“Hasta hace unos meses, no era capaz de ubicar Nakuru en el mapa”. Mi nombre es Raúl y soy maestro en el colegio FEST de Aluche.
“He participado en otros voluntariados anteriormente, pero la cruda realidad vivida en esta ocasión quizá supere todo lo demás”. Me llamo Víctor y también soy maestro en el colegio San Juan García, de Madrid.
Juntos hemos querido aventurarnos en un viaje que sin dudas no cambiará la vida de aquellos a los que pensábamos ayudar; pero sí, las nuestras. En el mes de julio emprendimos un viaje a una tierra habitada por los favoritos de Dios, Nakuru.
Desde nuestro colegio y durante todo el curso escolar 2023/24, se ha sensibilizado a nuestros alumnos/as y a sus familias, con el objetivo de reconstruir el centro Saint Francis dirigido por las hermanas trinitarias, un centro dedicado a trabajar mucho más que una educación reglada, ya que su mayor preocupación es el asegurar a sus alumnos/as el desayuno y la comida.
Toda la comunidad educativa de Aluche apoyó este proyecto solidario, teniendo una gran acogida y participación desde el principio, como muestra su colaboración, no sólo de manera económica, sino también donando juegos, material escolar, raquetas de bádminton, ropa interior, botes de cacao en polvo… Fue tal la solidaridad de nuestras familias, que las 8 maletas de 23 kg que teníamos que facturar, se nos quedaron pequeñas, hecho por el que nos sentimos especialmente agradecidos y orgullosos de ellas. Esa oleada de generosidad nos produjo una enorme felicidad, la misma que sintieron las hermanas y educadores del centro infantil en Nakuru. Y el resultado al entregar todos aquellos materiales a esos niños y niñas fue algo indescriptible. Querían conocer a esa gente tan solidaria y a sus iguales en edad que, desde España, se habían preocupado por ellos, y darles las gracias en persona.
Lo que comenzó como un viaje de servicio se fue transformando en una experiencia profundamente enriquecedora para nosotros, que acabaría cambiando nuestras vidas para siempre. Nunca olvidaremos su bienvenida con canciones y bailes y muchos, muchos juegos.
Desde el primer día, nos sumergimos en la vida de los niños y niñas que estudian en Saint Francis. Habíamos visto vídeos e imágenes que las hermanas trinitarias nos habían compartido para que pudiéramos acercarnos mentalmente a aquel contexto, pero la realidad con la que nos encontramos distaba mucho de cualquier idea que nos habíamos podido hacer en nuestra cabeza: Mucha más pobreza en el entorno, pero mayor riqueza personal.
El centro Saint Francis se encuentra en una de las zonas más pobres de Nakuru. Está construido con adobe, por lo que el deterioro, como consecuencia de las condiciones climatológicas, imposibilitaba que los alumnos pudieran seguir las clases con normalidad: salas oscuras y con humedad, techos hundidos, paredes que se van derrumbando con el paso del tiempo…
Y los niños… lo primero que nos llamó la atención fue que tanto niños como niñas se rapaban la cabeza, por lo que a veces nos costaba discriminar su sexo. Su ropa desgastada y su calzado deteriorado (muchos utilizaban chanclas o incluso iban descalzos) nunca era un motivo de burla entre compañeros, ni siquiera de sentirse mal con lo que llevaban puesto.
La realidad que nos encontramos era más dura de lo que habíamos imaginado. Los niños de Saint Francis no solo luchan por aprender, sino que también se enfrentan cada día al hambre y la falta de recursos básicos. Sin embargo, a pesar de las adversidades, la alegría y la curiosidad brillaban siempre en sus ojos y en sus sonrisas.
Durante nuestro tiempo allí, nos dedicamos a enseñar inglés, matemáticas, jugar a deportes como fútbol y bádminton, bailar, ayudar en la cocina… pero poco a poco, el amor va haciendo su trabajo, y se empezaba a generar un cariño tan grande, que es difícil plasmar en este artículo con palabras.
Tuvimos la oportunidad de conocer a sus familias, sus humildes y dramáticos hogares (reducidos a 10 metros cuadrados donde vivían familias enteras), sus historias y todos los desafíos a los que se tienen que enfrentar a diario. Cada relato era un recordatorio de resiliencia humana y de la capacidad de encontrar alegría incluso en las circunstancias más adversas.
Muzungus, así es como llaman a los que somos de raza blanca. Cuando salíamos a pasear por la ciudad, todos los niños de la zona se acercaban a nosotros, querían saludarnos y tocarnos, porque para la gran mayoría de ellos, era la primera vez que veían a un “muzungu”.
Mientras escribimos este artículo, se nos viene a la cabeza las obras de misericordia, tanto las corporales como las espirituales, y desde nuestro viaje a Nakuru, podríamos añadir algunas más, como: “Hacer feliz a los más necesitados” o “dar cariño a los favoritos de Dios”.
De este viaje nos hemos traído todo el cariño recibido de aquellos que más nos necesitan y lo necesitan. Nos traemos rostros y nombres propios, como: las hnas. Lucía y Katherine; los educadores, Gen, Maggie, Patrick y Rita; trabajores, Mery, Elijah, hna. Isabel y Benta; los 40 niños de ambos centros, que podríamos nombrar de carrerilla; nos traemos experiencia culinaria, como cocineros y comensales del ugali, ulli y guideri: platos básicos y típicos de cada día en la mejor compañía; y nos traemos también, la manera de agradecer, «asante sana», entre algunas palabras y muchas expresiones aprendidas más.
Queremos agradecer también la labor de nuestra valedora y protectora en todo momento allí, hna. Elena, facilitándonos siempre todo cuanto necesitábamos. Gracias a todo su trabajo, esfuerzo, dedicación… se pudo hacer realidad este voluntariado.
Es todo un reto lo que Kenia nos plantea, mantener la esperanza y la alegría frente a cualquier adversidad. Nuestro voluntariado en este centro se acabó a finales de julio, pero la necesidad de cooperación allí continúa bien latente. Y nuestras ganas de colaborar y aportar nuestro granito de arena, allá donde haga falta, no han hecho más que empezar.