¿dónde vives?» Él les dijo: «Venid y lo veréis.»
DOMINGO II TIEMPO ORDINARIO
Evangelio según san Juan (1,35-42)
En aquel tiempo, estaba Juan con dos de sus discípulos y, fijándose en Jesús que pasaba, dice: «Éste es el Cordero de Dios.»
Los dos discípulos oyeron sus palabras y siguieron a Jesús.
Jesús se volvió y, al ver que lo seguían, les pregunta: «¿Qué buscáis?»
Ellos le contestaron: «Rabí (que significa Maestro), ¿dónde vives?»
Él les dijo: «Venid y lo veréis.»
Entonces fueron, vieron dónde vivía y se quedaron con él aquel día; serían las cuatro de la tarde. Andrés, hermano de Simón Pedro, era uno de los dos que oyeron a Juan y siguieron a Jesús; encuentra primero a su hermano Simón y le dice: «Hemos encontrado al Mesías (que significa Cristo).»
Y lo llevó a Jesús.
Jesús se le quedó mirando y le dijo: «Tú eres Simón, el hijo de Juan; tú te llamarás Cefas (que se traduce Pedro).»
HOMILIA- I
Para escuchar la voz del Señor.
1. Al comenzar hoy, después de las grandes celebraciones de la Navidad, los domingos del Tiempo Ordinario, la Palabra de Dios nos describe estupendamente el camino que ha de seguir todo el que quiera llegar a ser discípulo de Cristo; en nuestro caso, el camino que tenemos que recorrer nosotros para pasar de discípulos anónimos o meramente nominales de Jesús a ser verdaderos discípulos suyos. En este caminar nuestro hacia o detrás de Cristo, siempre aparece en primer lugar la iniciativa soberana de Dios, su volverse continuamente a nosotros, su llamada sorprendente e inesperada. Dios se dirige a cada hombre y a cada mujer por su nombre y apellido, en su ambiente y circunstancias personales, que son muy diferentes y cambiantes de unos a otros. Porque ante Dios y para Dios, los hombres no somos una masa informe, sin rostro, sin voz, sin alma. Todos y cada uno somos creación suya personal, obra de sus manos; todos y cada uno hemos sido redimidos por la sangre preciosa de Cristo; todos y cada uno somos, en consecuencia, algo muy valioso para el Señor. Dios nos conoce y nos ama a cada uno personalmente: por él somos y existimos, porque nos conoce y nos ama y se preocupa, como un padre, de nosotros.
2. Pues bien, como a Samuel en la noche, también a nosotros nos llama continuamente el Señor. Unas veces su voz resonará clara en el fondo de nuestra conciencia, en ese “núcleo secreto y sagrario del hombre, en el que éste se siente a solas con Dios, cuya voz resuena en el recinto más íntimo de aquella”(GS 16). Otras veces nos llegará el eco de su voz a través de los distintos acontecimientos de la vida. De ordinario, sin embargo, la voz de Dios nos llega a nosotros ‘sacramentalmente’, es decir, por caminos exteriores, por intermediarios, como quien dice. Ante todo, la voz del Señor resuena inconfundible en su misma Palabra, contenida en las Sagradas Escrituras. En este punto, ninguno tiene disculpas, nadie puede alegar que él no oye la voz de Dios. Nos enseña solemnemente el Concilio Vaticano II que “Cristo está siempre presente a su Iglesia sobre todo en la acción litúrgica… Está presente en su palabra, pues cuando se lee en la Iglesia la Sagrada Escritura, es él quine habla”(SC 7). De manera que Dios no se ha quedado mundo, como algunos sostienen; Dios nos sigue hablando, nos sigue instruyendo y amonestando y confortando a través de su palabra. Pero ¿nos interesa a nosotros escuchar a Dios? Yo diría que no demasiado, a juzgar por la despreocupación y hasta indiferencia que a veces los cristianos mostramos ante la palabra de Dios por un lado, y por otro, el tiempo que gastamos diariamente en escuchar y leer otras palabras vacías y engañosas de los hombres. Este dato revela bien a las claras que muchos creyentes no están especialmente interesados en conocer la palabra del Señor. De ahí que el mismo concilio sienta la urgencia de aconsejar a todos los cristianos la lectura asidua de la Biblia, “porque en los sagrados libros, el Padre que está en los cielos, se dirige con amor a sus hijos y habla con ellos”(DV 21); más todavía, “porque el desconocimiento de las Escrituras es desconocimiento de Cristo”(DV25).
3. Pero Dios nos habla y nos interpela también a través de sus testigos escogidos, a través del testimonio de hombres cualificados. Al joven Samuel se le descubre el misterio de la voz de Dios por medio del anciano profeta Elí, que le enseña cómo debe comportarse ante la llamada de Dios y a reconocer su voz divina de otras voces falsas, de otros cantos de sirena. Los primeros discípulos de Jesús van tras él por el testimonio de Juan Bautista. Pedro acude a Jesús de mano de su hermano Andrés. Todo esto quiere decir que de ordinario, Dios se sirve de los hombres para dirigirse a nosotros. La historia de los santos nos enseña que todos ellos han sido iniciados en la experiencia de Dios por otros hombres y mujeres, que a su vez conocían y vivían la vida de Dios. Y aquí está el problema, problema agudísimo en las actuales circunstancias. La transmisión de la fe sólo tendrá éxito si parte de la experiencia de Dios y conduce a la experiencia de Dios. El filósofo francés Maurice Blondel escribía en su Diario: “No hablar jamás de Dios de memoria. No hablar jamás de él como de un ausente”. Es decir, no es suficiente aprenderse de memoria el catecismo, ni podemos quedarnos contentos con la clase de religión que reciben los niños y jóvenes en la escuela. Todos estos pequeños o grandes conocimientos de Dios, que podemos calificar de teóricos, no son suficientes por sí solos para llevar al hombre a la experiencia personal de Dios, para hacernos escuchar la voz de Dios. Es necesario el contacto personal, reposado y duradero con hombres que tienen verdadera experiencia de Dios. Dice el evangelio que los dos discípulos que siguieron a Jesús por el testimonio del Bautista, “vieron dónde vivía y se quedaron con él aquel día”. Para ser verdaderos discípulos de Jesús no basta oír lo que otros dicen de él; uno mismo tiene que escucharle y acercarse a él, y hablar con él. Mientras no demos este último paso permaneceremos en el umbral, sabremos dónde vive el Señor, pero no entraremos en contacto íntimo y personal con él; en realidad, no le llegaremos a conocer por más que oigamos hablar de él.
En definitiva, la voz de Dios resuena en nuestras vidas de muchas maneras y en muchos momentos; ahora lo que hace falta es prestarle la debida atención y obediencia. Que nuestra disposición ante dios que nos habla sea la del joven Samuel: “Habla, Señor, que tu siervo te escucha… Aquí estoy, para hacer tu voluntad”.
José María de Miguel. O.SS.T
HOMILIA- II
Exégesis: Juan 1, 35-42.
Juan, introductor de Jesús. Hoy presenta a Jesús a dos discípulos suyos, sirviéndose de la imagen: el Cordero de Dios. Esta imagen remite a los corderos del templo para la cena de pascua. Los discípulos siguen a Jesús y buscan dónde vive. Pero no se nos revela el lugar, sí el tiempo: «Serían las cuatro de la tarde». El lector queda sorprendido: se le ofrece un dato que no buscaba (el tiempo) y se le oculta el que buscaba (lugar). Así se aumenta su curiosidad. Quizá el lugar donde vive Jesús es la cruz.
El tercer paso de la escena se centra en Jesús: es el Mesías. Por fin se presenta el papel especial de Simón: él es Pedro. Quizá adelanta situaciones posteriores. Así el relato es una obra maestra de síntesis y evocación.
Al día siguiente estaba Juan (v. 35). El testimonio del Bautista a sacerdotes y levitas de Jerusalén ocupa el primer día. El segundo día, Jesús como Cordero de Dios. El tercer día (nuestro texto), algunos discípulos del Bautista siguen a Jesús. Como en la creación, algo parece que está brotando de nuevo. Sorprende la agilidad del diálogo. Aclara por qué los discípulos siguieron inmediatamente a Jesús. No eran simples pescadores, eran personas de profunda inquietud religiosa que alternaban su trabajo en el lago con las visitas a Juan el Bautista. Incluso eran sus discípulos, esperanzados con encontrar algún día al Dios de Israel.
Rabí: es la respuesta de los primeros seguidores. Término respetuoso, «maestro», pero que muestra que no han comprendido lo del Cordero de Dios, ni lo del prólogo, la Palabra se hizo carne.
«Hemos encontrado al Mesías», dice Andrés a su hermano Pedro. Pero no es cierto: Se lo ha señalado el Bautista, ellos solamente lo siguieron. Además, Jesús los invitó. Ellos sólo hicieron lo que se les había dicho. Ni los primeros seguidores entendían que la iniciativa de estar con Jesús no les pertenece. También es de Jesús la iniciativa para que el que se llamó Simón se convierta en Cefas (Pedro).
Comentario
Las primeras palabras del que es la Palabra son muy sencillas: «¿Qué buscáis?». Luego otras también sencillas: «Venid y lo veréis». Después una larga conversación de la que no se nos dice nada. Silencio. Fíjate en la variedad de títulos a Jesús: Cordero de Dios, Rabí, Mesías, de quien escribió Moisés, Hijo de Dios, Hijo del Hombre. Cada uno descubre en Jesús lo que previamente deseaba descubrir y buscaba. Mezcla de lo humano y divino: hijo de José, hijo del Hombre.
De mano de san Juan se nos dice que el lugar donde vive Cristo es la cruz, signo de su amor. El amor es el lugar en que Él vive, en el que únicamente se le puede encontrar. El medio en que se manifiesta Jesús es «demasiado débil»: el amor no tiene ninguna prepotencia, sobre todo si su signo es la cruz.
El encuentro de Pedro, Andrés y Juan con Jesús es necesario. Funda el testimonio que ellos darán y el testimonio corona la vocación. Pedro es encontrado por Andrés, Natanael por Felipe. Este encuentro cambia la vida: Pedro, Cefas. Los primeros discípulos recordarán con precisión este encuentro: serían las cuatro de la tarde. Se sintieron acogidos y el gesto de Jesús les llegó al alma. Así nacieron los primeros cristianos. Generosidad de Juan: eran discípulos suyos. Somos mediadores y no mesías redentores.
Se quedaron con Él aquel día. ¡Huéspedes de Jesús! Lo importante no es lo que nos hemos dicho, sino el haber estado junto a Él. Es la historia de una llamada a través de las amistades. Sólo podemos creer en alguien cuando comprobamos que su presencia nos hace vivir.
Manuel Sendín, OSST