad, la ambición, la envidia. A curar estas heridas del corazón se dirige el mensaje del Bautista: “allanad el camino del Señor”.
“Desbordo de gozo con el Señor”.
Pero esta apremiante llamada a la conversión no rompe ni empaña el clima de gozo de este tercer domingo de adviento. Porque el Mesías que esperamos viene por nosotros: “para dar la buena noticia a los que sufren”, “para vendar los corazones desgarrados”, “para proclamar la amnistía a los cautivos”, “para proclamar el año de gracia del Señor”. ¿Cómo no alegrarnos ante la venida del Señor que nos trae dones tan grandes? Estos dones de la salvación que el Señor trae consigo en su Nacimiento nos tienen que impulsar a prepararnos para acogerlos con agradecimiento; porque los valoramos mucho por eso nos esforzamos en purificar nuestra conciencia de todo pecado, y el camino que el mismo Señor nos señaló para lograrlo, o sea, para alcanzar la reconciliación con Dios y con los hermanos, es el sacramento de la penitencia. El gozo de que hablan el profeta y san Pablo brota de aquí, de la experiencia del perdón, de sentirnos realmente perdonados y acogidos por el amor de Dios, y porque ya nos encontramos a un paso de la celebración del Nacimiento del Salvador. Es un gozo que no tiene nada que ver con esa alegría desbocada, artificial y vacía provocada por sustancias estimulantes y ritmos aturdidores.
“Sed constantes en orar”.
Pues bien, para mantener vivo el deseo del encuentro con el Señor y para disponernos activamente a él, el Apóstol nos recomienda la oración. Porque la oración es el cauce normal para expresar y cultivar la relación personal con Dios, fuente de toda alegría. La oración no es un entretenimiento para vagos y desocupados; al contrario, orar con perseverancia dando gracias es, según san Pablo, “la voluntad de Dios en Cristo Jesús respecto de vosotros”. O sea, que Dios quiere que oremos, que entablemos con frecuencia un diálogo amoroso y confiado con él. Porque sin oración frecuente el espíritu del bien se apaga y la maldad se apodera de nosotros; sin oración la llama de la fe se apaga, el impulso de la esperanza viene a menos, y la caridad se enfría. La oración es el portillo por donde llega a nosotros la luz de Dios, que ilumina nuestras tinieblas, nos ayuda a reconocer nuestros pecados y a acercarnos con confianza al sacramento del perdón. Sólo podremos ser testigos de la luz si vivimos en la luz, sólo si somos luz, podremos iluminar.
Al final de su exhortación, san Pablo formulaba un deseo-oración: “Que el Dios de la paz os consagre totalmente, y que todo vuestro ser, alma y cuerpo, sea custodiado sin reproche hasta la venida de nuestro Señor Jesucristo”. Pues vamos a pedir al Señor que se cumpla en nosotros este deseo del Apóstol y que su oración sea escuchada, para “llegar a la Navidad –fiesta de gozo y salvación- y poder celebrarla con alegría desbordante”.
José María de Miguel González OSST
HOMILIA II
Exégesis: Juan 1, 6-8. 19-28.
Son dos textos tomados del primer capítulo de Juan. Tenemos dos partes diferenciadas. El Prólogo está escrito en clave universal y conceptual. A él pertenecen los dos primeros versículos de hoy: hombre testigo, testimonio, luz, todos, creer. Con una connotación forense: se estructura como una confrontación judicial entre la luz y las tinieblas. Hay un testigo humano de descargo a favor de la luz: Juan.
La segunda parte del texto (vv. 19-28) forma parte de la narración histórica concreta. El testimonio de Juan es determinante para que entren los judíos de Jerusalén en escena. Una delegación de éstos se entrevista con el testigo de descargo. Por eso estos versículos son un careo, una sucesión de preguntas: ¿Quién eres tú? ¿Qué dices de ti mismo? ¿Por qué bautizas? Las respuestas de Juan son claras: no soy el Esperado. El autor del texto junta la creatividad con la tradición. La primera se muestra en la estructura del texto: tensión, acusación, defensa. La tradición está presente en la voz que invita a prepararse.
Isaías 61, 1-2. 10-11.
Contexto: la Comunidad ha vuelto del destierro de Babilonia. El pueblo está dividido. Los que no fueron al destierro se han apode-rado de sus bienes. El templo y las murallas siguen sin reedificarse. Texto: el profeta se autopresenta. El Espíritu del Señor desciende sobre este profeta anónimo, Isaías II. Es el aval de su misión. Es elegido para una tarea concreta (cuatro veces «para»). Cautivos y prisioneros no son los que sufren la cárcel, sino los que padecen cualquier opresión. Se proclama el año de «gracia» y de desquite el Señor (Año jubilar, cada 50 años). Hay un cambio radical: la ceniza se muda en corona; el luto, en fiesta; el abatimiento, en gala. La comunidad explota en agradecimiento.
Comentario
El texto de Isaías es el centro de la Cristología de Lucas. Isaías es Precursor, Juan lo señala presente, Jesús es la gran noticia. Alegrémonos. Este domingo se llamaba de «Gaudete».
Pregunta directa. ¿Quién eres tú? Juan Bautista, de recia per-sonalidad, se define en su humildad como «una voz que grita en el desierto». Y añade: «En medio de vosotros hay uno a quien no conocéis». Con frecuencia rezamos: por los que no conocen a Cristo, para que llegue a ellos el Evangelio…; y suponemos que los que no lo conocen son los otros. Hoy Juan nos desinstala. Es posible que pase Cristo junto a nosotros y no lo conozcamos. Convencidos de que está en ciertos lugares, se escapa su resencia de otros. Estas palabras de Juan Bautista no son un agobio, sino ponen en marcha nuestros recursos de búsqueda.
Gracias a Isaías nos enteramos de que el Siervo va a tener como misión vendar los corazones rotos y proclamar la amnistía a los cautivos. Por tanto, lo encontraremos más fácilmente si frecuen-tamos las gentes que necesitan aliento, curación, ayuda.
En el Evangelio aprendemos que el desierto es buen sitio para encontrarlo, hacemos la experiencia del desierto, cuando dejamos un espacio de silencio en nosotros mismos. A pesar de todo, esta-mos alegres: nuestra vida es como aquel campo que escondía un tesoro.
Los discípulos de Jesús y los de Juan rivalizaban; entre Jesús y Juan no hubo rivalidad alguna. Se quisieron desde el vientre de su madre. Aprende: yo no soy el importante. Él es el fuego, yo bautizo en agua; él es el novio, yo soy el amigo; él es Dios, yo el servidor. Tú ¿quién eres? Mi nombre es cristiana, decía una mártir del siglo III. Yo me identifico por mi fe, yo soy el que cree en Cristo. Mi programa: dar buenas noticias a los pobres, vendar corazones desgarrados; proclamar la libertad, levantar la esperanza.
Manuel Sendín, O.SS.T.