«Hosanna, bendito el que viene en nombre del Señor. Bendito el reino que llega, el de nuestro padre David. ¡Hosanna en el cielo!»
Evangelio
Pasión de nuestro Señor Jesucristo según san Marcos (15,1-39):
C. Apenas se hizo de día, los sumos sacerdotes, con los ancianos, los escribas y el Sanedrín en pleno, se reunieron, y, atando a jesús, lo llevaron y lo entregaron a Pilato. Pilato le preguntó:
S. «¿Eres tú el rey de los judíos?»
C. Él respondió:
+ «Tú lo dices.»
C. Y los sumos sacerdotes lo acusaban de muchas cosas. Pilato le preguntó de nuevo:
S. «¿No contestas nada? Mira cuántos cargos presentan contra ti.»
C. Jesús no contestó más; de modo que Pilato estaba muy extrañado. Por la fiesta solía soltarse un preso, el que le pidieran. Estaba en la cárcel un tal Barrabás, con los revoltosos que habían cometido un homicidio en la revuelta. La gente subió y empezó a pedir el indulto de costumbre. Pilato les contestó:
S. «¿Queréis que os suelte al rey de los judíos?»
C. Pues sabía que los sumos sacerdotes se lo habían entregado por envidia. Pero los sumos sacerdotes soliviantaron a la gente para que pidieran la libertad de Barrabás. Pilato tomó de nuevo la palabra y les preguntó:
S. «¿Qué hago con el que llamáis rey de los judíos?»
C. Ellos gritaron de nuevo:
S. «¡Crucifícalo!»
C. Pilato les dijo:
S. «Pues ¿qué mal ha hecho?»
C. Ellos gritaron más fuerte:
S. «¡Crucifícalo!»
C. Y Pilato, queriendo dar gusto a la gente, les soltó a Barrabás; y a Jesús, después de azotarlo, lo entregó para que lo crucificaran. Los soldados se lo llevaron al interior del palacio –al pretorio– y reunieron a toda la compañía. Lo vistieron de púrpura, le pusieron una corona de espinas, que habían trenzado, y comenzaron a hacerle el saludo:
S. «¡Salve, rey de los judíos!»
C. Le golpearon la cabeza con una caña, le escupieron; y, doblando las rodillas, se postraban ante él. Terminada la burla, le quitaron la púrpura y le pusieron su ropa. Y lo sacaron para crucificarlo. Y a uno que pasaba, de vuelta del campo, a Simón de Cirene, el padre de Alejandro y de Rufo, lo forzaron a llevar la cruz. Y llevaron a Jesús al Gólgota (que quiere decir lugar de «la Calavera»), y le ofrecieron vino con mirra; pero él no lo aceptó. Lo crucificaron y se repartieron sus ropas, echándolas a suerte, para ver lo que se llevaba cada uno. Era media mañana cuando lo crucificaron. En el letrero de la acusación estaba escrito: «El rey de los judíos.» Crucificaron con él a dos bandidos, uno a su derecha y otro a su izquierda. Así se cumplió la Escritura que dice: «Lo consideraron como un malhechor.» Los que pasaban lo injuriaban, meneando la cabeza y diciendo:
S. «¡Anda!, tú que destruías el templo y lo reconstruías en tres días, sálvate a ti mismo bajando de la cruz.»
C. Los sumos sacerdotes con los escribas se burlaban también de él, diciendo:
S. «A otros ha salvado, y a sí mismo no se puede salvar. Que el Mesías, el rey de Israel, baje ahora de la cruz, para que lo veamos y creamos.»
C. También los que estaban crucificados con él lo insultaban. Al llegar el mediodía, toda la región quedó en tinieblas hasta la media tarde. Y, a la media tarde, jesús clamó con voz potente:
+ «Eloí, Eloí, lamá sabaktaní.»
C. Que significa:
+ «Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?»
C. Algunos de los presentes, al oírlo, decían:
S. «Mira, está llamando a Elías.»
C. Y uno echó a correr y, empapando una esponja en vinagre, la sujetó a una caña, y le daba de beber, diciendo:
S. «Dejad, a ver si viene Elías a bajarlo.»
C. Y Jesús, dando un fuerte grito, expiró. El velo del templo se rasgó en dos, de arriba abajo. El centurión, que estaba enfrente, al ver cómo había expirado, dijo:
S. «Realmente este hombre era Hijo de Dios.»
HOMILIA- I
El grito de Jesús en la cruz
Después de la conmemoración de la entrada solemne y festiva de Jesús en Jerusalén, en la que fue aclamado por la multitud como el Mesías de Dios, como el que viene en nombre del Señor, enseguida la liturgia de la palabra nos introduce en la dramática conclusión de aquel día. La misma multitud que hoy lo victorea, el viernes pedirá su cabeza. Jesús entra triunfante en Jerusalén para acabar en la cruz. La fiesta de hoy anuncia ya el drama del Viernes Santo.
1. ‘Se despojó de su rango’
En el himno de la carta a los filipenses se dice que “Cristo, a pesar de su condición divina, no hizo alarde de su categoría de Dios; al contrario, se despojó de su rango, tomó la condición de esclavo, se rebajó hasta someterse incluso a la muerte”. La prueba más fehaciente de este sometimiento a la muerte, ‘y una muerte de cruz’, es la impresionante narración de la pasión que acabamos de escuchar. Nos vamos a fijar solamente en tres escenas. Cristo se despoja de su categoría de Dios en la oración del huerto. Dice San Marcos que Jesús “se llevó a Pedro, a Santiago y a Juan, empezó a sentir terror y angustia, y les dijo: Me muero de tristeza: quedaos aquí velando”. No se puede describir con menos palabras el drama íntimo de Jesús a las puertas de la muerte. Todo su ser se estremece: siente terror, angustia, tristeza. Su condición humana, ‘pasando por uno de tantos’, se ve aquí bien reflejada: la muerte no le deja indiferente, ni tampoco el sufrimiento, pero sobre todo le conmueve profundamente la suprema injusticia que se va a cometer contra él al condenarle a muerte, la traición de uno de los Doce, la triple negación de Pedro, la desbandada de todos sus discípulos. Por eso, apela a su Padre, invocándole con el título cariñoso de ‘Abba’, como lo hacen los niños con sus padres: “Abba, (Padre): Tú lo puedes todo, aparta de mí ese cáliz”, el cáliz de la pasión, el cáliz de la sangre derramada a la que él mismo había hecho referencia en la institución de la Eucaristía. Pero junto con la ardiente y filial petición, va la sumisión más absoluta: “Pero no se haga lo que yo quiero, sino lo que tú quieres”. Él ha sido enviado para hacer la voluntad del Padre que no es otra que la obra de nuestra salvación, y aunque le cueste dolor y lágrimas, Jesús se somete enteramente y de buen grado, por amor al Padre y por amor a los que el Padre ama, a nosotros, por nuestro amor murió el Señor. Pero la voluntad del Padre sólo la podemos cumplir si permanecemos vigilantes en la oración. Los discípulos huyeron y Pedro le negó tres veces, porque no fueron capaces de resistir con él orando en el Huerto de los Olivos: “Velad y orad, para no caer en la tentación; el espíritu es decidido, pero la carne es débil”.
2. ‘No oculté el rostro a insultos y salivazos’
La segunda escena de la pasión en la que se nos pinta con colores vivos la humillación de aquel que era de condición divina, pero que por nosotros “tomó la condición de esclavo”, es el doble juicio: ante el sumo sacerdote y ante Pilato. En ambos Jesús permanece en silencio; sólo cuando le preguntan directamente por él, por su identidad, responde. Así cuando el sumo sacerdote le hace la pregunta decisiva: “¿Eres tú el Mesías, el Hijo de Dios bendito?”, Jesús contestó: “Sí, lo soy”. Y lo mismo cuando Pilato le pregunta: “¿Eres tú el rey de los judíos?”, respondió Jesús: “Tú lo dices”. A todas las demás falsas acusaciones Jesús no respondió nada ni se defendió. Pero la farsa de ambos juicios termina con una cruel escena de tortura. Cuando lo declaran reo de muerte en casa del sumo sacerdote, “algunos se pusieron a escupirle, y tapándole la cara, lo abofeteaban, y le decían: Haz de profeta. Y los criados le daban bofetadas”. Era el castigo al que se declaraba Mesías e Hijo del hombre. Pero en casa de Pilato no le fue mejor a Jesús. El pusilánime gobernador, que “sabía que los sumos sacerdotes se lo habían entregado por envidia”, “queriendo dar gusto a la gente”, suelta al bandido Barrabás, “y a Jesús, después de azotarlo, lo entregó para que lo crucificaran”. Pero no paró ahí la cosa. Ahora les toca la vez a los soldados; ellos continúan la burla: “lo vistieron de púrpura, le pusieron una corona de espinas, le golpearon la cabeza con una caña, le escupieron”. Era la burla al rey de los judíos.
3. ‘Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?’
La última escena de la pasión tiene lugar en el Calvario. Jesús apenas puede llegar hasta esta colina de la ejecución situada fuera de la ciudad; tienen que echar mano de un labrador que pasaba por allí para que le ayudara a llevar la cruz. Y al término de la vía dolorosa está la terrible escena de la crucifixión con el sonido sordo de los clavos atravesando las manos y los pies de Jesús. No somos capaces de imaginarnos el intenso dolor que sufrió Jesús al taladrar sus manos y los pies aquellos hierros, ni el dolor mayor al ser elevado en la cruz y pender su cuerpo de ella. Jesús quiso apurar el cáliz del dolor, no aceptó el vino con mirra ni el vinagre que le ofrecían los soldados a modo de calmante. Pero si el sufrimiento físico fue intensísimo, no menor tuvo que ser el sufrimiento moral: lo habían despojado de sus vestiduras, estaba desnudo, y los sumos sacerdotes le injuriaban echándole en cara su fracaso: si es el Mesías que baje de la cruz, “a otros ha salvado y a sí mismo no puede salvarse”. Pero el gran sufrimiento de Jesús crucificado fue la sensación de abandono por parte de su propio Padre. Aquella oración del huerto parecía no haber sido escuchada. Por eso clama Jesús “con voz potente: Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has abandonado?”. ¿Cómo se estremecería el corazón de Dios al escuchar este grito de su Hijo amado? El Padre padece con el Hijo en la cruz por nuestro amor, y sólo por nuestro amor. La muerte, la injusticia, la maldad sólo podía ser vencida desde dentro, por eso murió el Inocente en lugar del culpable. “Y Jesús, dando un fuerte grito, expiró”. Es el grito de Dios ante la muerte que le infiere su criatura. Es un grito de amor y de denuncia, desvela el amor incomprensible de Dios y la maldad del hombre capaz de crucificar el Hijo de Dios.
Pero la cruz no es la última palabra, porque Dios no ha abandonado a su Hijo. Jesús entra en Jerusalén para morir y resucitar. Y nos invita a nosotros a recorrer el mismo camino en esta Semana Santa. Es lo que hemos pedido en la oración: “que las enseñanzas de su pasión nos sirvan de testimonio y que un día participemos en su resurrección gloriosa”. Para eso celebramos esta Eucaristía en el Domingo de Ramos.
José María de Miguel, OSST
HOMILIA- II
Hay que escuchar la Pasión, no como espectadores, sino como protagonistas. Unos dudan, otros niegan, unos traicionan, otros son indiferentes. Hay políticos y el pueblo. También creyentes: los discípulos, la madre…
Estos personajes se repiten en la historia como un drama de injusticia y de ceguera humana, pero todo envuelto en la misericordia de Dios.
Comienza hoy la Semana Santa, la de los grandes misterios. Es el paso de Dios. Llega Dios hasta el hombre y su paso deja luz y libertad. No podemos celebrar la Pascua si Dios no pasa por nosotros.
Hora triste y difícil para Jesús. Hubiera deseado no, llegar hasta ahí, solucionar el problema de otro modo. No bajar hasta el infierno del dolor, de la agonía, del abandono, del fracaso, de la muerte. Pero había que pasar por ahí.
Pero fue un paso. Bajaría al infierno humano, y en adelante ya no habría más infierno, todo iba a ser iluminado, salvado. Saldría del sepulcro lleno de vida nueva y con las llaves del infierno y de la muerte en sus manos.
Pero estos misterios de Cristo no pasan, siempre son actuales, tienen sabor a eternidad.
Nivel personal. El paso de Dios por mí, Cristo pasando por todas mis flaquezas y miserias.
Y yo uniéndome a Cristo en su pasión, muerte y resurrección.
Nivel comunitario. El paso de Dios por este mundo nuestro, con una carga enorme de sufrimiento y pecado. Cristo en agonía hasta el final de los tiempos.
Pero también continúa la pascua. El paso de Dios renovando primaveras. Gestos solidarios, reconciliaciones, niños que nacen, paz que se consigue, victoria de amor. Todo es Pascua.
Junto a la cruz de Jesús estaban.
Junto a la cruz de Jesús estaban María, Juan y un grupito más de creyentes. Había mucha gente más pero esos propiamente no estaban. Sólo era una presencia física, no espiritual. El grupo de creyentes estaba muy cerca, creían, amaban no sólo con su cuerpo, sino con toda su alma y toda su mente y todo su corazón. Estaban, vigilaban, ardían, lloraban.
Ese grupito era la Iglesia, y la Iglesia tiene que estar hoy también junto a la ruz de Jesús, especialmente en estos días.
Hoy nos preguntamos: ¿Estabas allí cuando crucificaron a mi Señor? ¿Estabas allí cuando lo clavaron en el árbol?
Manuel Sendín, OSST