"Por eso, estad también vosotros preparados, porque a la hora que menos penséis viene el Hijo del hombre"
Evangelio según San Mateo 24,37-44.
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus discípulos:
«Cuando venga el Hijo del hombre, pasará como en tiempo de Noé.
En los días antes del diluvio, la gente comía y bebía, se casaban los hombres y las mujeres tomaban esposo, hasta el día en que Noé entró en el arca; y cuando menos lo esperaban llegó el diluvio y se los llevó a todos; lo mismo sucederá cuando venga el Hijo del hombre: dos hombres estarán en el campo, a uno se lo llevarán y a otro lo dejarán; dos mujeres estarán moliendo, a una se la llevarán y a otra la dejarán.
Por tanto, estad en vela, porque no sabéis qué día vendrá vuestro Señor.
Comprended que si supiera el dueño de casa a qué hora de la noche viene el ladrón, estaría en vela y no dejaría que abrieran un boquete en su casa.
Por eso, estad también vosotros preparados, porque a la hora que menos penséis viene el Hijo del hombre».
HOMILIA- I
Exégesis: Mateo 24, 37-44.
Un verbo domina el texto: venir. Venida del Hijo del Hombre, del diluvio, de un ladrón. De estas venidas, dos, la del diluvio y la del ladrón, sirven de referencia aclaratoria a la tercera, la del Hijo del Hombre. Está a la mitad del camino entre lo divino y lo humano, lo individual y lo colectivo. Se conjugan armónicamente Dios y el Hombre, incluyéndose ambos, sin confundirse. Es la Historia como abrazo de sus dos protagonistas: Dios y el Hombre. Tras el abrazo, todo será diferente. Se prepara al lector con los ejemplos: el del tiempo de Noé y el del dueño de la casa.
Isaías 2, 1-5.
Es un oráculo de restauración escatológica. De Sión saldrá la Ley, de Jerusalén la palabra del Señor. Son términos parecidos con los que el profeta Isaías anunciaba la liberación en el libro de los Reyes (2Re 19, 31). Pero, qué diferencia, la liberación de un pequeño resto, frente a sus belicosos adversarios, por una parte, y la fuente de salvación de pueblos numerosos que «ya no se adies-trarán para la guerra», por otra.
– En el capítulo 1, el pueblo sube al Templo para sacrificar, sin preocuparse del juicio de Dios; aquí, no suben para eso.
– Los hijos rebeldes fueron comparados a Sodoma y Gomorra (cap. 1); ahora, las naciones imitan a la casa de Jacob: «Venid, casa de Jacob».
– Esta subida de las naciones no amenaza a la casa de Israel. Se trata de una venida pacífica.
«De las espadas forjarán arados». Hacia Sión habrá un doble movimiento: De Sión sale la Ley, la Palabra del Señor. Esta Palabra del Señor atrae hacia sí a todas las naciones. Israel caminó por el desierto hacia Sión, ahora lo hacen todos los pueblos. Y todo con imágenes bellísimas: montes-casas del Señor; subir al monte-subir a la casa del Señor; espadas-arados; lanzas-podaderas.
Comentario
Jesús, «Todas tus palabras fueron una palabra: Velad» (A. Ma-chado). Se ve que nos encontró dormidos o muy despreocupados. Vio que mirábamos hacia todos los lados, pero no hacia dentro. Velar no es estar a la expectativa; es mirar en profundidad. Captar la «ruta de los vientos del Espíritu».
Sión es la antítesis de Babel: tendencia humana a «subirse los humos», a escalar la altura divina. La subida a Sión es escarpada, arriesgada, pero sólo desde esta montaña parte la luz. Este sueño del profeta se cumple en Pentecostés: Los pueblos dispersos compren-den la luz del Espíritu. El monte y su templo es Jesús de Nazaret, por quien suspiramos en el Adviento. Sólo Jesús (no los políticos) pueden transformar las espadas en arados, las lanzas en podaderas. Aunque hoy nos riamos de estas imágenes y visiones, tenemos que saber que lo mejor del hombre sigue esperando la luz y la paz. Sigamos soñando: no más pueblos contra pueblos, ni pueblos sobre pueblos.
«A la hora que menos penséis vendrá el Hijo del Hombre». Buena noticia para comenzar el Adviento: el Hijo del Hombre es lo más querido, entre lo más querido. Si viene, descansará nuestro corazón. Puede venir en cualquier día: Entonces es Navidad. En la oración: cuando 1e dices «ven»; cuando le dices voy respondiendo a su llamada; cuando lo esperas y cuando ya no lo esperas.
Señor, aunque somos hijos difíciles de encaminar, tú sabes, Di-vino Alfarero, que somos obra de tus manos, aunque de barro. Por eso, en este Adviento, voy a salir de mi puerto, voy a arriesgarme en busca de la Tierra Prometida, en la búsqueda del Amado.
«Ni cogeré las flores, /ni temeré las fieras./Pasaré los fuertes y fronteras».
Manuel Sendín, O.SS.T.
HOMILIA- II
DESEO DE CRISTO QUE VIENE
Comenzamos hoy el tiempo de preparación a la Navidad del Señor; es el tiempo de 'adviento', que quiere decir el tiempo de espera vigilante y de preparación activa a la venida del Señor. Atrás queda la primera venida, cuya memoria celebrare¬mos el día de Navidad; pero al mismo tiempo, esperamos su segunda venida, que no sabemos cuándo acontecerá. Por eso, Jesús nos exhorta a mantenernos vigilantes, es decir, bien dispuestos, "porque no sabéis qué día vendrá vuestro Señor. Por eso estad también vosotros preparados, porque a la hora que menos penséis viene el Hijo del hombre". Comenzamos, pues, el adviento con el pensamiento de la segunda venida del Señor, para disponernos así a celebrar con provecho aquella primera venida en la noche de Belén.
Todos los grandes acontecimientos o las visitas importantes se preparan con tiempo para que todo salga bien, para que no falle nada. También en el ámbito de la fe es necesaria la preparación; sin ella las celebraciones más importantes del año litúrgico pueden pasársenos desapercibidas. Ese es el sentido de este tiempo de adviento: una ayuda, una ocasión, un estímulo para ponernos en camino hacia Cristo que viene. El horizonte que tenemos al fondo, durante estas semanas de preparación, es el nacimiento del Señor: Jesús, el Hijo del Altísimo, viene a nosotros, ¿cómo ir nosotros hacia él?, ¿cómo disponernos a acogerlo en nuestras vidas? En primer lugar y como condición indispensable se nos pide "querer" prepararnos. Es lo que hemos rezado en la oración que inaugura este tiempo de adviento: "Aviva en tus fieles, Señor, el deseo de salir al encuentro de Cristo, que viene". Esta es la actitud fundamental, porque si en nosotros no hay este deseo, si no vibra en nuestro corazón el deseo de acoger a Cristo, que viene, de encontrarnos con él, entonces ni el adviento ni la navidad significarán nada, o significarán otra cosa, que poco tiene que ver con la celebración del nacimiento del Salvador de los hombres.
Y ¿qué significa desear o querer una cosa?
Por de pronto, hay que decir que sólo se consigue lo que se quiere de verdad. Además, la intensidad de un deseo está en relación con el valor que algo tiene para mí. Un esposo emigrante desea con toda su alma que lleguen las vacaciones para poder encontrarse con la esposa, con los hijos, con la patria. Un enfermo desea vivamente recuperar la salud; un trabajador en paro sueña con un puesto de trabajo. Lo que uno desea eso es valioso para él; por eso he dicho que la intensidad del deseo revela el grado de valor que algo tiene para nosotros.
Traslademos esta experiencia de la vida humana a nuestra vida cristiana: ¿hay en nosotros un deseo de Dios? Si lo hay, es que Dios es un bien valioso para nosotros; pero si nuestro deseo de Dios está adormecido y apenas lo notamos, es señal clara de que Dios no es algo excesivamente valioso para nosotros, es señal de que podemos pasar tranquilamente sin él. Este tiempo de adviento que hoy comenzamos, nos encara con esta pregunta fundamental: Dios viene a nuestro encuentro, ¿deseamos nosotros salir a recibirlo? Naturalmente, no se trata de un mero deseo puramente sentimental, sin contenidos concretos; un deseo que no compromete a nada, no logra alcanzar nada. Por eso en la oración hemos rezado: "Aviva en nosotros el deseo de salir al encuentro de Cristo acompañados por las buenas obras". Si al deseo no le acompañan las obras, no es un verdadero deseo, es un espejismo, es un engaño. Y ¿cuáles son esas obras que hacen verdadero el deseo de prepararnos a recibir al Señor? Nos las ha recordado san Pablo: "Conduzcámonos como en pleno día, con dignidad. Nada de comilonas ni borracheras, nada de lujuria ni desenfreno, nada de riñas ni pendencias. Vestíos del Señor Jesucristo".
El deseo de salir al encuentro de Cristo, para que sea verdadero, tiene que concretarse en un empeño de purificación de nuestro corazón, de nuestras actitudes, de nuestros comportamientos, de manera que el Señor pueda habitar en él. Por eso, todo el tiempo de adviento es una invitación a la renovación de la vida cristiana: si ésta no se da, el deseo de Cristo es estéril, la navidad no será un acontecimiento de salvación en nuestras vidas. Y sabemos también que para lograr esto, no podemos contar con nuestras fuerzas que son escasas y están debilitadas por el peso de nuestros pecados. Pero contamos con la ayuda del Señor, con el apoyo de su gracia, con ese poder suyo que nos fortalece internamente.
Este es el tiempo de adviento, tiempo para dejarnos moldear por el Señor, para poner nuestra vida en sus manos, de manera que también en nosotros se dé un renacimiento como gracia y fruto del nacimiento del Señor.
José María de Miguel González, O.SS.T.