28 de enero, Juan de Mata se despertó una vez más hecho un lío. Hoy algo más nervioso, porque en unas horas le esperaban en la catedral de Paris el obispo, su profesor de teología, el abad de San Víctor, junto a un montón de amigos, porque a Juan no le costaba hacer amigos, entre gente importante y entre los más insignificantes. Es el año 1193 y Juan de Mata iba a celebrar su Primera Misa. Unos años atrás llegó a París desde su Provenza natal. Su intención era estudiar y poder hacerse cargo de los negocios de la familia en el puerto de Marsella. París era la mejor escuela de la época, escuela de teología, por supuesto, pero no se le había pasado por la cabeza ser cura ni monje, era lo que todos estudiaban para poder prosperar.
Juan era bien conocido entre sus amigos por sus ganas permanentes de fiesta, Con él todo hay que celebrarlo, no deja pasar ninguna oportunidad, dice siempre su mejor amigo, Guillermo, al que todos llamaban el escocés. Una mañana, cuando Juan y Guillermo iban camino de una de sus clases en la Escuela de la Catedral, junto a las grandes obras de construcción de la nueva catedral, en la île de la Ville, se había reunido un buen grupo de personas que escuchaban atentos a un caballero cruzado. Con grandes voces anunciaba que los sarracenos habían atacado una vez más los Santos Lugares, Jerusalén había caído en sus manos y con la ciudad santa miles de cristianos valientes que la defendían. El Papa prometía el cielo eterno para aquellos que se unieran a la nueva cruzada para liberar la Tierra Santa que pisó Jesucristo. Muchos se apuntaron. En la cabeza de Juan se iban sucediendo imágenes y conversaciones con las que años atrás, en el puerto de Marsella, soñaba en ideales de caballero y de cruzado. No dejó de rondarle la idea de apuntarse él también a la Santa Cruzada, ya se veía con aquella gran cruz en su pecho, la negra capa y la fuerte espada, obligando a los sarracenos a besar la lápida de la unción de Cristo en el Santo Sepulcro, arrodillarse ante la estrella del pesebre en Belén, renegar de su fe y aceptar los mandamientos de la Iglesia…
Días más tarde, cuando salía de Misa de la Abadía de Cluny, un mendigo le pidió una limosna. Juan buscó en su bolsa y sacó unas monedas. Cuando el mendigo estiró su brazo para cogerlas dejó entrever, bajo su vieja capa, la túnica de los cruzados, inconfundible con esa gran cruz negra sobre el pecho. Juan se quedó inmóvil. ¿Os asusta mi presencia Señor?, No, respondió Juan, me sorprende que siendo caballero cruzado pidáis limosna a la puerta del templo y no luchéis por retomar el Sepulcro de Nuestro Señor. Aquel hombre bajó la cabeza y cruzó de nuevo la capa para ocultar su pecho. Juan guardó las monedas, indignado, dio media vuelta y regresó al interior del templo, quería arrodillarse ante el sagrario y ofrecer su vida a Dios Trinidad para cumplir aquello que el mendigo no fue capaz de hacer por cobardía. Antes de cruzar nuevamente las puertas de la iglesia, el cruzado le gritó, A Dios le importan más las personas que la tierra, y hay muy poca libertad en las personas, tengan la fe que sea, eso es lo que he visto en Tierra Santa y lo que veo en tu corazón. Juan, que había parado en seco al oír su voz, siguió su camino con grandes pasos y pisando fuerte, pero antes de arrodillarse ante el sagrario se quedó un momento en pie, con sus ojos cerrados, escuchando el eco de aquellas palabras del mendigo. No tienes libertad en tu corazón. Dios no quiere la tierra, quiere a las personas.
Aquella mañana Juan no fue a clase, la pasó con Miguel, así se llamaba el antiguo cruzado, que con lágrimas en los ojos contó a Juan con todo detalle lo que significa una cruzada, los hombres alejados de sus casas que luchan con fanatismo por la libertad pero sólo dejan caminos de esclavitud a su paso, las mazmorras en las que tantos pasaban los mejores años de su vida y muchos renegaban de su fe, daba igual si estaban en tierra de musulmanes o en Roma, eran mazmorras de indiferencia, de odio y de cautividad. Miguel lo sabía bien, su tierra, Castilla, era un campo de batalla para defender una fe que poco tenía que ver con aquella que Jesús en el evangelio explicaba. Aquello no era fe, era soberbia, era orgullo, incluso vanidad, porque en el corazón de los hombres que la defendían, tras la cruz negra de su pecho, se ocultaban deseos de venganza y de pecado. Miguel llegó de la tercera cruzada como maldito, él no acompañó a su rey y a sus caballeros a Roma para recibir la dispensa del Papa, pero había prometido no quitarse su túnica, no ocultar su cruz, eran ahora la carga con que expiar su dolor por tanto dolor que él mismo provocó.
Guillermo y Miguel esperaban ya en la Catedral de Paris. Durante un año habían sido algo más que amigos de Juan. Eran testigos de lo que iba creciendo en su interior, mezcla de ideal y de indignación por la cruzada, por aquellos que sufrían al negarles vivir su fe, fuera cual fuese, de quienes caían en redes de cautividad por culpa de la obsesión de algunos hombres que reclamaban para Dios una tierra, que ni Dios mismo quería, y le negaban unos corazones por los que Cristo seguía muriendo en el calvario. Guillermo, que conocía bien a Juan, le había preguntado varias veces por esa fatiga que reflejaban sus ojos cada mañana. Sólo una vez tuvo respuesta, Están cansados de buscar. Juan había decidido ser sacerdote. Es cierto que la Iglesia no era la solución a sus dudas, durante mucho tiempo incluso pensó que era el principal problema pero su viejo maestro de teología, Prevostino, y el Abad de San Víctor, la nueva escuela de teología de París, a donde Juan había ido defraudado por la rancia escuela de la catedral, le animaron a cambiar las cosas desde dentro, comenzando por cambiarlas dentro de su corazón.
Esa fue la primera cruzada en la que Juan se embarcó. Su corazón se convirtió en un campo de batalla en el que cada día reclamaba una respuesta a Dios, en el que luchaba por arrancar una duda, por conquistar una certeza, por recuperar un territorio en el que volver a creer en la libertad sin perder la propia. Pero Juan dudaba de sí mismo. ¿Cómo hacer estas conquistas y no acabar conquistado por el orgullo y el cansancio? Hasta la mañana de aquel 28 de enero de 1193 había pedido a Dios, se había convertido en su única oración, ver más claramente cómo hacer todo esto, cómo liberar a otros sin convertirse uno mismo en cautivo de sus palabras o de sus deseos.
Cuando Juan levantó la Sagrada Forma tras la consagración Miguel notó que algo raro pasaba. Juan no era precisamente una persona nerviosa, a pesar de que un momento como este, y ante tanta gente conocida, le pudieran jugar una mala pasada. Juan parecía tener la mirada perdida en un infinito oculto para los demás. Por eso Miguel, una vez acabada la Primera Misa, se acercó a Juan y le preguntó al oído, ¿Tienes ya tu cruz? Juan lo miró, fijó la vista en la vieja túnica de cruzado, pasó sus dedos por la cruz negra sobre su pecho y respondió, Lo he visto, Cristo se compromete con las personas, no con la tierra, toma a cada uno de la mano, sea cual sea su color, para que su corazón pueda sentir más la libertad que sus cadenas. He visto mi camino y he visto mi cruz, son el camino y la cruz de la Trinidad, que me invitan a una cruzada en la que las personas son las santas y no la tierras o los lugares.
Dos días después Juan, Guillermo y Miguel salieron juntos por la puerta de les Halles, comenzaba una cruzada roja y azul que todavía hoy, ochocientos diecinueve años después, sigue luchando por creer más en la santidad de las personas que de las cosas.
Pedro J. Huerta, osst