Se oyó una voz del cielo: «Tú eres mi Hijo amado, mi predilecto.»
Evangelio según san Marcos (1,7-11):
En aquel tiempo, proclamaba Juan: «Detrás de mí viene el que puede más que yo, y yo no merezco agacharme para desatarle las sandalias. Yo os he bautizado con agua, pero él os bautizará con Espíritu Santo.»
Por entonces llegó Jesús desde Nazaret de Galilea a que Juan lo bautizara en el Jordán. Apenas salió del agua, vio rasgarse el cielo y al Espíritu bajar hacia él como una paloma.
Se oyó una voz del cielo: «Tú eres mi Hijo amado, mi predilecto.»
HOMILIA- I
Exégesis: Marcos 1, 7-11.
Figura con paisaje. Cuando la historia se pone en marcha aparecen los personajes, Juan y Jesús, en un lugar, el desierto.
Un tipo raro en un sitio singular.
El narrador describe a Juan: hábito, vestido, dieta … un verdadero asceta. El desierto tiene múltiples significaciones: historia de Israel, camino arduo, aprendizaje de la libertad, la ley; lugar de muerte, contrastando con la ciudad; lugar del fracaso de los profetas y de las promesas de Jahvé.
Desierto y río: desierto y agua son elementos aparentemente irreconciliables. Desierto y río Jordán evocan historias y persona-jes y sueños proféticos: brotarán aguas y surgirán caminos por la presencia de Dios. Lo imposible se hace posible.
Ritos de iniciación. Se concretan tiempo y lugar. Por entonces y Jordán. El anunciado se llama Jesús de Nazaret, de Galilea. De Juan no se nos dice de dónde venía. Mediante la mención del Jordán se condensan tantas evocaciones: Israel entra en la tierra prometida; Elías y Eliseo, Naamán el sirio.
No se escucha la voz de Juan perdonando los pecados o invi-tando a confesarlos. Se rasgan los cielos, desciende el Espíritu y se oye la voz del Padre, la voz del cielo da la razón al narrador: Jesús, como los profetas, surge de la Palabra de Dios.
Comentario
La aparición pública de Jesús para ser bautizado es un aconte-cimiento histórico que se puede datar: «En tiempo del Rey Hero-des»; «El año quince del Reinado de Tiberio». Así lo expone san
Lucas. El descendiente de David es un artesano de Galilea, poblada predominantemente por paganos.
Hasta entonces no se había hablado de peregrinos llegados de Galilea. Jesús viene de otra zona geográfica, de lejos. Al entrar en el agua carga con toda la culpa de la humanidad: entró con ella en el Jordán como verdadero Jonás: «Tomadme y arrojadme al mar». El bautismo es la anticipación de la muerte y la resurrección.
A partir del bautismo en el Jordán inicia su vida pública. Es la vida que interesa a sus testigos y a los creyentes. Los discípulos darán testimonio de cuanto vieron y oyeron a partir del bautismo hasta la Ascensión. Se bautiza como cabeza de la humanidad pecadora, solidario con ella.
El cielo se abre no para mostrar lo que esconde, sino para dar el Espíritu. No se trata de un suceso visible en el firmamento, sino de la palabra que sale al encuentro del hombre.
Cruzar el Jordán. Fue otra epopeya como la de cruzar el mar Rojo. Fue un río sagrado para Israel. A su vera, doce piedras erigidas por Josué lo recordaban de generación en generación (Jos 3,1-4). Cruzar el Jordán será una profesión de fe en el Dios de Israel. Junto a aquellas aguas se mueve la presencia de Yahvé. Al cruzarlas entró el pueblo de Israel en la tierra prometida. Cuando los pies de Jesús bajaron a esta agua el Espíritu Santo se posó sobre Él.
Cruzar el Jordán supone haber escuchado un testigo de Dios. Los pobres, el dolor, las teofanías, el Espíritu, el pecado propio son voces proféticas que se oyen mejor a la vera del río.
Jesús lo cruzó hacia abajo, se despojó de su rango, se puso en la fila de los pecadores. Hoy diríamos que lo cruzó hacia el Sur, donde está la miseria del mundo. Al sentir sus pies las aguas se detuvieron de espanto.
Fueron consciente del amor del Padre que las miraba contem-plando en ellas a su Hijo. Jesús ha cruzado las aguas señalando el camino hacia los pobres.
Manuel Sendín, O.SS.T.
HOMILIA- II
Con esta celebración del bautismo del Señor concluimos hoy el tiempo litúrgico de la Navidad; tiempo en el que hemos conmemorado el nacimiento humano del Hijo de Dios; tiempo en el que hemos meditado y celebrado con gozo y agradecimiento el comienzo de nuestra salvación, la manifestación de Dios a los hombres en un Niño nacido en la pobreza y en la soledad de un establo. En la fiesta del bautismo del Señor, esta manifestación alcanza su punto culminante: aquí, en este singular acontecimiento del Jordán, ya queda perfectamente claro quién es Jesús. Pues no son los ángeles, como en Belén, ni la estrella que guió a los Magos, los que dan testimonio de Jesús, los que nos revelan su identidad: ¡es el Padre en persona el que hacer resonar su voz para que todos pudiéramos reconocer en Jesús a su Hijo único, para que no quedara en nosotros ninguna duda de que aquel hombre, que se acerca confundido entre los pecadores a recibir el bautismo de Juan, es el Hijo amado del Padre!
1. Jesús se dispone a dar comienzo a su misión, siguiendo la voluntad de su Padre que quiere que todos los hombres se salven y lleguen al conocimiento de la verdad (1 Tim 2, 4). Se trata de una misión difícil, marcada desde el comienzo por el rechazo y la incomprensión. Dios lo envía como hombre a los hombres, a fin de restaurar en nosotros la dignidad de hijos que habíamos perdido por el pecado. Convenía, por tanto, que al comienzo de una tal misión supiéramos los hombres estas tres cosas:
– quién era en realidad Jesús;
– quién le enviaba;
– y con qué garantías o credenciales venía.
Esto es lo que quiere significar el bautismo de Jesús: en él se nos desvela la identidad divina de este hombre, de Jesús de Nazaret, que, aparentemente, en nada se diferenciaba de los demás hombres.
2. El Padre quiso revelarnos al comienzo de la misión de Jesús, que éste es en verdad su propio Hijo: para que le prestáramos atención, para que creyésemos en él, para que diésemos fe a sus palabras, para que lo siguiésemos de cerca, sabiendo bien de quién nos fiamos y en quién ponemos nuestra esperanza. También el Espíritu Santo desciende visiblemente sobre Jesús, con ocasión de su bautismo, para hacer patente el origen divino de la doctrina, de la obra y de la persona misma del Señor: ¡en este Jesús, que se humilla ante Juan, actúa y está presente Dios mismo! Toda la Trinidad santísima se nos manifiesta claramente en el acontecimiento del bautismo del Señor. Antes de que Jesús nos revelase, en su predicación, el misterio escondido del Padre, de sí mismo como el Hijo unigénito, y del Espíritu Santo; antes de que Jesús despegase los labios para revelar a los hombres el misterio íntimo de Dios, Dios mismo se nos manifiesta hoy tal como él es: “Tú eres mi Hijo amado, mi preferido”. El Padre nos presenta a Jesús como su Hijo, sobre el cual desciende el Espíritu Santo. De este modo, Dios nos dice de sí mismo su más íntimo secreto: que es Padre, el Padre de Jesús, y, en él, de todos los hombres, que por el bautismo llegamos a ser verdaderos hijos de Dios, precisamente porque también nosotros, al recibir el bautismo, recibimos el mismo Espíritu. Como había dicho Juan: “El, Jesús, os bautizará con Espíritu Santo”(Mt 3,11). El bautismo de Jesús es símbolo y causa de lo que sucede en el bautismo de los cristianos: Dios viene a nosotros, nos toma para sí, nos hace semejantes a él. Por el don del Espíritu que recibimos en el bautismo, también nosotros, con Cristo y por Cristo, somos hijos amados del Padre. El bautismo es la gracia primera y fundamental, es el germen de la vida de Dios en nosotros, que hemos de hacer fructificar a lo largo de toda nuestra vida. La vida cristiana no es otra cosa que un desarrollo de la gracia bautismal.
3. Pero lo verdaderamente asombroso es el modo de proceder y de comportarse de Jesús después de haber sido avalado por el testimonio del Padre y del Espíritu en el bautismo: “No gritará, no clamará, no voceará por las calles. La caña cascada no la quebrará, el pabilo vacilante no lo apagará”. Jesús no viene a imponerse por la fuerza ni por la violencia. Todo lo contrario: viene para promover el derecho y la justicia, para devolver al hombre su dignidad conculcada, para ofrecerle la amistad y el amor de Dios. Jesús que trae y es él mismo la salvación de Dios, se presenta humildemente, sin arrogancia, sin humillar al hombre, sobre todo al hombre que se reconoce pecador. Estos son los modales de Dios, y también los modales de los hombres que se dejan guiar por el Espíritu de Dios, los santos.
Este es el sentido del bautismo de Jesús: el Padre nos presenta a su Hijo al comienzo de su misión y nos indica el camino que hemos de seguir nosotros para acogerlo, para hacer fructificar la gracia que recibimos en el bautismo. Y esto sucede especialmente cada vez que participamos con fe en la Eucaristía: aquí escuchamos a Cristo y nos alimentamos del Pan de vida al que tenemos acceso por el bautismo.
José María de Miguel González, O.SS.T.